domingo, 27 de septiembre de 2020

UNA GUÍA SOBRE EL ARTE DE PERDERSE - Rebecca Solnit

Publicado por Capitán Swing (2020)
Traducción de Clara Ministral
Número de páginas: 176
Edición original en inglés (2006)

Reseña de María Santana:
 
Una guía sobre el arte de perderse logra, desde la primera página, mantener un equilibrio entre lo especulativo, lo evocador y lo poético, haciendo que resulte muy fácil sumergirse en la lectura de este ensayo autobiográfico. El libro de Solnit toma como base las implicaciones existenciales de la experiencia del perderse en una multiplicidad de acepciones que incluyen tanto lo accidental como lo deliberado con una voluntad de apertura a lo desconocido. El resultado es un texto que se permite un ir y venir desde las referencias históricas a las descripciones de paseos, los recuerdos personales y las reflexiones íntimas. Solnit nos ofrece así una perspectiva de la exterioridad y el habitar complejos, en el que se superponen los estratos y se roza la experiencia de lo maravilloso. Lamentablemente, la autora nos coloca en el umbral de lo poético sin llegar a adentrarse, aunque apremiándonos a seguirla en esa búsqueda.

De ahí que Solnit nos señale en las primeras páginas la necesidad de recuperar la aventura como parte de la vida, llegando a describir ese perderse como “una rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja”. El perderse no es algo que suceda simplemente en el territorio sobre el que nos movemos cuando desaparecen los elementos que nos orientan, sino que puede provocarse como una vivencia de abandono u olvido de uno mismo, dejándonos atrapar por un mundo en el que se atisban resquicios, umbrales o recodos desconocidos. Hay momentos en los que perderse supone acercarse a una suerte de ebriedad, a una confusión que no es alegre, sino inquietante. Esta perturbación anímica específica que pueden suponer el viaje y la deriva es también señalada por Lurdes Martínez en su reciente libro Saqueadores de espuma (1), en el que deja constancia de las grietas pasionales que aún pueden hallarse en los lugares más domesticados. Como bien explica Martínez, dejar que los pies se muevan de manera libre y sin rumbo, deambular o extraviarse es la acción más cercana a un automatismo corporal con el que conseguir extrañarnos en un mundo atravesado por desplazamientos exclusivamente utilitaristas. Sin embargo, absortas en los dispositivos tecnológicos y aceleradas por la rutina, no todas las personas son capaces de retirar su voluntad y adormecer el impulso de controlar sus experiencias. En definitiva, perderse nos acerca a una suspensión de la lógica pragmática que hemos interiorizado, para acercarnos al tiempo de los juegos, claramente incompatible con las dinámicas cotidianas.

De hecho, hoy resulta sumamente difícil conseguir perderse en cualquier espacio, dado que portamos de manera constante aparatos de vigilancia y rastreo. Para lograr perder el rumbo habría que abandonarlos o adentrarse en una zona aislada en la que no funcionen, una situación que puede llegar a resultar angustiosa e indeseable. Desde el momento en el que delegamos las habilidades de orientación en la tecnología, nos sentimos incapaces de enfrentar esa experiencia en la que se acaricia “el borde de lo desconocido de una forma que agudiza los sentidos”, como nos dice Solnit. El estado de alerta que se despierta cuando nos desorientamos nos permite enfrentar la incertidumbre ante lo desconocido o, incluso, alcanzar una perspectiva desacostumbrada de nuestro entorno habitual. Sin embargo, preferimos predecir nuestros recorridos y evitar cualquier situación de inseguridad y esto lo hacemos hasta en los viajes, para los que creamos itinerarios turísticos bien marcados que garanticen la productividad de las vacaciones.

Un ejemplo que nos ayuda a comprender esa pereza y desconfianza hacia la aventura del andar sin una dirección clara es el control al que sometemos a los niños recluidos en los espacios que se han considerado adecuados para el juego. En este sentido, Solnit nos alerta de que “a causa del miedo de sus padres a las cosas espantosas que podrían ocurrir (…), quedan privados de las cosas maravillosas que ocurren siempre”. El resultado es que a pesar de vivir en sociedades bastante seguras, se impide sistemáticamente la libertad para deambular y jugar de los niños. Ante esta férrea vigilancia de la infancia, que está rozando la paranoia con la incidencia de la pandemia de la covid-19, es de esperar (y desear) que los adolescent
es vivan sus primeras salidas sin padres como una auténtica liberación, impulsándoles a una búsqueda de espacios propios, ajenos a los adultos, que les permitan aventurarse y explorar el mundo. Aunque, desgraciadamente, la mirada atenta de los padres suele ser sustituida por el dispositivo móvil que les acompañará el resto de su existencia y con el que dejan constancia de cada pequeña transgresión de las normas que realizan.

Debemos recordar que no es la primera ocasión en la que Solnit se adentra en la cuestión del deambular. Hace unos años Capitán Swing también publicó Wanderlust. Una historia del caminar en el que se recoge la relación entre el pasear y el pensar yendo de Rousseau al surrealismo, pasando por Thoureau o Restif de la Bretonne. Wanderlust es un auténtico manual repleto de anécdotas, referencias, especulaciones y paseos en el que se reivindica la reapropiación de la calle, los espacios compartidos y la naturaleza. Por señalar un fragmento concreto del libro, resulta muy interesante su explicación de los orígenes del bipedalismo que va ligada a la experiencia del tropezar y el caerse, dando lugar a toda una serie de referencias culturales y religiosas.

 
 
En ambos libros, Solnit se demora en sus paseos por San Francisco (“esta ciudad encerrada por la naturaleza pero expandida por la imaginación”), por el desierto, la playa y los bosques de secoyas. Sus descripciones son vívidas y nostálgicas, van unidas a experiencias íntimas y bellas. Entre los paseos que reseña en Una guía sobre el arte de perderse hay uno especialmente evocador en un lago seco al fondo del cual se encuentra una isla que se muestra a través del vértigo del espejismo. Parece que la isla está al alcance de la mano y, sin embargo, resulta inaccesible. A partir de esa visión, nos dice Solnit que permitirse el perderse es otra forma de plantear la complejidad del deseo, porque “siempre hay algo que está lejos”. Nos ponemos en marcha tratando de obtener aquello que anhelamos y sentimos el pinchazo de la frustración cuando sabemos que es inalcanzable. Aunque el verdadero riesgo se encuentre en la ausencia de deseo, pues entonces quedaríamos postrados, inmóviles como una piedra en mitad del desierto. Y aquí también es reseñable la forma en la que Solnit describe la atracción por el desierto como esa “abundancia de ausencia”, una naturaleza en la que la vida siempre se encuentra en peligro, en resistencia, remitiendo a “las fuerzas primarias de la piedra, el clima, el viento, la luz y el tiempo”.

El libro abandona pronto el terreno del ensayo para acercarse a una suerte de autobiografía en la que recorre las diferentes formas de pérdida que se pueden gozar o sufrir. Solnit se permite jugar con la memoria, ponerla a trabajar a partir de imágenes y objetos que funcionan como invocadores, tratando de encontrar un arraigo frente a la tristeza y una reconciliación con la experiencia del dolor. No es de extrañar que comience con el relato de Alvar Núñez Cabeza de Vaca cuando se perdió en su intento de hacerse rico en las Indias, teniendo que reconstruir todo su mundo, integrándose en una cultura ajena y dejando de ser quien era. Desde ahí, Solnit va pasando al recuerdo de su propia juventud y de quienes perdieron su vida con la rapidez y la violencia de un fogonazo. Igual que escribe sobre Cravan o Saint-Exupéry señalándoles como aventureros cuya “ambición reflejaba un deseo de rehacer el mundo y transformarlo en lo que debía ser, pero las desapariciones reflejaban el deseo de vivir como si eso ya hubiera sucedido”. Teniendo en cuenta estas palabras, se comprende que no hable de los perdedores desde una perspectiva pesimista, sino como héroes que desaparecen en “las cumbre de lo posible”.

En contraste con estas aventuras, el urbanismo de nuestras ciudades está planificado para evitar cualquier incomodidad o interrogante. Solnit comenta el efecto directo de las casitas adosadas como “una especie de tranquilizante para la generación anterior a la nuestra, si es que la topografía puede ser una droga”. El ritmo de nuestras vidas no es el del paseo, sino el del coche y el mundo se ha transformado para facilitar el trasiego motorizado e impedir la lentitud del caminar, la posibilidad del encuentro o el detenerse para conversar. Por eso se hace necesario que Solnit nos recuerde que “el mundo es mayor de lo que imaginamos” y que para ampliar los márgenes de la imaginación y, en consecuencia, las posibilidades de lo real hay que ser capaces de ir más allá de las dimensiones o las perspectivas con las que estamos familiarizados, acercándonos a aquello que escapa a nuestro control, a la vivencia de lo impredecible. De hecho, por mucho que se quieran delimitar los pasos, el mapa nunca coincide del todo con el territorio y aún somos capaces de buscar los huecos, los espacios en blanco y los recodos en lo que poder internarse.

Notas:

(1) Lurdes Martínez, Saqueadores de espuma. La ciudad y sus grietas. Ediciones el salmón, Madrid: 2020.

viernes, 17 de julio de 2020

ALGO SUPUESTAMENTE DIVERTIDO QUE NUNCA VOLVERÉ A HACER - David Foster Wallace


Mi acercamiento a este caustico ensayo de Wallace se produjo tras una irregular lectura de la recopilación de cuentos La niña del pelo raro. No me he familiarizado más con su obra y, de hecho, confieso que he dejado varios de los cuentos sin terminar. Hay algunos rasgos en el estilo de Wallace que me resultan un tanto repelentes: el afán por demostrar su oficio de escritor, el cinismo melancólico, el regodeo en la banalidad de la cultura norteamericana, la misantropía mezclada con la condescendencia,… En fin, en muchos momentos tengo la sensación de estar frente a un trabajo impostado y retorcido que me impide abandonarme a la lectura. Y algo de eso se encuentra presente en este ensayo en el que Wallace describe y reflexiona sobre su experiencia en un crucero de lujo por el Caribe durante una semana. Todo está escrito justo como debe estarlo y esa artificialidad le resta libertad y capacidad de evocación al propio autor, que mide cada uno de sus ataques para que nunca rebasen el límite de lo publicable (por mal gusto o por acercarse a una crítica al capitalismo).

El texto podría ser enmarcado dentro del estilo del periodismo gonzo inaugurado por Hunter S. Thompson. Aunque si lo comparamos, por ejemplo, con Los Ángeles del Infierno: Una extraña y terrible saga a Wallace le falta esa empatía oscura y tortuosa, esa violencia con la que Thompson describe el juego de atracción y repulsión por su objeto de estudio. Algo que tampoco debe extrañarnos, porque no es lo mismo describir a una banda de golfos de clase baja, analfabetos, racistas, machistas y que se pasan el día buscando bronca, que tener que rodearse de jubilados de clase media en busca de una experiencia de confort perfecto. De todos modos, uno puede imaginar las barrabasadas que hubiese hecho Thompson en el crucero (y que hoy serían impublicables) o, puestos ya, el cinismo lacerante con el que Houellebecq podría desgranar un ataque de bulimia en mitad del océano. Wallace prefiere adentrarse en descripciones deliberadamente histriónicas y decadentes que detallan a la perfección el lado más pueril de la cultura norteamericana. A lo largo de la narración se suceden infinidad de momentos ridículos que sonrojarían a cualquier adulto, pero que se han ido aceptando de buen grado en esta sociedad infantilizada convirtiéndose rituales de diversión expansiva: congas multitudinarias, partidas al bingo, karaokes, piscinas gigantes, suvenires kitsch, camareros cantando cumpleaños feliz,, etc.

En el límite de lo que podría ser una perspectiva más política, Wallace nos ofrece una lectura descafeinada de la lucha de clases encarnada en la división entre los capitanes griegos, presentados como esclavistas sádicos, y los abnegados camareros y limpiadoras provenientes de países de Europa del Este que pugnan por dignificar su esfuerzo diario. Los magnates o accionistas capaces de invertir los 250.310.000 dólares (del año 1992) en la construcción de ese barco quedan fuera del libro convirtiéndose en una especie de entelequia desconocida. Resulta desconcertante el maniqueísmo a la hora de presentar a la tripulación griega que contrasta radicalmente con las descripciones buenistas del resto del personal que acaban interpretando el papel de duendecillos anticipándose a los deseos de los clientes.

El mayor mérito del libro es la exposición de lo repugnante y lo obsceno de esa clase media que retrata Wallace de manera perfecta: “soy un turista americano, y por tanto ex officio corpulento, rollizo, rubicundo, escandaloso, tosco, condescendiente, ensimismado, malcriado, preocupado por su aspecto, avergonzado, desesperante y codicioso: la única especie de bovino carnívoro que se conoce en el mundo”. El turista se siente constantemente preocupado por la imagen que ofrece a los demás, como si siempre estuviera siendo enfocado por las cámaras. De esta forma, se genera toda una pornografía de los cuerpos untados en cremas solares, enrojecidos por el sol, enfundados en lycra de colores chillones, ejercitándose en los gimnasios, comiendo y bebiendo sin límites, evacuando en sus váteres,… Aunque, por ejemplo, esa fascinación por los retretes que presenta Wallace siempre se queda en los límites de la escatología, sin caer jamás en el mal gusto. El ensayo se esfuerza por bordear el tema para permitir una sonrisa cómplice eludiendo cualquier profundización en lo escabroso.

De la misma forma, Wallace roza el terreno reflexivo al adentrarse en la experiencia del crucero como ruptura con la angustia cotidiana en la que vive inmerso el americano medio. Esa semana en barco se convierte en una posibilidad de olvido del mundo, una separación paradisíaca y de evocaciones uterinas. En este sentido, es fascinante la descripción de la experiencia física de ser mecido por el mar y arrullado por los motores del barco, mientras estás rodeado por la “podredumbre” del océano. Lo realmente atractivo es que durante el viaje se carece de cualquier responsabilidad, sólo hay que dejarse servir y cuidar por el ejército de empleados. La idea es alcanzar una especie de nirvana o, mejor dicho, de ataraxia a través de la ingesta masiva de comida y que en el mismo folleto publicitario se anuncia como el estado de “hacer Absolutamente Nada”. A través de este lema, el ensayo debe leerse como un relato hilarante sobre la vacuidad de la sociedad de consumo. 


 
Wallace es sumamente claro en la presentación de sus compañeros de viaje: “la mayoría de los cuerpos que se exponían durante el día en la cubierta del Nadir estaban en diversas fases de desintegración”. El crucero es un “lujo” destinado fundamentalmente a personas mayores que han interiorizado el mantra del sistema de explotación: es el merecido descanso tras toda una vida de esfuerzo. El barco consuma la narcosis previa a la muerte, un consuelo laico a una vida desperdiciada. Aquí el consumidor es literalmente tratado como un rey. Poco importa que todo ese disfrute siga implicando amoldarse a comportamientos bovinos como las largas colas y esperas para el embarque, las mesas compartidas con desconocidos, las visitas diseñadas en escenarios costumbristas (las vacaciones en la miseria de los demás), los paquetes de ocio dirigido,… El sueño del consumidor es el “todo pagado” para poder reventar de goce. Por eso el modelo de los cruceros de lujo ha dejado de ser tan exclusivo para adentrarse en su versión aún más masificada y barata al alcance de cualquier bolsillo. Los mares y océanos se han llenado de moles repletas de turistas que desembarcan durante unas horas en cualquier puerto para hacerse un par de fotos.

Llega un momento en el libro en el que Wallace realiza un ejercicio introspectivo que le conduce al mayor de los patetismos. Tras varios días deleitándose en la experiencia de ser servido por esos esclavos invisibles, comienza a detectar que hay detalles mejorables: las migas del mantel no son completamente barridas, el ruido del motor empieza a ser molesto y la comida ya no resulta tan irresistible. El espejismo de ese nirvana se va resquebrajando. Entonces comenta que “mi parte Infantil es insaciable: en realidad su misma esencia o Dasein consiste en su insaciabilidad apriorística”. Dejando al margen el uso impropio del término heideggeriano, Wallace apela a un aspecto de la sociedad de consumo en el que no profundiza al no querer desarrollar un análisis de la propia lógica del deseo dirigido. Asume esa insaciabilidad como un rasgo propio de la naturaleza humana explotado por el capitalismo, una especie de fase anal a la que nos retrotraemos cada vez que nos convertimos en clientes. Sin embargo, hubiese sido interesante explicar cómo en nuestra cultura en decadencia se provoca un deseo bulímico que impide la aparición de otro tipo de deseo que podríamos denominar productivo o creativo. Como le sucedía al perro de Pavlov, la sociedad de consumo se encarga de exhibir sus mercancías para que la salivación del cliente le impida pensar o imaginar en otra cosa que podría llevarse a la boca. De esta forma, se tensa el deseo y se ofrecen determinados productos como los únicos capaces de saciarlo. La paradoja es que cualquier mercancía por perfecta que sea no acaba de consumar ese deseo, porque éste es experimentado como simple anhelo que el propio capitalismo necesita mantener en activo. La imagen perfecta es la de vomitar lo que se ha ingerido para volver a sentarse en la mesa y pedir más comida.

El barco es la situación más artificiosa posible, es el centro comercial elevado a la máxima potencia en el que se produce una negación radical de la exterioridad mientras se entrega la propia voluntad. El placer máximo es recorrer un suculento bufet “donde todo está a la vista”. Tan sólo hay que alargar la mano y servirse platos repletos, devorarlo, volver a llenarlo y poco después cagarlo. Es la más burda imitación del potlatch agonístico, la versión cutre del gasto improductivo hecha para la clase media. No hay nada más patético que jugarse la pensión en el bingo de un crucero. Sin embargo, Wallace no ofrece ni un discurso ni un comportamiento disidente. Porque, tras reconocer en él mismo los valores del capitalismo, su desprecio se convierte en miedo ante la imposibilidad de encajar en ese rebaño hipnotizado. El discurso se vuelve condescendiente ante la estupidez y la debilidad de los cruceristas rozando cierta psicologización de la cuestión que le permite eludir cualquier elemento sociológico o político. La pregunta a la que acaba enfrentándose será ¿por qué no puedo ser como ellos? Y aquí aparece una nostalgia por esa inocente felicidad del bebé satisfecho. Para salir de este atolladero Wallace se desvía hacia el humor que sólo deviene caustico en la presentación de las estúpidas mezquindades de algunas personas y que se mantiene en cierto registro blanco bastante chocante en el que se ridiculiza a sí mismo mostrándose como una suerte de payaso tímido y patoso. De ahí que se someta a auténticas prácticas de humillación como el concurso en la piscina de las Mejores Piernas Masculinas.

Sin embargo, el momento álgido de la narración llega con su participación en un torneo de tiro al plato. Es la primera vez que Wallace coge un arma en su vida y la situación es descrita de manera hilarante. Es justo ahí donde se hace más patente el “fuera de campo” de la historia. El lector ansía saber lo que se le está pasando realmente por la cabeza cuando ve a todos esos puritanos con sus chalecos naranja fluorescente reduciendo a polvo el simulacro de plato. Desgraciadamente, Wallace se aleja de cualquier similitud con el nihilismo lisérgico de Thompson y su historia cae como uno de sus platos indemnes, se hunde en el mar y desaparece de manera lamentable. El relato deja un claro sabor a óxido y podredumbre. Es como la punzada de tristeza de quien ha deseado con todas sus fuerzas el último modelo de iPhone y comprende, mientras lo está pagando, que en pocos meses ese objeto habrá perdido todo su valor como fetiche. De esta forma el final libro nos coloca frente a una vivencia de la angustia que se ha tratado de apartar durante todo el viaje, pero que acecha al turista cuando recoge todas sus cosas del camarote y desembarca en el mismo mundo del que quería huir. 


Reseña de María Santana

jueves, 23 de abril de 2020

EN BUSCA DE PHILIP K DICK - Anne R. Dick


Anne R. Dick estuvo casada con Philip K. Dick entre el final de los ‘50 y mediados de los ‘60. Siempre se ha dado por hecho que ella sirvió de modelo para muchas de las mujeres obsesivas, neuróticas y destructivas que pueblan las ficciones de Dick. El propio escritor se encargó durante años de contar a quien quisiera escucharle historias escabrosas sobre su matrimonio (por ejemplo, que Anne había intentado atropellarlo con un coche). Así pues, aunque está claro que nunca sabremos toda la verdad, era justo que Anne escribiera esta biografía para dar su propia versión de los hechos. Sin embargo, lo que podría haber sido un implacable ajuste de cuentas, sorprendentemente se convierte en un cuidadoso estudio de la figura de Philip K Dick, escrito con mucha mesura, incluso con excesiva indulgencia pese a la gravedad de lo que a veces nos cuenta. Y pese a todo, cuando este libro todavía estaba inédito y solo existía una autoedición que pasaba de mano en mano entre estudiosos, biógrafos y gente activa en el fandom de la ciencia-ficción, hubo quien montó en cólera por la imagen que se mostraba de Dick, hasta el punto de amenazar con acciones legales. Según la propia Anne, esto ocurrió porque su libro “(…) desvelaba una vertiente del escritor que parte de sus amigos y seguidores se negaron a aceptar. Al afecto que sentían por él se sumaba que Phil les había vendido una versión de su vida en la que yo no gozaba de ninguna credibilidad”. Quizás por eso, tardó tanto en ser publicada profesionalmente, aunque, mientras tanto, fue sirviendo de base (más o menos reconocida, según sea el caso) para algunos de los estudios más famosos que se han ido publicado sobre Dick, como es el caso de Divine Invasions: A Life of Philip K. Dick (1989) de Larry Sutin (no publicado en castellano), o la muy célebre biografía novelada de Emmanuel Carrère: Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (1993). Hasta mediados de los años noventa no hubo una publicación oficial de En busca de Philip K. Dick, aunque dirigida exclusivamente a bibliotecas. Hubo que esperar hasta 2009 para que llegara una nueva edición revisada para librerías, que es la que ha servido de base para ésta traducción de Gigamesh.

En Busca de Philip K. Dick está dividida en dos partes bien diferenciadas. Por un lado,  está el periodo que la autora conoció de primera mano; por el otro lado, tenemos la infancia, juventud y el resto de la vida del escritor después de su divorcio con Anne. Evidentemente, es en la primera parte donde la autora puede aportar una visión más personal. Se trata de un periodo muy fructífero para Dick, con obras como El hombre en el castillo, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Tiempo de marte o Aguardando el año pasado, lo cual hace que este libro sea del máximo interés para todo el que quiera profundizar tanto en la vida como en la otra de este escritor. Aunque se trata de un trabajo biográfico en el sentido estricto, en numerosas ocasiones sentiremos que estamos leyendo sobre las entrañas del proceso creativo que seguía Dick. Desde una perspectiva muy cotidiana, por las páginas de esta biografía recorreremos muchos de los sitios que después Dick plasmó en sus historias: Berkeley, Oakland, San Francisco, Marin County, etc. También sabremos de donde surgieron algunos de sus personajes, muchas veces basados en amigos y conocidos que le rodeaban, o veremos como pequeñas anécdotas de su día a día terminaron formando parte de sus historias. Por ejemplo: 

“Los jugadores de Titán, aunque imaginativa y bien construida, me resultó un poco decepcionante en comparación con El hombre en el castillo. El juego se basaba en nuestras partidas apasionadas al Monopoly. La sociedad que describía Phil en la novela estaba obsesionada con que las mujeres se quedasen embarazadas. Creo que Phil usó parte del material de la época de Berkeley.
A continuación, Phil me contó su nueva idea para una novela:
-Voy a escribir sobre el sindicato de fontaneros y la cooperativa de Berkeley. Voy a llevarlos a Marte.
Aquello se convirtió en Tiempo de Marte”. 

Respecto a los periodos donde ella no estuvo presente, lógicamente están tratados de una forma más impersonal. La autora está obligada a tirar más de los típicos elementos que suelen usar los biógrafos: material de archivo, manuscritos inéditos, cartas, pero sobretodo los testimonios de amigos, colegas de profesión, familiares, etc. Sin embargo, se nota que Anne aprovechó bien sus contactos, pues al ser alguien tan cercano a Dick pudo acceder a su círculo más íntimo, aunque debido a su fama de mala esposa (propagada, recordemos, por el propio Dick), también encontraría algunas resistencias. Al estar planteada la biografía de una forma muy original, casi como un documental, a medida que vamos avanzando en la lectura, la autora aprovecha para revelar algunas de las interioridades de su investigación. De esta manera describe, por ejemplo, la sorpresa de algunos de los entrevistados por encontrarse con una mujer que creían muy diferente. Es quizás en esos momentos cuando Anne R. Dick se muestra más satisfecha, como si fuera una victoria por la dignificación de su persona después de tantos años de rumores e historias malintencionadas.

Sin embargo, pese a los pequeños momentos de euforia, el tono general de esta biografía es de frustración, y no son pocos los pasajes donde la autora expresa su incapacidad para acceder al núcleo duro de lo que termina considerando un misterio: el propio Philip K. Dick. Sin duda, teniendo en cuenta su propia experiencia, sabía bien de los peligros de perderse en una historia tan confusa como la de su ex marido. Tal y como les había ocurrido a otros biógrafos de Dick, uno podía comenzar a tirar del hilo solo para acabar enredándose con él. Quizás, el caso más radical fue el de Paul Williams, el influyente periodista y crítico musical de la contracultura americana. En 1974 publicó una extensa entrevista con Dick para la revista Rolling Stone (1). El escritor aprovechó la ocasión para explayarse con algunas de sus teorías y mezclarlas con asuntos oscuros de su propia vida, especialmente sobre un robo que sufrió en su casa en 1971 y de cuya autoría culpaba intermitentemente a la CIA, el FBI, los Panteras Negras o los Minutemen. También afianzó, como el que no quería la cosa, su imagen de escritor drogata, negando tajantemente que el LSD hubiera tenido influencia sobre su obra y señalando al escritor Harlan Ellison como el culpable de haber propagado ese bulo, pero a cambio admitía abiertamente el uso masivo de anfetaminas. Lo cierto es que él mismo había redactado para la contraportada de sus libros frases como “Ha estado experimentando con drogas alucinógenas para encontrar la realidad invariable detrás de las ilusiones”. A partir de esta entrevista, la figura de Philip K Dick encajó perfectamente en el contexto de esa época, tan fascinada por lo marginal y lo freak. Su reputación de “maldito”, antes restringida al mundillo de la ciencia ficción, le impulsó fulminantemente al estatus de gurú en la cultura underground. Paul Williams, absolutamente magnetizado, se convirtió en una especie de profeta de Dick, hasta el punto de que tras el fallecimiento del escritor en 1982 su familia le pidió que fuera el guardián de sus archivos personales. Posteriormente, con la colaboración de algunos otros entusiastas, fundó la Phillip K Dick Society, publicando durante varios años un boletín que ahondaría en la mitificación del escritor. 


En todo caso, llama mucho la atención la forma en que Anne R. Dick trata la turbulenta vida de su exmarido a partir de los años 70. El creciente abuso de drogas. La inmersión en los “bajos fondos”. Las estancias en los centros de desintoxicación. Las desastrosas relaciones sentimentales, que a veces acababan de forma violenta. Los sucesivos estados paranoicos, depresivos o de euforia desmedida y los varios intentos fallidos de suicidio… Lo cierto es que muchas de esas experiencias acabarían descritas en sus novelas, a veces de forma literal, otras en clave o muy exageradamente, a la espera de ser desentrañadas o interpretadas por sus crecientes seguidores y estudiosos. Sin embargo, en el caso de Anne R. Dick, ella prefiere para su biografía pasar de puntillas sobre algunos de estos episodios, sin negarlos, pero siempre esforzándose por minimizar el protagonismo de las drogas y de cualquier tipo de exceso, y, en todo caso, procurando mostrar una versión de Dick muy alejada de lo romántico o lo contracultural. Lo que para otros significó una etapa fascinante en la vida de su ex marido, para Anne R. Dick solo es motivo para la censura o la compasión. Por ello, nos ofrece el retrato crudo y, en ocasiones, francamente lastimero de una persona que, pese a todo su talento, no pudo evitar acabar inmersa en el patetismo y la autodestrucción. No obstante, estaría bien preguntarse hasta qué punto este retrato desmitificador que Anne nos muestra de Philip K Dick es el único y verdadero, pues lo cierto es que incluso ella termina admitiendo, a regañadientes, que parecía contener en su interior muchas versiones diferentes de sí mismo. Dicho en sus propias palabras: “Cuando creo haberlo descubierto me asaltan las dudas. ¿Acaso cambiaba de identidad como la gente se cambia de ropa?”. Así pues, muy a su pesar, es posible afirmar que Dick fue muchas cosas a la vez: ese marido perfecto y hogareño que describe al comienzo de su matrimonio, pero también el que después decidió mentir a las autoridades para obligarla a internarse en un manicomio. De la misma manera, fue el intelectual autodidacta de izquierdas, pero también el cuarentón que guardaba un revolver para proteger su botín de anfetas o el que mandaba al FBI pruebas de un complot del KGB, con el mismísimo Stanislaw Lem de por medio. Philip K. Dick se definió, para bien y para mal, a través de toda esa amalgama de contradicciones, donde verdad, mentira y fantasía parecían encajar sin errores de continuidad.

Ese perpetuo espíritu de contradicción que condicionó su vida también se plasmó en su literatura. Desde el comienzo jugó con una gran mezcolanza de conceptos filosóficos, políticos y religiosos cuyo resultado pueden llegar a lo paradójico. Aunque, sin duda, es en la etapa final donde todo este proceso se lleva al extremo, dándose, además, tantos paralelismos con sus propias experiencias que es inevitable tener la sensación de que obra y vida acabaron por retroalimentarse hasta llegar al punto de fundirse, lo cual puede resultar sorprendente si recordamos que Dick escribía ciencia-ficción. De hecho, si comparamos como ha sido tratado Dick respecto a otros autores de género fantástico, seguramente observaremos algunas diferencias muy significativas. Pongamos por caso a H.P. Lovecraft (por cierto, uno de los autores favoritos de Dick). Casi todos los estudios literarios o biográficos interpretan la obra de este escritor como una válvula de escape para una historia personal plagada de represión, complejos y traumas. Dejando a un lado la gran calidad e inventiva de Lovecraft, se asume que el hombre y la obra, por muy relacionados que pudieran estar simbólicamente (o incluso patológicamente para algunos), suponen los dos aspectos de un conflicto aparentemente irresoluble entre el estricto materialismo del autor y la fantasía descabellada de la obra. Desde esa perspectiva, para cualquiera que quiera ser tomado en serio sería muy arriesgado sostener que Lovecraft mantuvo contacto (más allá de lo imaginario) con la Gran Raza de Yith y que de ahí sacó algunas de sus ideas. Sin embargo, cuando se trata de Philip K. Dick veremos que este tipo de consideraciones no parecen tan rígidas. Gente como Robert Anton Wilson o D. Scott Apel, por poner ejemplos radicales, se mostraron encantados de examinar la relación entre la obra y la vida de Dick con una apertura de miras que pondría los pelos de punta a cualquier psiquiatra. Y aun sin llegar a esos extremos, son innumerables los comentaristas que prefieren concederle el margen de la duda entes que arrojar a Dick directamente al saco de los locos de atar. Pero, sin duda, esto es posible porque el propio Dick se esforzó para que fuera así, invirtiendo eso del escritor que escribe sobre lo que vive, para conseguir ser el escritor que vive dentro de lo que escribe. Su vida fue derivando poco a poco en algo tan extraño que los límites de lo racional y lo irracional se difuminaron totalmente. De alguna manera, la ficción terminó por filtrarse en lo biográfico, pero a la vez él aprovechó para a sacar de ahí más inspiración para sus libros, creándose así un juego de espejos en el que es muy fácil perderse. Tanto es así, que muchas de las personas que le rodearon terminaron siendo atraídas por la fuerza gravitatoria de lo que se podría definir como un verdadero mito, con todas sus consecuencias. Anne R. DicK lo expresa de esta manera: “Jugó con nuestras vidas y también con la suya, nos convirtió en seres de ficción y nos integró en los universos que creaba”.

Para ilustrar lo que acabo de sugerir, señalaré un ejemplo que espero sea lo suficientemente claro. Como es bien sabido, Philip K Dick ganó el premio Hugo en 1963 gracias a su novela El hombre en el castillo. Se suele hablar de esta novela como una ucronía, que en este caso trata sobre los Estados Unidos de una realidad alternativa donde Alemania y sus aliados habrían ganado en la segunda guerra mundial. La geopolítica, la sociedad y la cultura de esa Historia alternativa de Estados Unidos podrían haber sido elementos interesantes para otros escritores, pero para Dick son cuestiones totalmente secundarias. Su principal interés, como en tantas otras novelas suyas, es presentar un contexto para unos personajes que sospechen de la realidad que viven. Por ejemplo, tenemos al señor Tagomi, japonés adepto al budismo. En un momento dado de la novela, a este personaje le sobreviene una visión al observar atentamente una joya de forma triangular (2). De pronto, siente que está en un mundo diferente (que de hecho es el nuestro, el de Philip K Dick y el propio lector). Es como si estuviera dentro de una pesadilla, pero a la vez intuye que esa terrible visión es más auténtica que la realidad que él vive normalmente. A partir de ese momento el señor Tagomi no puede obviar lo que sabe una verdad: el mundo que vive es de alguna manera una falsificación. Ahora bien, la cuestión es que este pasaje de El hombre en el castillo anticipó casi literalmente algo que una década después viviría el propio Philip K. Dick. El dos de marzo 1974 tuvo una experiencia que, al igual que le ocurriera al personaje de la novela, se desencadenó al observar una joya, aunque en su caso se trataba de un colgante en forma de pez (antiguo símbolo del cristianismo). De esta visión y otras que se sucedieron los días posteriores, surgió en Dick una verdadera obsesión que le condicionó lo que le quedaba de vida. Incansablemente, extrajo toda una serie de teorías contradictorias y enrevesadas que, resumiéndolo mucho, venían a decir que nuestro universo estaba muerto porque había sido abandonado por Dios. Al igual que el señor Tagomi, Dick había recibido la información de  que este universo era una falsificación. Luego, todas estas ideas se plasmaron en un larguísimo diario denominado Exegesis, y en una serie de novelas, principalmente Valis, que, en cierta manera, seguían ahondando en la esencia de El Hombre en el castillo, pues en esa novela había un libro dentro del libro, solo conocido por unos pocos, que rebelaba cual era el “mundo real”. Parece ser que la intención de Dick era similar con Valis,  convertirnos a nosotros, los lectores, en seres de ficción al enterarnos de que también este mundo es una falsificación.

Así pues, cuando hablamos de Dick, ¿Dónde comienza la realidad y dónde la ficción? ¿Dónde el delirio y dónde la lucidez? Mirándolo así, quizás sean muy comprensibles las precauciones de Anne R. Dick, pues su intención era huir de la mixtificación de Philip K DicK a toda costa. En esta biografía que hemos reseñado, aparece el hombre tras el mito, pero también sabemos que eso es imposible sin arruinar su intrínseca naturaleza ubicua. Ciertamente, Philip K Dick es a estas alturas un mito literario, y no es arriesgado afirmar que también sea mucho más que eso. Sus ideas han influido en numerosas aspectos de nuestra cultura durante las últimas décadas, porque, entre otros asuntos, vaticinaban la paulatina virtualización y falsificación de lo real. Su obra, tan dada a la contradicción y la ambigüedad, permanece ahí para ser descifrada de muchas maneras posibles. Algunos, como si asumieran ser agentes de la entropía, han querido ver en él un apóstol de la postmodernidad y de la desintegración de cualquier discurso coherente o definitivo, pero también sus ideas puede ser interpretadas en el sentido contrario: como un apasionado llamamiento a la búsqueda de la verdad por encima de tantas falsedades y simulacros. 

Reseña de Antonio Ramírez


(1). Ver aquí:

(2). Es interesante señalar que la joya que mira el Señor Tagomi está inspirada en una pieza real realizada por Anne R. Dick, pues durante la época en que Dick escribía esta novela ella había iniciado, con gran éxito, un negocio de artesanía.


Enlaces de interés:

Lecturas recomendables:
Pablo Capanna. Idios Kosmos. Claves para Entender a Philip K. Dick
Aaron Barlow. Cuánto te asusta el Caos?: Política, Religión y Filosofía en la obra de Philip K. Dick