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miércoles, 5 de junio de 2013

EL PODER DEL PERRO - Don Winslow


Primera edición original en inglés en 2005.
Editado en castellano por Debolsillo.
Traducción de Eduardo G. Murillo
718 páginas.


Sinopsis.

Cuando su compañero aparece muerto con signos de haber sido torturado por la mafia de la droga, el agente de la DEA Art Keller, emprende una feroz venganza. Encadenados a la misma guerra, se encuentran una hermosa prostituta de alto standing; un cura católico confidente de ésta y empeñado en ayudar al pueblo, y Billy «el niño» Callan, un chico taciturno convertido en asesino a sueldo por azar.

Comentario del libro.

Tras leer un libro como éste no puedo evitar pararme a reflexionar sobre la función de la novela en nuestra época (y en definitiva en cualquier otra). Se suele decir, más aun si se trata de un bestseller en toda regla y tal es el caso que nos ocupa, que los libros de ficción están destinados ante todo a entretener, a hacernos más agradable el transcurrir del tiempo libre y en última instancia a evadirnos de la realidad. Y desde luego hay que admitir que El poder del perro entretiene, si con eso nos referimos a que su lectura es absorbente y nos mantiene pegados al sillón, pero de ninguna manera veo que sus páginas sean un modo de evasión, muy al contrario, su lectura puede suponer todo un mazazo de realidad en la cara. Otra cosa es que queramos afrontar la cruda verdad que nos plantea, asumir hasta qué punto este mundo se ha convertido en un infierno para millones de personas por razones absolutamente evitables. No obstante, también está el incontrovertible hecho de que una vez procesemos toda la información que esta novela contiene, basada casi enteramente en hechos reales, no sepamos muy bien qué hacer con ello, salvo sentir asco e indignación.

El narcotráfico y la violencia que éste genera están presentes desde hace mucho tiempo en los medios de comunicación. Todas esas terribles historias e imágenes de matanzas, secuestros, tiroteos, decapitaciones, torturas, ajustes de cuentas, etc., son ya presentadas como algo endémico de países como México o Colombia, prácticamente como parte del folklore y el paisaje natural. Quizás por ello, uno de los peligros que podía correr esta novela fuera el de quedarse como una mera ilustración de la idiosincrasia que rodea el tema del narcotráfico en América Latina y que desde el exterior se percibe como algo verdaderamente peculiar y exótico, con su particular estética, su propio género musical, sus extravagantes mitos y leyendas en torno a la figura del forajido, todo lo cual ha terminado por encontrar su hueco en la cultura popular e inevitablemente (todo es vendible) en la industria del entretenimiento. No obstante, Winslow logra transcender la dinámica que caracteriza casi toda la literatura sobre el tema, construyendo una ambiciosa y documentada trama donde la violencia del narcotráfico deja de ser un fin en sí mismo (por muy presente que esté en cada una de sus páginas) para revelarse como la nefasta consecuencia de una estrategia tenebrosa e inmoral orquestada desde algunos despachos del poder. Así pues, El poder del perro no es tanto la historia de la guerra contra el narcotráfico como la de las razones que ésta esconde. Todo esto no quita que Winslow haya perpetrado una novela llena de los tópicos que se suelen exigir al género criminal: la odisea del pandillero que asciende en la escala del crimen organizado; el agente de la ley que arruina su vida con la obsesión por un caso; la prostituta hermosa, inteligente y pertinaz que aporta erotismo a la historia, etc.; pero todos estos elementos, en principio tan previsibles, están puestos al servicio de una voluntad de denuncia que sorprendentemente nunca termina por quedar sepultada bajo la violencia explícita, las vertiginosas escenas de acción, los diálogos llenos de clichés y todos los recursos propios de la literatura más comercial.

A estas alturas casi nadie ignora que el crimen organizado no es más que la extrema radicalización del espíritu del libre mercado: el beneficio a toda costa, el dinero rápido y en grandes cantidades, aunque eso signifique el asesinato, el secuestro, la extorsión, la explotación sexual, la corrupción de los poderes del estado, etc. conductas que no son más que la aplicación de la doctrina de liberalismo llevándola hasta sus últimas consecuencias: hacer dinero sin control alguno de la sociedad. Por ello no es de extrañar que Estados Unidos, paladín máximo del capitalismo, se haya servido en tantas ocasiones de organizaciones delictivas para llevar a cabo sus planes de acabar con toda disidencia anti-capitalista. Consecuencia de ello fue, por ejemplo, la interpenetración de grupos fascistas y mafiosos (en eso que se vino a llamar Operación Gladio) para la represión de la izquierda radical europea tras la segunda guerra mundial, muy especialmente en Italia. Es este tipo de alianza entre el crimen organizado y la ideología de extrema derecha lo que Winslow nos narra en El poder del perro, una temible coalición que en el caso de América Latina tuvo resultados devastadores en su desarrollo cultural, social y económico. En su afán por mantener su hegemonía política y defender sus intereses económicos en la zona (en forma de yacimientos de petroleo, minerales o acuíferos, explotaciones agrícolas y ganaderas, etc.), los poderes fácticos de Estados Unidos (a veces con conocimiento directo del congreso) han estado detrás de cada golpe de estado, de cada dictadura, de cada acción encaminada a erradicar los movimientos sociales que inevitablemente han surgido en un contexto de aguda y continua injustica social. A través de los servicios secretos no han dudado en entrenar y financiar multitud de grupos paramilitares destinados al asesinato de militantes sindicales o indigenistas, pero también de intelectuales críticos, homosexuales, personas sin hogar y en definitiva de cualquiera que les viniera en gana, lo cual se ha traducido en infinidad de muertos y desaparecidos durante décadas (algo que por desgracia no ha terminado aún).

 
Por supuesto, Estados Unidos ha desmentido a lo largo del tiempo su implicación en estos hechos, y de hecho ha ofrecido coartadas que justifiquen su presencia (oficial o clandestina) en muchos países conflictivos. La guerra que Nixon declaró a las drogass a comienzos de los 70, y cuya inmediato corolario fue la creación de la DEA (Drug Enforcement Administration), no fue más que una excusa para atacar a sus enemigos dentro y fuera de las fronteras yanquis. En territorio norteamericano significó sobretodo la represión, con la excusa de registros y detención por posesión o tráfico, del movimiento masivo contra la guerra de Vietnam o de la multitud de colectivos (feministas, afroamericanos, marxistas, anarquistas, etc) que por aquella época se declararon en guerra contra el gobierno. Internacionalmente supuso colocar oficinas de la DEA (en realidad cuarteles generales para operaciones encubiertas) en multitud de países y la imposición mediante coerciones de una política anti-drogas extremadamente restrictiva que en teoría pretendía erradicar el problema en su origen, directamente en las plantaciones de coca, amapolas o en los laboratorios químicos de donde procedían las drogas que circulaban por las calles de Norteamérica, todo ello mediante la ayuda económica y logística a los gobiernos que lo precisaran. En realidad era la excusa perfecta para introducir armas, dinero y personal (propio o mercenario) en territorios siempre a un paso de la sublevación. No importa que para ello tuvieran que aliarse secretamente (ya fuera para facilitar operaciones militares, ya fuera como forma de obtener financiación ilegal) con aquellos que supuestamente eran el objetivo de esa guerra iniciada por Nixon: los carteles de la droga que operan a lo largo del planeta. Lo irónico fue que, pese a las enormes inversiones de dinero destinadas a su erradicación, con el tiempo se pudo comprobar que el tráfico y consumo de drogas había conocido una expansión sin precedentes, algo que el gobierno yanqui no podía explicar fácilmente a la opinión pública.

Y es esa la paradoja que Don Winslow explora en su libro, el por qué un problema como éste ha terminado por ramificarse en un cáncer social y económico que no parece tener solución, al menos mientras se mantenga una posición de intransigencia respecto al consumo y venta de drogas y, por supuesto, mientras siga siendo un pretexto para la velada lucha por el mantenimiento de un estatus quo político que a estas alturas comienza a revelarse como insostenible. Así pues, el autor une eficazmente, mediante el hilo conductor del narcotráfico mexicano, una serie de cuestiones que van desde la corrupción gubernamental y los asesinatos a candidatos presidenciales, las guerrillas de las FARC, la implicación de la Iglesia Católica (especialmente en lo que se refiere al asesinato del sacerdote Juan Jesús Posadas, el cual aparece con otro nombre en la novela), la teología de la liberación, el Opus Dei, los roces entre la DEA y la CIA, etc., todo ello, como ya hemos visto, en el contexto de la serie de operaciones criminales que los servicios secretos yanquis han llevado a cabo impunemente durante décadas en América Latina. 

En suma, una novela que seguramente no va a pasar a la historia de la literatura, pero que personalmente encuentro más que interesante para conocer el grave problema en el que vive envuelto el Mexico de nuestros días.


Reseña de Antonio Ramírez

jueves, 31 de enero de 2013

HOMICIDIO. (UN AÑO EN LAS CALLES DE LA MUERTE) - David Simon


Primera edición en inglés en 1991 por Houghton Mifflin.
Editada en castellano por Principal de los libros en 2010.

699 páginas.

Sinopsis. 

David Simon convive durante un año, 1988, con los detectives de la unidad de homicidios de Baltimore. Fruto de sus impresiones, de su aprendizaje sin trabas de los métodos policiales, surge esta visión descarnada y naturalista de la figura clásica del detective norteamericano. 

Comentario del libro. 

Homicido, responde al firme propósito de ser una elaborada crónica periodística de la violencia implícita en el estilo de vida norteamericano. Y no nos encontramos ante el típico devaneo de periodista progre con ínfulas de Norman Mailer. Su propósito crítico es absolutamente coherente e intachable tanto en su concepción como en su forma. Y así lo atestigua el paso del tiempo. No sólo porque esta denuncia siga teniendo vigencia. Ante todo nos encontramos con la primera piedra de un vasto proyecto multidisciplinar (que va de la mera crónica al medio televisivo) que ha tratado de ofrecer todos los puntos de vista (igualmente válidos) de esta degradación y que en su búsqueda constante de la verdad (o de una simple explicación) ha llegado a transcender fronteras: las del mero escenario, Baltimore; la del grupo objeto de estudio y observación, el cuerpo de homicidios de la misma ciudad; y la más importante, la existente entre realidad y ficción.

Tan arduo proceso de aprendizaje nace como una imperiosa necesidad. En 1987 la carrera de David Simon básicamente giraba en torno a la sección de sucesos del Baltimore Sun. Pero problemas con unos nuevos dueños que abogan más por recortes sindicales que por el interés editorial y el hastío de un trabajo hecho mecánico y repetitivo (sorprendentemente en una de las ciudades con mayor índice de asesinatos), le llevan a tomar una determinación radical: solicitar un año de excedencia y, al mismo tiempo, su ingreso como observador civil (“policía becario” era el título oficial) dentro del cuerpo de homicidios de la policía de la capital de Maryland. Algo bastante inusual como relata el mismo autor: “Hasta el día de hoy, aún no sé por qué tomé esa decisión (1). El capitán responsable de la unidad de homicidios se oponía a la idea, y también el comisionado adjunto, el número dos del departamento. Y una breve encuesta entre los inspectores reveló rápidamente que pensaban que era una idea horrible dejar que un periodista husmeara en la unidad. Para mi inmensa suerte, un departamento de policía es una organización paramilitar con una rígida cadena de mando. No es, de ninguna manera, una democracia”. Únicamente debía cumplir con unas sencillas reglas: Simon acompañaría a los distintos equipos de detectives (2) para recabar información de primera mano, si bien, no podría hacer uso de la misma de cara al periódico. Sólo con destino a un libro que, en forma de manuscrito, debía ser revisado por la división jurídica, simplemente para asegurarse de que no se revelaran datos esenciales en los casos pendientes de juicio. 

Y el material resultante sería polémico o, como mínimo, revelador. Simon de “un mueble más de la unidad” durante sus primeros días, pasa a convertirse en un elemento recurrente. Un observador silencioso pero preciso y consciente que registra, procesa, trata de descifrar la complejidad de un universo caótico. Una mirada que obviamente, tras un año de contacto directo y camaradería, no puede ser objetiva: “y compartí con los inspectores un año entero de comida rápida, discusiones de bar y humor de comisaría: incluso para un observador entrenado resultó difícil mantener la distancia”; pero sí, desmitificadora: “no estaba frente a asesinatos que cambiaran el curso de la actualidad política. Ni tampoco eran carne de obras teatrales perfectamente montadas que rezumaran moralidad. En verano, cuando el número de víctimas subió tanto como la temperatura de Baltimore, comprendí que estaba en realidad en una fábrica. Era investigación criminal en cadena, un sector en creciente expansión para el cinturón industrial de una América que había dejado de fabricarlo prácticamente todo, excepto corazones destrozados”.

Investigar un crimen tiene horarios, turnos. Lo demás, horas extras. Hay que llegar a fin de mes. Nada de policías obsesionados que hacen el caso suyo. Se habla constantemente de “trabajo policial”, y este tiene un método concreto, ajeno a esos golpes de intuición maestra propios de la figura literaria y, sobre todo, televisiva del agente de la ley. No hablamos de casos fuera de lo común; hablamos de gente con problemas graves de conducta fruto del tráfico y consumo de drogas o de simples espíritus desesperados por un afán desmedido de supervivencia para salir del hoyo, del abismo... Hablamos de gente de la calle, mundana, a quienes Simon no juzga. Entiende que cualquiera podría haber caído en su abismo personal. Sólo una decisión errónea puede ser suficiente. No son criminales fríos y calculadores con una innata capacidad para hacer el mal. Tienen problemas y son problemáticos. Sus razones para hacer el mal nos pueden parecer ridículas e injustificables, del estilo me debían unos cuantos dólares, unos viales o era una zorra que me faltaba al respeto. Pero son auténticas, ciertas, lo que las hace terribles. No son fruto de un guión costumbrista. Responden a ese lado oscuro y deshumanizado de nuestra personalidad que todos poseemos. ¿Quién puede estar libre de pecado? 


Tampoco brillan por su inteligencia maquiavélica: las escenas del crimen dejan pistas (huellas, sangre, restos corporales…) imperceptibles para el asesino con prisas por huir pero evidentes para el ojo avezado, entrenado, inmerso en la rutina de la búsqueda del culpable. Gran parte de ellas. Otras, son simples actos de brutalidad (un tiroteo y su huida posterior) o sobre los que se guarda consciente silencio (los testigos se esfuman por miedo a represalias, la mayoría de los casos, o porque no es su problema, simple y llanamente). En estos casos, brota el mayor miedo del avezado inspector de homicidios, su terror oculto cada vez que descuelga el teléfono de la oficina: el del caso imposible de resolver. La bola roja. Y es preocupante cuando lo importante para cada brigada que conforma la unidad, y así se recalca una y otra vez, son sus estadísticas. El desinterés por el sufrimiento ajeno es llevado al extremo. Las víctimas son meros números de expedientes expuestos en una pizarra (¡cuántas veces no la hemos visto en The Wire!). Y todo es mecánico. Repetitivo. Únicamente se lucha (mejor dicho, se compite) por evitar esas bolas que hagan bajar tu media de asesinatos resueltos en una ciudad asediada por la pobreza y la corrupción. Eso es lo que importa. La burocracia se instaura en la muerte y ésta entiende y exige números pulcros.

Aun así, Simon relata las vivencias de dos casos fundamentales que rompen esta dinámica. Casos que hacen bueno aquello de la realidad supera a la ficción. Casos de maldad pura, sin destilar, que conmocionaron a la opinión pública. Casos de cuya resolución hicieron algo personal sus investigadores. Cada uno con distinto desenlace: uno cerrado, el de la “viuda negra” Geraldine Parrish, una dulce y religiosa ancianita quien, gracias a su carisma, hizo firmar varios seguros de vida a miembros dispares de su familia y a un sinfín de maridos que parecían esperar obedientes su turno en el matadero, algunos incluso compartiendo piso con ella misma; el otro, por resolver, la violación y posterior asesinato de la niña Latonya Wallace. En ningún momento el inspector encargado, Tom Pellegrini, consigue una pista sólida. Y si únicamente te mueves por una intuición, es normal que tu principal sospechoso (el llamado “pescadero) eluda tus envites con facilidad y te haga dudar hasta de ti mismo. Más allá de si estamos ante el culpable o no (muchos compañeros del inspector creían que estaba errado), los hechos (ese fallido interrogatorio a finales de año que conlleva la puesta en libertad del sospechoso) brindan a Simon el final más acertado para su crónica, agrio, crudo y revelador:  

“[El pescadero] no confesó. Latonya Wallace no sería vengada. Pero para entonces había visto suficiente para aceptar que el final ambiguo y vacío era el correcto. Llamé a John Sterling, mi editor en Nueva york, y le dije que era mejor así”.
 “-Es real- dije-. Es así como funciona el mundo, o como no funciona”. 

Nada escapa a esta tiranía de lo real, ni siquiera los actos más nobles. Si sacrificas tu vida en la persecución de un sospechoso, ten claro que no tendrás más recompensa que unas ligeras palmaditas en la espalda. Si eres un héroe, vale: a esos sólo hay que hacerles un entierro bonito con salvas al aire, y con una pensión mundana a la viuda todos contentos. Pero si eres un herido en acto de servicio, como el agente Gene Cassidy, eres un engorro. Te quedas ciego y además sin sentido del olfato y del gusto. Te jubilan del trabajo. Drama familiar día sí y día no. Y si tus antiguos compañeros organizan un acto de homenaje tendrás a los altos cargos ocupados (distinto era en el hospital, al borde de la vida y de la muerte, y con las cámaras de televisión pendientes; era buena prensa, amén de un acto de lo más humanitario). Y si es detenido tu agresor, aunque sea con pruebas apabullantes, costará el alma y la vida que lo condenen si no tienes que pactar y dar las gracias. Así son, gotas que colman el vaso, los entresijos legales de todo sistema judicial. El laberinto de sin sentidos donde todos, ya sean culpables o inocentes, se pierden sin excepción. 

Incluso un “trabajo policial” bien hecho, puede ser puesto en tela de juicio si las pruebas que lo amparan no son del todo sólidas, o si un abogado hábil consigue hacerlas circunstanciales. Ley de vida: la justicia es del color del billete con el que se mira. Esta es otra de las denuncias claves de la obra. Y aquí hablamos de asesinatos no de crímenes callejeros de poca monta. El sistema se preocupa más de que el procedimiento sea el adecuado que de las personas. Otro caso, borrón y cuenta nueva. 

En este sentido, como un aspecto más del trabajo, hay que obrar con astucia e ingenio para revertir la situación. Para ello hay que obtener la mejor información posible para conseguir el éxito en un juicio. En la ficción se acorrala al presunto culpable, se le apabulla de tal modo que acaba por confesar. En la realidad, la verdad es moldeable, ha de hacerse a fuego lento. El interrogatorio se convierte en un arte de guerra. La técnica se orienta más a la persuasión que al engaño. Conseguir la confesión y tras la lectura típica de sus derechos civiles, convencerles para que renuncien a la presencia de su abogado. Casi nada. Algo que sólo ocurre en contadas ocasiones. Lo habitual en esta cadena (industrial como ya vimos que señalaba Simon) es la comparecencia del abogado, si se tienen pruebas el traslado del sospechoso a una cárcel del condado, la fianza, el juicio, y, en más ocasiones de las que se pueda creer, el trato entre fiscal y abogado defensor antes de la celebración del mismo. El sistema gana, hace girar lentamente todos y cada uno de sus engranajes. Pero, eso sí, su sentido de la justicia parece ahogarse entre tanto papeleo.

Como vemos, Simon describe con detalle a los agentes de la ley y su método de “trabajo” dentro de una sociedad cada vez más deshumanizada donde el ciudadano de a pie no es más que un número estadístico. La maquinaria social elevada por encima del hombre, el carbón (por no decir otra cosa) que alimenta la misma llama que lo consume. ¿Cuál es la solución a esta tesitura? ¿Cómo evitar sumergirse en ese mar de vacío y abandono interior? La respuesta es sencilla: mejor reír que llorar. Un humor negro y ácido inunda las páginas, reflejo manifiesto de la tragicomedia mundana que las asola. En la medida de lo posible todo se toma a mofa. Bromas pesadas a los compañeros en cualquier situación incluida la escena del crimen, anécdotas rocambolescas hasta con las víctimas a punto de expirar, ridiculizar a todos aquellos estamentos que ponen trabas a tu labor… lo que sea para aliviar la tensión de cada instante.

Tragicomedia humana de la que dará debida cuenta a lo largo de casi una década, ampliando paulatinamente su horizonte. Dejamos al margen la versión televisiva de Homicidio. Es demasiado ajena a Simon. El proceso se reinicia a los pocos años con un cambio de visión. Una nueva crónica pero esta vez del lado opuesto, la del drogadicto de a pie. Hablamos de La esquina. Durante otro año, nuestro autor en compañía de Ed Burns (ex investigador de homicidios, donde lo conoce Simon, y ex profesor de matemáticas en un instituto conflictivo; hablamos de alguien polifacético y controvertido que ha tratado de cambiar el sistema desde dentro), seguirán los pasos de la desestructurada familia McCullough y allegados del barrio. Como en el caso anterior, los sentimientos de amistad se unirán al rigor periodístico ofreciendo un relato certero pero plenamente respetuoso con la situación de los hijos del dolor de E.E.U.U. La suma de ambas, constituyen los lados de una misma moneda. Dotan al análisis del autor de un potencial y un rigor que disecciona la decadencia de una sociedad. Dotan de voz y presencia al agente del orden que se ve incapacitado para hacer su trabajo, y, a quien se aleja a posta del mundo en busca de un artificial paraíso interior. Sólo quedaba ofrecer la visión global. 

Esta llegará, como consecuencia directa del éxito de crítica y público de la adaptación televisiva de La esquina, a través de The Wire. A lo largo de cinco espléndidas temporadas termina la exploración de la realidad de Baltimore. Ahora, ya habiendo sido presentados y estudiados en las dos obras anteriores los grupos sociales en conflicto, se nos presenta un campo de análisis naturalista que tratará de mostrar objetivamente la creación y destrucción de una ciudad postindustrial. Una visión escalonada (el tráfico de drogas, los sindicatos de estibadores, la vida política, la educación y el periodismo sensacionalista) cuyo propósito no será el de dar respuestas fáciles al drama humano, si no el de plantear las preguntas adecuadas que logren renovar nuestras conciencias. 

Reseña de Javier Mora Bordel



[1] Se refiere al comisionado de la policía de Baltimore, Edward J. Tilghman quien fallece antes de la publicación del libro.


[2] Bromea con el hecho de que tuvo que vestirse para el papel: “tuve que cortarme el pelo, comprarme varias americanas, corbatas y pantalones de vestir y quitarme un pendiente con un diamante que me había ayudado poco a granjearme el cariño de los inspectores.

martes, 29 de enero de 2013

EL ÚLTIMO REFUGIO - William R. Burnett

Primera edición en Inglés en 1940.
Editada en castellano por Plaza y Janes en 1992.
Traducción de Rosalía Vazquez.
256 páginas.

Sinopsis.

Roy Earle, un duro y veterano atracador, es indultado de la condena que cumple por sus numerosos delitos. Estar en libertad supone volver a lo que mejor sabe hacer, quizás tenga la oportunidad de dar el golpe que le permita retirarse para siempre.

Comentario del libro.

Es el primer libro de Burnett que leo y ha supuesto para mi una grata sorpresa. Conteniendo todos los ingredientes imprescindibles de la novela negra, incluso todos los tópicos si quiere verse así, éstos están ordenados de una manera que hace que resulte muy original. Quizás su baza principal recaiga en la delicada construcción del personaje principal, Roy Earle, un atracador de bancos con fama de duro y peligroso, pero a quien los años de condena le han pasado factura. Pero Burnett no se conforma con ofrecernos un sólido retrato de este personaje, a lo largo de la historia observamos una evolución de su carácter y motivaciones que aporta a la novela una coherencia y vitalidad indiscutibles. La fuerza de este personaje se nutre de la mitología que rodea a ciertos delincuentes americanos relacionados con la Gran Depresión de 1929, verdaderos iconos de la cultura popular norteamericana como pueden ser John Dillinger o Bonny y Clyde. Burnett presenta a Earle como un antiguo integrante de la banda de Dillinger, adquiriendo su figura un aura que no hubiera conseguido siendo un delincuente más anónimo. 

La quiebra del sistema financiero (en circunstancias muy similares a las de hoy en día) en el 29, principal causa del desempleo generalizado y la ruina para millones de pequeños ahorradores norteamericanos, sumado a algunas políticas gubernamentales sumamente restrictivas, como la llamada "Ley seca", produjo un considerable aumento de la delincuencia organizada de finales de los años 20 y comienzos de los 30 del siglo pasado. Entre la variada fauna que se movía fuera de los márgenes de la ley podían encontrarse gansters que aglutinaban un inmenso poder en ciudades o zonas concretas, como es el caso de Al Capone en Chicago, pero en el otro extremo estaban las bandas de atracadores que actuaban de forma nómada e imprevisible. Estos forajidos, teniendo como objetivo a los banqueros que estaban llevando a la miseria a tantas personas, terminaron por ser vistos por un amplio sector de la población norteamericana como justicieros sociales antes que como meros delincuentes. Burnett hace que nuestro protagonista se revista de todos los elementos, reales o no, que popularmente definieron a ese tipo de atracadores: duros, violentos, pero dotados con una incuestionable clase que los diferenciaba de los simples matones de la bandas de gansters. Esto también permite al autor retratar un proceso de decadencia en la "honorablidad" del oficio, ya que Roy Earle representa una época ya desaparecida de la delincuencia profesional, un punto y aparte. Todavía revestido de una capa de dureza y peligrosidad Earle se ha convertido en un ser solitario y secretamente vulnerable, impregnado de una infinita nostalgia por un tiempo que nunca volverá. Su mente regresa no ya solo a su juventud, sino a su infancia en la pequeña ciudad donde se crió.

Este contexto con connotaciones sociales es aprovechado por Burnett para poner en boca de sus personajes algún que otro discurso que tuvo que ser considerado bastante radical en el momento de publicarse la novela (1940). Como por ejemplo:

"Un banquero estafador, un juez corrupto, polis rastreando la comunidad para poder sacar tajada, un alto funcionario vendiendo cargos..., cosas como esas. ¿Por qué lo aguanta la gente? En este país, unos cuantos tipos tienen toda la pasta. Millones de personas no tienen bastante para comer, y no porque no haya comida, sino porque no tienen dinero. Algún otro lo tiene todo. Okey. ¿Porque no se unen esas gentes que no tienen pasta y la toman?. Esta en el bote. Un banco parece algo muy difícil. ¿No? Okey. Dame un arma y un par de tipos y asaltaré el banco más grande de Estados Unidos. Y no soy más que un hombre. ¿Qué no podrían hacer diez millones?"


Aun así la parte política del libro es algo que se desprende naturalmente del contexto, no es ni mucho menos la principal intención del libro. Cuenta Javier Coma en la introducción a la novela que Burnett nunca mostró a lo largo de su carrera una postura ideológica  enteramente definida. Aunque explícitamente antiderechista, durante la llamada caza de brujas de Hollywood no apoyó a los acusados de ser comunistas, algunos de ellos compañeros de trabajo. Así pues, no puede decirse que El último refugio sea un libro de denuncia política, más bien se trata de un lírico (y fatalista) canto a los forajidos que podría emparentarse al western crepuscular, con sus conflictos, con sus extinciones, pero también con surgimientos de valores y modos culturales nuevos, para bien y para mal. Este aire de western ha posibilitado que entre sus varias adaptaciones cinematográficas se encuentre alguna adscrita a este género, contando de hecho con la colaboración del propio Burnett al guión. (Para más información sobre estas adaptaciones y otras colaboraciones del autor en Hollywood remito nuevamente a Javier Coma y el muy completo apéndice que viene en esta edición de Plaza y Janés).

Otro elemento crucial para la eficacia de esta novela lo encontramos en los personajes femeninos. En la vida de Roy fuera de la prisión se cruzan dos mujeres contrapuestas. Una representa la inocencia y sencillez de sus raíces, su idealizado pasado en la América rural; la otra supone un doloroso recordatorio de su verdadera vida al margen de la ley, la supervivencia y el constante peligro. Esto permite al autor deconstruir algunos tópicos básicos de la novela negra, como el de la mujer fatal, logrando un notable personaje femenino como Marie, la joven prostituta antítesis de Velma, la dulce pueblerina. También, todo hay que decirlo, esta parte del libro hace que la trama casi bordeé en algunos momentos los derroteros del melodrama, aunque Burnett logra que estos instantes más azucarados tengan su sentido y aporten al personaje un motor en su evolución a lo largo de la trama.

Respecto a la estructura y ritmo de este libro, decir que está más o menos dividido en dos partes bien diferenciadas, un inicio preparatorio, donde los personajes son desgranados con parsimonia y una segunda mitad llena de mucho movimiento y acción, con una ágil narrativa que calificaría como muy visual (se nota que Burnett trabajaba como guionista para el cine) y sobretodo una magnífica resolución de la trama. En suma, la intensidad de sus protagonistas (incluido un perro), las descripciones del desierto y el paisaje californiano y el contundente retrato de una época muy concreta de la América más turbulenta, son ingredientes más que suficientes para dotar a este libro de gran interés.

Si te gusta la novela negra no dudes en probar con El último refugio

Reseña de Antonio Ramírez

lunes, 7 de enero de 2013

UNA MUJER ENDEMONIADA - Jim Thompson

Primera edición en inglés en 1954.
Editada en castellano por RBA.
Traducción de Antonio Padilla.
210 páginas.

Sinopsis.
  
En el camino de Dillon, un perdedor nato, se cruza una muchacha que está siendo obligada a prostituirse. Ayudarla a escapar puede significar encontrar el amor de su vida y quizás tener el dinero que siempre ha soñado. Pero las cosas nunca son como uno se espera. 

Comentario del libro. 

Me gusta ver a Jim Thompson como el Philip K. Dick de la serie negra. Ambos escritores comparten ciertas circunstancias muy parecidas. Por poner unos ejemplos: En la actualidad son bastante populares por haber sido muy adaptados (con mayor o menor fortuna) por la industria del cine, sin embargo apenas conocieron las mieles del éxito estando vivos. Los dos son considerados poco menos que autores malditos, ya sea por las tribulaciones de sus vidas, ya sea por las peculiaridades de su literatura. Condenados a un género popular, ambos tuvieron que ganarse el pan escribiendo a contrarreloj multitud de novelas baratas de bolsillo. Los aficionados y críticos franceses, siempre tan avispados, no dudaron en catapultar sus libros a la categoría de culto, después, ya a un nivel internacional, la fama de ambos autores iría creciendo hasta la cima del mundillo intelectual, siendo con el tiempo objeto de multitud de concienzudos estudios y tesis universitarias. Y aun hay algunas similitudes más, como el hecho de siempre hay cosas interesantes que aprovechar en sus novelas, incluso en las consideradas menores. 

Y esto último es lo que ocurre con Una mujer endemoniada. Puede que sea una injusticia calificar esta novela como menor, pero sin duda no alcanza las excelencias de algunas de las mejores obras de Thompson, como pueden ser Los timadores o El asesino dentro de mí. En todo caso, aun siendo una novela con altibajos, lo cierto es que se disfruta enormemente y cuenta con muchas de las características que hacen de Thompson un escritor tan especial. Los diálogos son afilados, los personajes son arquetipos de la América más dura y lúgubre, la trama mantiene eficazmente la atención del lector. No obstante, creo que es una increíble exageración calificarla como “el Crimen y castigo de la literatura americana” tal y como RBA ha hecho en la contracubierta de la más reciente redición. Se trata de un interesante libro, pero ni de lejos llega a ser un artefacto literario de las dimensiones del clásico ruso, ni creo que Thompson pretendiera tal cosa. 

La novela negra nació como un género eminentemente popular y especialmente en Estados Unidos fue muy proclive a caer en lo políticamente incorrecto. Pronto quedó claro que gran parte de los autores norteamericanos adscritos al género no escribían tanto sobre los defensores de la ley y el orden como de las circunstancias sociales o existenciales que llevan a ciertas personas a cruzar la línea que los aparta de la legalidad. La preocupación de autores como James M. Cain, Raymond Chandler o Dashiel Hammett o del propio Jim Thompson era retratar individuos atrapados por las circunstancias que les ha llevado al crimen, ya sea a causa de la pobreza, la avaricia, la pasión, la venganza y tantos motivos más que no sirven para explicar ni para justificar sus acciones, pero tampoco para condenarlos a priori ni de forma absoluta. Así, la línea entre el bien y el mal, entre justicia y crimen, no es trazada en esta literatura tan claramente como podría esperarse, son tramas llenas de equívocos y vuelcos narrativos donde los “buenos” y “malos” no son categorías morales incuestionables. 

Se suele hablar de la amoralidad de los personajes de Thompson, y ciertamente entre sus creaciones abundan los individuos faltos de sentimientos o compasión para con sus víctimas, hasta un punto que uno termina por pensar que casi todos están afectados por algún tipo de psicosis que les impide actuar con normalidad. Tan acostumbrados a que los héroes sean los que representan al bien y la moralidad que encontrarnos con semejantes diablos puede resultar muy fuerte. Está claro que hoy en día estamos más acostumbrados a ello, la ficción contemporánea mantiene un lugar privilegiado para infinidad de héroes cínicos, oportunistas y violentos, pero en su momento (la novela que reseñamos es de 1954) no era algo muy común todavía y el efecto tuvo que ser muy intenso. 

 Y sin embargo, por muy amorales, crueles y desalmados que puedan resultar los personajes de Jim Thompson todos suelen enfrentarse a unas circunstancias que los hacen si no simpáticos al menos si propensos de ser identificables para cierta parte de los lectores. En el caso de Una mujer endemoniada, sería interesante hacer un pequeño retrato de su personaje principal: Dillon. Hijo de un matrimonio pobre, debe trabajar desde muy joven para salir adelante. Sin embargo, tras deambular por medio país pasando de trabajo en trabajo, engañado y explotado sin excepción, Dillon es un envejecido joven de 30 años que ya se da por vencido, a sabiendas de que los placeres, la prosperidad y la seguridad material siempre estarán en manos de los mismos. Toda su frustración la proyecta sobre las mujeres, o como el las llama, “esas pelanduscas”, hasta un punto en que su misoginia le hace perder la percepción de la realidad, perdiéndose en monólogos interiores llenos de amargura y odio hacia las mujeres y hacia si mismo. 


Éste es el protagonista del libro, un simple y llano detritus de la sociedad capitalista de posguerra. Un ser atormentado y echado a perder por la miseria de una sociedad depredadora que a su vez decide convertirse en depredador. Y sin embargo, pese a que nos horroricen sus acciones, Thompson consigue que nos identifiquemos con la condición de este perdedor nato. Por ejemplo, su ácida descripción del mundo laboral en el que se ve envuelto es de una fuerza incuestionable, algo que hace que cualquier lector con un mínimo de sensibilidad termine por ponerse hasta cierto punto de su lado. Por señalar un par de ejemplos:

    “¿Alguna vez os habéis parado a pensar en el trabajo? ¿En los empleos que la gente pilla, quiero decir? Igual ves a un fulano que es peluquero de perros, o a otro que está junto a la cuneta, armado con una pala y apilando estiércol de caballo. Y en ese momento te preguntas: ¿Cómo es que el muy infeliz se dedica a algo así? Y el hecho es que el fulano tiene pinta de ser bastante listo, tan listo como todo el mundo, más o menos. ¿Cómo carajo puede ganarse la vida haciendo esas cosas?”

    “Así que un día llegas a esta ciudad y ves este anuncio. Se busca vendedor puerta a puerta y cobrador de letras. Buenas ganancias para la persona trabajadora. Y te dices que quizás esta vez sí. El empleo parece estar bien; la ciudad tiene pinta de estar bien. Así que pillas el trabajo y te quedas a vivir aquí. Y por supuesto, ni el uno ni la otra están bien, son lo mismo que todo lo anterior. El empleo es un asco. Tu mismo das asco. Y no hay una puñetera cosa que puedas hacer al respecto.”

 

Como vemos, Thompson suele dar la vuelta en sus libros al mito del sueño americano, supuestamente una sociedad que premia los esfuerzos de quien trabaja duro y cumple las reglas impuestas de los que están arriba. La imagen idílica de Estados Unidos, el país de las oportunidades, se convierte poco menos que en un infierno lleno de policías racistas y corruptos, políticos oportunistas y sin escrúpulos, y por debajo todo eso un submundo de personas agobiadas por la necesidad de dinero y sumergidas en el alcohol, que son mezquinas, enfermizas o directamente despiadadas. Un buen ejemplo son los encargados de empresas o comercios que desfilan por sus historias, gente ladrona e incompetente que aprovecha la menor oportunidad para engañar y robar a sus empleados.

Esta forma de despreciar constantemente a la autoridad, ya sea política, policial o laboral, ha provocado que Thompson tenga fama de izquierdoso. Aunque casi nunca plasme planteamientos explícitamente políticos en sus historias, con un discurso teórico claro o reconocible ideológicamente, lo cierto es que su sensibilidad social es patente, pero siempre expresada desde una perspectiva tremendista que diluye la política en un coctel de situaciones muy pasadas de rosca, que más que por la denuncia apuntan por un tono trágico. Los héroes de Thompson son los perdedores de todas las clases sociales, los antes satisfechos emprendedores ahora caídos en desgracia, la clase trabajadora sin futuro y agobiada por los abusos del poder. En sus libros la vida no es un infierno por que sí, lo es a causa de las decisiones y acciones concretas de ciertos poderes, de ciertas instituciones, de ciertos individuos. Sus personajes intuyen que más allá de sus agobios y desgracias la vida podría ser mejor. Para cambiarlo no optan por actuar racionalmente, esa es una opción impensable (por ejemplo la acción política), sus crímenes y atrocidades irracionales suelen ser el último y vano esfuerzo por llegar a esa vida soñada. 

No obstante, aparte de ese contexto general, pienso que el tema principal de Una mujer endemoniada, como ya avisa el propio título de la novela, es la relación de su protagonista con las mujeres. Esto es algo muy corriente en los libros de Jim Thompson y de hecho en gran parte de la novela de serie negra clásica. La mujer como motivo de perdición, pero en el caso de Thompson también la mujer como objeto de deseo que termina por desvelar las debilidades y miedos de los hombres. Personajes masculinos impotentes sexualmente, o repletos de deseos incestuosos, siempre obsesionados con algún oscuro secreto relacionado con alguna mujer, tendentes al sadismo, todos ellos viven y mueren a causa de las mujeres, por falta o por exceso de su amor. 

Pero yo no diría que la misoginia de los personajes de Thompson sea la misoginia del propio autor, o al menos no de una forma tan simple. En sus libros queda patente que la aberrante relación entre sus personajes masculinos y femeninos, siempre condicionados por la miseria, el alcoholismo o las drogas, los prejuicios y tantos desastres más, es parte inseparable de una sociedad enferma y autodestructiva. Si bien sus personajes masculinos son perdedores y poco más que carnaza del sistema, sus personajes femeninos suelen estar aun más debajo de ese nivel. Suelen ser las víctimas de las víctimas. En Una mujer endemoniada Thompson expresa a la perfección, de una forma muy cruda, esta posición de inferioridad y sometimiento de la mujer americana de clase trabajadora allá por los años 50.

En fin, como decíamos en un comienzo esta novela no es redonda, es justo señalar sus fallos. Hay debilidades argumentales evidentes, algunas de las reacciones de sus personajes son muy poco creíbles, incluso diría que la trama es demasiado previsible en algunos momentos. Pero aun así, nada de esto enturbia demasiado el balance general del libro. Merece ser leído por muchas razones, aunque sea nada más que por ese final aterrador, casi diría que de tragedia griega, que sin duda es de los que quedan grabados en la memoria por mucho tiempo.

Reseña de Antonio Ramírez.