miércoles, 27 de noviembre de 2013

VICTUS - Albert Sánchez Piñol


Primera edición en 2012
Publicado por Edicions la Campana
608 páginas.

Sinopsis. 

Martí Zuviría es un muchacho alocado que solo da quebraderos de cabeza a su padre. Casi de forma casual entra a estudiar con uno de los mejores ingenieros bélicos de su época. A partir de ahí su futuro estará vinculado a la guerra, pero también al conocimiento, al amor, a la traición y muy especialmente al destino de su tierra natal: Cataluña. 

Comentario del libro. 

No sé hasta qué punto puede molestar este libro a ciertos lectores, pero desde luego es divertido pensar que las filas de los españoles más recelosos en cuanto a temas como el independentismo no estén acostumbrados a caballos de Troya literarios tan contundentes como éste. Al fin y al cabo podremos decir que nos gusta más o que nos gusta menos, que está mejor o peor escrito, opinaremos sobre la fuerza o debilidad de sus personajes, la rigurosidad histórica de la trama, etc., pero al final siempre tendremos que asumir el eje que hace girar toda la novela y que en esencia es la denuncia de unos hechos escandalosos, así como la reclamación de un estatus que les fue salvajemente arrebatado a los catalanes en 1714.

Sin embargo, voy a dejarlo claro desde un principio: frente a los sentimientos patrios catalanistas, ciertamente presentes en esta novela de Albert Sanchez Piñol, prefiero identificarme y congratularme con la permanente reivindicación de la lucha de los débiles frente a los poderosos, la cual es alentada ya desde la primera página. Mirado así, Victus resulta ser un crudo retrato de la eterna derrota de los que ya están vencidos antes de nacer y cuyos descendientes seguirán siendo por siempre vencidos. Que esta sempiterna capitulación de la “chusma” se vea ligada a veces a la de los “ilustres” (como ocurre durante los sucesos que son narrados en la novela) no convierte en realidad a unos y otros en hermanos de batalla. Cada cual en su lugar: para unos pocos será una ruptura traumática de sus privilegios, para los otros, la siempre mayoría restante, será como lluvia que cae sobre mojado. Que este hecho tan trágico como universal (y por tanto sin verdaderas fronteras) que es la relación entre dominadores y dominados, quiera vincularse a la lucha por una cultura, una autonomía política, un idioma o los límites de un territorio, cuando en el fondo siempre será una cuestión de conflicto entre clases extrapolable a cualquier época, lugar o cultura, no es más que precisamente una consecuencia de la misma estrategia que posibilita que algunos siempre sean los victoriosos y otros muchos continúen siendo los vencidos.

Sin embargo, se quiera o no, ahí está el hecho incontrovertible del independentismo catalán, el cual siempre ha involucrado igualmente a la alta burguesía como a la clase trabajadora, aunque cada cual movidos por sus propias razones (a veces tangenciales, pero casi siempre opuestas). No obstante, Victus es un libro que está escrito desde y para las clases populares, con una indisimulada simpatía por los héroes anónimos. Quizás por ello, la Generalitat del siglo XVIII no queda bien parada (y es imposible no buscar paralelismos con sus análogos actuales), pero según se mire no podría ser de otra manera, en todo conflicto son los dirigentes los más interesados en manipular y aprovechar para su propio beneficio un impulso que en el fondo no es más que la lógica defensa de lo inmediato, de las cuatro paredes que nos acogen, de las pocas posesiones atesoradas, de aquellos seres que amamos y dan sentido a nuestra vida. Salvo pocas excepciones, el papel de la nobleza, de las altas alcurnias de la burguesía y del clero, de los políticos y de los militares, no es más que el de previsible acicate para las penurias de los que están abajo, meros peones de un juego de intereses que escapan a su control y que son disfrazados de deberes patrióticos para regusto de la plebe siempre tan predispuesta, por desgracia, a la manipulación. Por tanto, es cierto que la batalla por Barcelona de 1714 significó el fin de varios siglos del desarrollo político y económico de Cataluña al margen del reino de Castilla, pero quienes más lloraron y aun lloran esa pérdida son los que tenían y tienen la sartén por el mango. Al pueblo llano, al fin y al cabo, lo mismo debería darle que sus amos hablen catalán o castellano, pues siempre estarán condenados al servicio de alguien que a la larga habrá que combatir.

Sanchez Piñol logra, no obstante, un equilibrio entre la lucidez del que desmitifica las manidas consignas patrioteras (aunque no por ello deje de permitirse algunos entusiastas y orgullosos arranques) y la más que justa y fundamentada reclamación de justicia por unos hechos terribles que hablan por sí mismos: cualquiera con un mínimo de sensibilidad odiará a las tropas borbónicas y se pondrá del lado de los asediados. Por ello, para los lectores actuales, aunque absolutamente ajenos a toda responsabilidad en esos hechos, es imposible no terminar por sentirse sobrecogidos y concernidos por esa batalla. Porque la conquista de Barcelona, ya trascendiendo las meras cuestiones catalanistas, resulta una representación más de los innumerables episodios de sinrazón que han fundamentado la actual sociedad española, construida sobre tanta sangre y despotismos. Si sentimos emoción por las escenas heroicas y de inútil sacrificio que recorren Victus no será necesariamente por espíritu patriótico, sino porque sabemos que es cierto que siempre habrá individuos o pueblos enteros que con todo ya perdido seguirán resistiendo frente a la perfidia de los poderosos.


Esto es último es crucial para el buen funcionamiento de la novela, pues el tono de sorna frente a la autoridad (sea ésta catalana, española, francesa o de cualquier nacionalidad) se convierte en genuino y comprensible desprecio cuando se retrata la nefasta estirpe borbónica, lo cual resultará un verdadero placer (lo garantizo) para aquellos lectores que no sean muy simpatizantes de este linaje monárquico. Por ello, más fácil todavía será apoyar a los combatientes de las filas catalanas, sabedores de que su derrota significó, entre otras cosas, el apuntalamiento de España en un estado irreversiblemente retrógrado, inmerso en el oscurantismo religioso y bajo la dominación de la más rancia alianza de nobles, burgueses y militares de toda Europa. Un hecho que aun hoy en día estamos viviendo, por desgracia, hasta sus últimas consecuencias.

Pero en fin, fijémonos también en los aspectos puramente literarios de este libro, porque al margen de politiqueos Victus es un libro que puede calificarse, sin lugar a dudas, como muy ameno. Su autor opta por un registro ágil, seguramente el más adecuado para una historia que está a medio camino de la picaresca, la aventura, la educación sentimental, pero sobretodo de la novela bélica. Porque al fin y al cabo eso es lo que es Victus, una novela bélica que no ahorra espacio en descripciones de batallas, técnicas de defensa y ataque, armamentos, trincheras, municiones, explosivos, etc. Por si fuera poco, está ricamente ilustrada en ese sentido, pues está plagada estampas técnicas que dan al lector una idea muy clara de lo que se describe en palabras. Ya en su primera novela, La piel fría, Sanchez Piñol demuestra su gusto por describir estrategias guerreras (como olvidar, por ejemplo, la escena de las minas alrededor del faro). Y aun así, pese a los innumerables detalles técnicos y referencias históricas, producto de un más que evidente trabajo de documentación, Victus sigue siendo una novela anclada en personajes potentes que no se difuminan en el pandemónium de explosiones, cargas con bayonetas y montañas de cadáveres. Aunque plagado de figuras y referencias históricas, la novela gira muy especialmente sobre personajes ficticios o sobre las que hay muy pocas referencias documentales, como es el caso del protagonista principal: Martí Zuviría, el tipo cínico, voluble y oportunista (hasta en su orientación sexual) que se ve envuelto en el centro de un drama de dimensiones cósmicas.

Pese a todo, no puede decirse ni mucho menos que Victus sea una novela perfecta. En mi opinión, la parte central pierde algo de impulso teniendo en cuenta el ritmo del conjunto del libro, aunque el frenetismo de la parte final suple de sobras esta momentánea bajada de tensión. Además encuentro algo exagerado los atributos que Zuviría alcanza tras su paso por la academia de Vauban. Más que un ingeniero parece que estemos ante una especie de prodigio, pues, entre otras cualidades extraordinarias, cuenta con unos sentidos de percepción tan fuera de lo normal que sencillamente resultan inconcebibles en un ser humano. En todo caso, son estas unas cuestiones que no restan fuerza o credibilidad a la trama y al conjunto de una obra que pide ser leída sin muchos respiros.

En suma: ni lo dudes, totalmente recomendable.

Reseña de Antonio Ramírez

jueves, 21 de noviembre de 2013

LA KRAKATITA - Karel Capek

Edición original en 1923.
Publicado en castellano por El olivo azul (2010).
Traducción de Patricia Gonzalo de Jesús.
334 páginas.


Sinopsis.

El ingeniero Prokop vive alejado del mundo e inmerso en sus obsesivas investigaciones con explosivos, de repente consigue elaborar el más potente destructor: la krakatita que funciona de manera misteriosa. A partir de aquí comienza una loca historia de persecuciones, luchas por el poder y aventuras amorosas que enfrenta a su protagonista con las posibilidades aniquiladoras de esta sustancia.

Comentario del libro.

Karel Capek comenzó a ser redescubierto en nuestro país a partir de la traducción de La Guerra de las Salamandras, en esta obra usaba un estilo absolutamente disparatado y burlesco para presentar una situación de racismo y genocidio, muy similar a la desplegada por el nazismo, contra unas adorables aunque feas criaturas. Lo cierto es que constituía una pequeña maravilla (“pequeña” porque todo lo escrito en tono humorístico parece tener menor importancia), que nos hacía reflexionar casi sin darnos cuenta sobre la estúpida crueldad del ser humano. Con el buen recuerdo (bastante lejano) que dejaba esta obra, nos acercamos a la lectura de La krakatita, una novela de ciencia ficción que anticipa las reflexiones sobre las consecuencias deshumanizadoras de la energía nuclear. En ella el humilde ingeniero Prokop descubre cómo obtener energía destructora a partir de la sola materia y esta investigación será su éxito y su ruina más absolutos.

A pesar de las habilidades que Capek tiene para elaborar escenas muy cinematográficas y atractivas (supongo que influiría el hecho de haber trabajado como guionista de cine), se trata de una novela bastante inclasificable y de lectura caótica, que, como he comprobado en alguna reseña que hay por internet, no contenta a los lectores del género de ciencia ficción. Los géneros más antagónicos se van uniendo sin un orden claro y, ciertamente, llega un momento en el que el lector es incapaz de entrever hacia dónde nos lleva la historia. Si al principio parece que nos encontramos con una historia más bien patética al estilo de Las aventuras del Soldado Svejk de Hasek en la que un agotado ingeniero cae en las maléficas redes de un falso amigo, pronto se convierte en una novela romántica grotescamente forzada. Para que una mezcla tan potente tenga sentido es imprescindible leer la novela con distancia humorística, dejarse arrastrar por el desastroso e irascible protagonista. Pues uno de los hallazgos más interesantes de esta obra es, precisamente, el horrible protagonista: hijo de zapatero, huraño, feo, grosero, obsesionado de manera infantil con sus explosivos, enamoradizo, fantasioso,… En definitiva, un auténtico incapaz para las relaciones sociales, para descifrar las consecuencias políticas de su explosivo o para conducir sus asuntos amorosos.
En el momento en el que se cierne la tragedia sobre Prokop, comienza una esperpéntica educación sentimental que pasa por los clichés femeninos más conocidos: la joven virginal que se siente atraída por la figura paterna, la mujer fatal y cruel que se quiebra con el bruto y colérico ingeniero, la mujer perdida que se enamora del noble corazón de Prokop y la misteriosa dama inalcanzable. En cualquier caso, sorprende lo recurrente de la sexualidad en la novela y la manera en la que constata los atractivos eróticos de estas mujeres. En numerosas ocasiones tenemos que ver cómo se enfrentan los feos dedos cercenados de Prokop con las pieles blancas y tersas, los dulces rostros, las piernas y bocas de sus acompañantes. De tal modo que acaba por parecer una dulce venganza que el salvaje pero tierno protagonista se toma, estrujando y mordiendo las carnes de todas las mujeres que durante años lo han ignorado.

Otro rasgo que resulta fascinante de la novela es el componente onírico. Ya durante las primeras páginas se entremezclan continuamente los sueños con la vigilia y nunca se tiene la certeza de si el protagonista está despierto. Pero esta tensión de lo onírico y lo simbólico se mantiene durante todo el libro: los personajes que le persiguen son de un absurdo pesadillesco, los intentos de huida acaban en circuitos cerrados, los encuentros azarosos están cargados de sentido,… El propio protagonista duda de la verosimilitud de quienes le rodean provocando situaciones aún más esperpénticas, tratando de poner a prueba la resistencia de esos personajes que quieren apoderarse de la krakatita para destruir el mundo. El peso de la enfermedad, el cansancio, la fiebre, el ardor amoroso o las heridas (en el libro aparecen muchas veces mezclado) sumen a Prokop en delirios, contradicciones y pasiones incontrolables que sin embargo no consiguen doblegarlo, sino que le permiten fortalecer su espíritu irredento y anarquista.

Podríamos decir que se trata de una novela excesiva, barroca, humorística, caótica,… Es una fábula fascinante, con algunos momentos desternillantes, aunque en ocasiones desconcierte. Pero que, en cualquier caso, ejemplifica el placer por el absurdo de una literatura tan vívida y exultante que recuerda a Kafka o la Patafísica y que acaba haciéndonos adorable a ese animal que disfruta convirtiendo cualquier sustancia cotidiana en un potente explosivo. Tan atractiva me resultó la lectura, que la fantasía de emular a nuestro desastroso perdedor no tardó en dar vueltas en mi cabeza: ahora que nos han convertido a todos en ratas de laboratorio, quizá haya llegado el momento de transformar las cosas más cotidianas en armas aniquiladoras y amenazar con destruir el mundo si vuelven a tocarnos. Bueno, no nos engañemos, tampoco saldría bien, no tengo madera de terrorista.

Reseña de María Santana.

viernes, 15 de noviembre de 2013

SUKKWAN ISLAND - David Vann

Publicada en inglés en 2008.
Editada en castellano por Alfabia en 2011.
210 páginas. 

Hace ya unos meses que leí este libro y desde entonces no puedo desprenderme de la sensación de estar descolocado, cada vez que he vuelto sobre mi para encontrar algo que decir de él se hace más patente el vacío expresivo en el que me ha dejado. No sé exactamente qué decir del mismo, y aunque es algo que me ha ocurrido en ciertas ocasiones, en ninguna de ellas he logrado volver a una posición de cierta comodidad desde la que situar una reflexión ordenada. Cuando de adolescente descubrí a Juan Rulfo tuve exactamente la misma vivencia, desde la condición de cierta comodidad de lector recibí un martillazo de tal envergadura que ya no sabía donde tenía cada pié, si estaba sentado o arrojado desmadejado en el suelo. Hay tal grado de contundencia en la hostia recibida que es necesario mucho tiempo para poder volver a estar colocado en un punto en el que sabes dónde está el norte, dónde el sur. Seguir una línea mas o menos precisa que guíe desde la supuesta función ética y estética del arte, un modo de encontrarse a uno mismo frente a la obra y por ende en el mundo, ya no como reflejo o metáfora sino como pura realidad. ¿Por qué he leído esta novela, por qué no he podido dejar de seguir obsesivamente con los ojos cada línea de su prosa? El viaje nada tiene de placentero, no sirve para sostener un tiempo entre paréntesis que justifique el acto en sí, ni un asomo de entretenimiento o ensoñación poética. Y sin embargo una vez atrapado sólo puedes seguir y seguir hasta que ha acabado todo. Y lejos de encontrar un final en el texto te encuentras volviendo una y otra vez, la novela ha arraigado en tu interior siendo más que su mera textualidad, más que sus valores estéticos o sus planteamientos éticos, arraiga en forma de preguntas desagradables, con raíces que van más allá hasta el punto de descubrirte el mundo con matices diferentes, en una desnudez que no sabe de complacencias ni alambicadas formas de justificar lo misterioso e inexorable con ropajes complacientes.

Sukkwan Island es una hostia pura y dura, un golpe de una contundencia demoledora, doloroso y preciso en su justicia nada poética. Una obra pequeña en extensión pero afilada en su corte, un conjunto de navajas con forma de libro al que no puedes enfrentarte desde ninguna protección posible. Golpea y golpea sin compasión ni respiro, de un modo parecido a esa obra desmedida que es Meridiano de Sangre, sin misericordia ni redención posible, sin dejar al lector posibilidad alguna de una finta, de esquivar lo que va viniendo. En cierto sentido es una obra de horror puro, un viaje alucinante a la condición de soledad extrema del ser humano.

Su prosa eficaz y sencilla, económica como sólo puede serlo el mazazo, actúa con un poder hipnótico más allá de la comodidad del morbo, sigues y sigues a pesar de que el dolor que destila arremete contigo sin profilaxis posible. Es una suerte de tragedia griega en cuanto que implica una universalidad insoslayable, con ese carácter universal que el arte es capaz de dar desde lo más estrictamente concreto, con un alcance filosófico profundo y descarnado. Excede con mucho la función catártica que motiva su creación hasta convertir a esta en un mero trámite, que no es poca cosa.

Con trece años David Vann recibe una llamada de su padre pidiéndole que pase con él una larga estancia en una isla del sur de Alaska al que él se niega. Al poco su padre se suicida, un hombre amargado que ha pasado ya por dos divorcios, difícil y extraño. Años después escribe esta novela, con un punto de partida semejante pero en el que el hijo acepta el viaje y que en sus 210 páginas ofrece mucho más que un exorcismo o un mero qué hubiese pasado sí. Más allá de esta motivación inicial la novela acaba siendo un trozo de verdad que arrastra como un tsunami, mucho más que un reflejo ejemplarizante. Su sinceridad no busca la facilidad de la moraleja, es más lo imposibilita, la complacencia de hacerte sentir más humano al final en el sentido del abrazo o lo celebrativo.
En realidad cuenta un proceso de deshumanización que paradójicamente no deja de ser en su fondo más profundo una plasmación de lo que es en esencia el ser humano. La relación padre-hijo se establece como una dialéctica imposible entre dos universos descarnadamente inaccesibles, con un espacio de interconexión en el que la comunicación es extraña, intraducible, ajena en lo más esencial. Asistimos a la terrible visión de un padre inalcanzable y paradójico, un elemento más de esa fría e inhóspita isla, un trozo de roca que en ocasiones se comporta como un sujeto roto, desesperanzado, dado a soliloquios incomprensibles, a llantos nocturnos desgarradores al mismo tiempo que se nos muestra como un diurno alienígena inalcanzable. La supervivencia alcanza un estatus omnívoro y desesperado, falto de lógica racional en unas decisiones a veces absurdas. Con momentos terribles y desagradables, en los que lo que duele va más allá de la mera fisicidad de las escenas truculentas. Porque es precisamente en el sentido de lo que ocurre, que abunda en el sinsentido generalizado, en un nihilismo atroz y terrible, lo que conmueve al lector, lo que lo lleva de la mano en su lectura, a pesar de que hay una parte de ti que te pide horrorizado que no sigas.

Lo natural es un elemento más del horror, no hay belleza alguna en la naturaleza en donde se mueve la novela, el mundo se muestra como algo atroz, aislante, terrible, que imposibilita la vida y que cataliza en el fondo la naturaleza pesadillesca y trágica de la relación entre padre e hijo. Los parajes abiertos funcionan a modo claustrofóbico encerrando a sus protagonistas en la pura desnudez de una relación irresoluble de modo satisfactorio, la misma supervivencia acaba por convertirse en un modo absurdo y terrible de morir. No hay ni espacio ni acomodo para la trascendencia ni para encontrar un posible religamiento con las cosas. Todo cuanto ocurre es substancialmente un modo de apelar a la falta de sentido, una tácita prohibición a que las cosas ocurran movidas por una providencia. La esperanza es una entelequia, un engaño, un posicionamiento infantil que se niega a enfrentar una realidad que es dura por ser real y que no acoge amorosamente a nada ni a nadie.

No hay realmente aventura posible, no esperes como espectador el encontrar una peripecia que ilustre ningún tipo de esperanza bondadosa o salvífica, porque no la hay ni se la espera. Y sin embargo es una novela que además de no ser complaciente en ningún sentido acaba yendo por unos derroteros que te desmontan incluso en lo relativo a cualquier tipo de previsión. Porque a pesar de lo dicho tampoco te esperas lo que ocurre o lo que va llegando conforme avanzas. Es ese otro punto valioso de este libro: es imprevisible, sorprendente. Parece por momentos una novela de supervivencia, una novela de formación, el relato de una relación entre padre e hijo irresoluble, y ciertamente es todo esto, pero como suele decirse en la gestalt el todo configura algo que es más que las partes.

Reseña de Jose Luis Martínez

lunes, 4 de noviembre de 2013

EL VAQUERO INDOMABLE - Edward Abbey

Primera edición en inglés en 1956.
Versión castellana por editorial Benerice (2013).
Traducción de Juan Bonilla.
304 páginas.  

Sinopsis. 

Paul Bondi está en la cárcel de su ciudad esperando ser trasladado a un edificio federal donde va a pasar dos años de condena por insumisión. El no lo sabe, pero Jack Burns se acerca cruzando el desierto, con su caballo, su guitarra y su sombrero negro lleno de polvo, su plan es liberarlo y llevárselo de allí. 

Comentario del libro. 

Después de haber leído dos novelas de Edward Abbey he terminado de comprobar que es uno de esos escritores que saben dotar a sus ficciones de un afán político sin caer en el panfletismo o la mera consigna. Evidentemente, su mensaje se deriva de una sólida base teórica e ideológica (no por casualidad se diplomó en la carrera de filosofía con una tesis titulada “La Anarquía y la moral de la violencia”), pero todo eso queda debidamente inmerso en el proceso creativo, traduciéndose sutilmente en personajes que lejos de acomodarse a los tópicos, las fórmulas o los programas políticos saben transmitir los dilemas y contradicciones que se cruzan en la vida de todo individuo (y por extensión de toda sociedad). Por un lado son nuevos arquetipos de una actitud refractaria frente al orden establecido, pero por otro también son personajes de ficción creados con habilidad literaria y mucha sensibilidad. 

El vaquero indomable fue publicado en 1956, por lo tanto puede ser considerado, por su espíritu abiertamente libertario, un libro pionero en el periodo de posguerra en Estados Unidos. Es en ese contexto histórico de tensa paz interior y abierta beligerancia hacia el exterior (era en plena guerra fría) como debe entenderse la verdadera importancia de las manifestaciones culturales que por esa época contradijeron el American way of life. En la literatura, en el cine o la televisión, en la música, incluso en el comic (no debemos olvidar la represión sufrida por los autores de E.C. Comics, supuestamente un foco de corrupción para los jóvenes lectores), toda la sociedad y su cultura fue férreamente examinada con lupa a la búsqueda de infiltrados del “peligro rojo”, una designación que englobaba a todo aquel que repudiara el capitalismo, el militarismo, el racismo, la dictadura consumista o sencillamente la hipocresía moral que reinaba en la versión oficial del supuesto paraíso democrático norteamericano. 

Jack Burns, el protagonista de esta novela, ejemplariza el rechazo de todo eso. Se ha convertido en el típico y curtido vaquero que va a caballo y se dedica al transporte de ganado por cuenta ajena, no tanto como defensor de los valores tradicionales norteamericanos (si es que eso ha existido alguna vez) como por la posibilidad de poder vivir en el espacio simbólico de libertad y autonomía que encuentra materializado en el desierto, las montañas y los cañones del suroeste del país, siempre en contraposición con la vida en las ciudades, ahí donde a sus ojos se concentran todos los males derivados del capitalismo. Poco llegamos a conocer del pasado de Burns, solo lo justo para saber que en la universidad formó un grupo anarquista clandestino junto a su amigo Paul Bondi. 

Así pues, también tenemos a Bondi, el cual representa al intelectual que repudia el sistema, pero que antepone la cautela, la responsabilidad cívica y lo pragmático. Y aun así, pese a sus reticencias de pasar a la acción, se ha visto moralmente obligado a rechazar el reclutamiento militar (una ley de aquella época establecía que todo varón mayor de edad hasta los 25 años estaba potencialmente llamado a filas en caso de una movilización bélica), hecho por el que es condenado a dos años de cárcel por insumisión. Ese es el motivo por el cual Jack Burns vuelve a la ciudad, con la intención de liberar a su amigo sea como sea, por las buenas o por las malas. Como no podía ser de otra manera, el plan resulta un total desastre, comenzando por la poca cooperación del propio Bondi, nada dispuesto a convertirse en un prófugo. Como consecuencia del frustrado intento de liberación Burns debe huir a los cañones y barrancos que rodean la ciudad. 

Ahí entra en escena un tercer personaje: el sheriff Johnson. Su función en el libro es dejar claro cuan deshumanizado y preciso es el mecanismo que garantiza que las leyes sean cumplidas. Jack Burns se ha convertido en su objetivo, en el fondo admira su coraje y su habilidad, incluso puede caerle bien en comparación con los individuos (matones de la ciudad, militares de un cuartel cercano, etc) que pretenden apuntarse a la búsqueda como si de una cacería se tratara. Pero, sea como sea, Burns es un germen peligroso que hay que extirpar del organismo sano de la ley, por tanto su obligación es localizarlo y ponerlo en cuarentena (encarcelarlo) lo antes posible, poco importan sus sentimientos o las consideraciones personales del tipo que sea. No obstante, su actitud es de entera profesionalidad en comparación con el talante patentemente sanguinario de los que están deseosos de apuntarse a la “caza del anarquista”. Donde aquellos ejemplarizan los bajos instintos de la turba el sheriff sirve como modelo de la supuesta rectitud de las fuerzas represoras del estado, base para la justificación moral de sus acciones ante la sociedad.
 

Si bien ya tenemos expuesta la coral principal, debemos tener en cuenta también un cuarto personaje importante (muy a su pesar, como bien verán los que se lean el libro) en la trama ideada por Abbey. Nos referimos al camionero Hinton. Él representa el ciego avance del mundo moderno, la megamáquina alimentada ya sea inconsciente como premeditadamente por todos y cada uno de los que cada día hacemos funcionar el mundo con nuestros actos cotidianos, por nimios que sean. Hinton es, por tanto, un engranaje más, tan inocente como cómplice, tan prescindible como necesario, del inmenso e imparable mecanismo global que irremediablemente choca contra los valores de emancipación, libertad y dignidad que Jack Burns proclama con sus actos.

Quizás sería justo señalar en este comentario, aunque no sean personajes en el sentido estricto, dos elementos más que resultan imprescindibles en el funcionamiento de la historia y cuya presencia es permanente. Comenzaremos por la naturaleza salvaje. El desierto, las montañas y los cañones cobran un sentido similar al que Abbey les otorgaba en La banda de la tenaza (ver reseña aquí), siempre con una bellísima y viva capacidad descriptiva. La luz, la vegetación, las rocas, los diferentes colores y texturas del terreno árido y polvoriento, según la perspectiva del que observa el paisaje salvaje cobrará un sentido u otro: para Burns significa el refugio, incluso el alimento, pero sobretodo la posibilidad de resistir frente a sus perseguidores y, quizás, recobrar la libertad; para el sheriff Johnson representa el límite tras el cual se acaban los dominios del orden y las leyes. Así, podemos leer en un magnífico párrafo que resume esta ambivalencia: 

“Miró arriba a las montañas, olvidándose de Burns de nuevo, consciente de una vaga molestia, compartiendo por unos momentos el común e indiferenciado resentimiento social hacia esa montaña, cierta impaciencia ante su masa y complejidad, su absurdo, su exasperante falta de propósito o utilidad. Al este se extendían las llanuras, lisas y razonables, manejables para el hombre; del otro lado había áreas similares, preparadas para acoger aeropuertos, proyectos urbanísticos, cementerios y picnic fraternales. En contraste la montaña aparecía como una gran erupción horrible de granito, no solo carente de significado sino hasta maligna, y peor que maligna: un pedazo de insolencia vertical”. 

Por lo demás, es inevitable señalar aquí el tema de la violencia. De igual manera que en La banda de la tenaza, también el espíritu de antagonismo y desobediencia está presente en cada una de las páginas de esta novela, aunque de una forma más sutil y embrionaria. Si bien en La banda de la tenaza la violencia es ejercida por sus protagonistas de forma explícita y directa, en El vaquero indomable es palpable que el que más sufre (aunque desde luego no sin revolverse) es el propio Jack Burns, es decir, en este caso la mayor violencia se ejerce contra él, fruto del rencor y miedo que produce un individuo que de forma tan desvergonzada contradice las reglas impuestas por la autoridad. Por ello, podríamos decir que Abbey retrata aquí, de una forma delicada y lúcida, el estadio más embrionario de la acción revolucionaria, aquella en que la violencia es todavía una herramienta de defensa contra la propia violencia del sistema. Un segundo paso sería el descrito en La banda de la tenaza, el del paso a la clandestinidad, el sabotaje, la destrucción de los objetos (en este caso la maquinaria) queridos por el poder. Aun quedan más pasos, aquellos que llevan al camino sin retorno del asesinato político, el terrorismo o la revuelta armada generalizada. Ignoro si en la bibliografía de Abbey figuran libros que lleguen hasta ahí, pero sería muy interesante conocer su punto de vista sobre estos extremos. 


En todo caso, quedan ahí El vaquero indomable y La banda de la tenaza como dos interesantes (y yo diría incluso que imprescindibles) ficciones que tratan sin cortapisas sobre un tema que cada día es más tabú en nuestra sociedad o que es pasto del buenismo y la majigateria. Un ejemplo de ello es la recepción de estos libros por parte de gran parte de la crítica española, con un énfasis en un supuesto mensaje de no violencia (apoyándose en el carácter no sangriento de sus personajes), o interpretándolos como utópicos (en el sentido tan condescendiente que hoy en día se usa para esa palabra) o directamente como una oda al activismo social buenrollista y sin implicaciones verdaderamente radicales. Pero creo que es evidente que Edward Abbey no iba por ahí cuando escribió sus libros, es absolutamente injusto que su grito frente a los desmanes del capitalismo caiga en el saco roto de la mala conciencia burguesa o las baboserías del pacifismo más corderil. Alguno dirá que al fin y al cabo se trata de ficciones, pero también es cierto que la tendencia actual es relativizar y banalizar las implicaciones de cualquier concepto o idea lanzado directamente a la cara y que rebase el nivel aceptable de radicalidad, se deriven de una novela o del ensayo más sesudo del mundo.

En definitiva y aunque solo fuera por la oportunidad de leer un escritor valiente perdido en una época de mansos, merece la pena hincarle el diente a la obra de Abbey. 

Reseña de Antonio Ramírez.