lunes, 23 de marzo de 2020

EL COLAPSO DE LONDRES - China Miéville


Ediciones el trasbordador, Málaga, 2020.
Traducción, introducción y notas de Carlos Pranger.

El Colapso de Londres es un texto breve de China Miéville publicado originalmente en The New York Times Magazine en el año 2012. La edición en español está realizada por Ediciones el Trasbordador, con una buena traducción y con una gran calidad en la reproducción de las imágenes que acompañan al ensayo, obra del propio Miéville. Por poner una pega, diría que se ha incluido una innecesaria cantidad de anotaciones a pie de página.

 A pesar de que la mayor parte de las personas se acercarán a este libro a partir del conocimiento de las novelas de Miéville, el texto es asequible e interesante para cualquier lector. La escritura se desenvuelve entre el ensayo y el artículo periodístico como un paseo poético y político que va recorriendo las calles y los problemas fundamentales del Londres posterior a los disturbios de Tottenham en 2011 y candidato a acoger los Juegos Olímpicos. En algunos momentos se acerca a la investigación psicogeográfica, aunque Miéville se desmarca claramente de esta posibilidad entendiéndola como “una etiqueta perezosa para el turismo de moda interesado en la decadencia”, tal y como comenta una de las activistas sociales entrevistadas. Quizás el término psicogeografía esté un tanto manido, pero sigue recogiendo esa voluntad de redescubrir la ciudad a escala humana analizando los elementos que configuran y condicionan nuestra vida compartida y cotidiana. Algo que en estos momentos de confinamiento por el coronavirus contemplamos con auténtica nostalgia. Es posible que Miéville tuviera en mente un dejarse llevar por la ciudad que resultara más cercano a la experiencia de la deriva, pero en el libro no hay ninguna clase de azar que dirija sus pasos. Su deambular está claramente estructurado para ir desde el recuerdo de sus juegos infantiles hasta la denuncia del control y vigilancia policiales que merman la vida colectiva de la ciudad. Aun así, Miéville consigue arañar la superficie de ese Londres tomado por el tráfico y la publicidad para llegar a la cultura underground y los movimientos sociales más o menos radicales. Se trata de un caminar bien medido, controlado, realizado con la intención de rescatar esa ciudad oculta tras la impostura capitalista, tal y como el autor plantea en muchas de sus novelas.

De hecho, el lector que conozca su obra podrá atisbar en algunos momentos ese amor por la ciudad que le ha permitido a Miéville realizar descripciones exuberantes en las que se plasma la posibilidad de lo maravilloso. Sus personajes siempre se lanzan a la ciudad como si escaparan de un encierro kafkiano, se dedican a reconocer los espacios, sobrevolar los edificios o experimentar la vida social que late en los barrios. Es más, el urbanismo y la ciudad en sí se han convertido en temas centrales de sus escritos desde la trilogía desarrollada en el universo de Bas-Lag y compuesta por La estación de la calle perdido, La cicatriz y El consejo de hierro. En ellas la ciudad pasa de ser un entorno que condiciona el movimiento y la vida de los personajes, a convertirse en una construcción efímera, móvil, en constante transformación guiada por una voluntad colectiva y aventurera. Cuando se lee El consejo de hierro es inevitable que vengan a la mente los textos de la Internacional Situacionista y todas las proclamas de su urbanismo unitario. De hecho, en sus libros posteriores Miéville no ha hecho más que abundar en estas cuestiones hasta llegar a experimentos literarios homenajeando al surrealismo como es el fallido Los últimos días de Nueva París. Y lo cierto es que tras la trilogía de Bas-Lag el barroquismo de sus imágenes se vuelve algo repetitivo, mientras las tramas se estancan en la idea de una ciudad auténtica oculta dentro de la ciudad aparente (teniendo un tirón comercial en la adaptación en serie para la televisión de La ciudad y la ciudad). En cualquier caso, lo atractivo de esas imágenes es que la mayoría de las ciudades de Miéville están hechas de estratos, algunos de los cuales permanecen escondidos mientras sirven de base inconsciente para la vida de la superficie. Hay espacios consumidos por la herrumbre, construcciones que se solapan salvajemente, callejones poéticos donde se proyectan sombras misteriosas, espacios abandonados en los que poder esconderse, terrazas donde el sol cae a plomo, ruidos que hacen vibrar las calles, una naturaleza mutante que va trepando por los muros de los edificios, doppelgängers cuyas vidas se reflejan distorsionadas, corrientes políticas subterráneas que eclosionan como movimientos revolucionarios, guerrillas que se emancipan creando espacios autónomos, …

En esta ocasión, lo específicamente poético de El colapso de Londres es su capacidad para evocar la belleza que emerge de una ciudad que se siente “a las puertas de algo”. Miéville escribe en un momento en que las rebeliones se iban sucediendo en cadena por todo el mundo y cuando parecía que Occupy London podía resurgir tras su desalojo de la catedral de San Pablo. Y así, en el inicio del texto, se refiere a las corrientes políticas insurreccionales que se movilizaron en Grecia como si la ferocidad de sus protestas pudiera prender en cualquier lugar que padeciese la crueldad del capitalismo especulativo. Mientras camina, Miéville encuentra un cartel cerca de la catedral de San Pablo que recogía una de las consignas más repetidas “dejad que los bancos caigan” y lo contempla esperando que algo suceda. Lo cierto es que desde hace años hemos estado instalados en ese momento que bordea la excepcionalidad, estancados en una crisis que ni rompía en el caos, ni se resolvía en torno a un ideal utópico. Del mismo modo, en el Londres retratado por Miéville parece que se anhela un acontecimiento capaz de hacer vibrar el mundo, un revulsivo que se interpusiera ante el lento desmoronamiento de un sistema que no funciona.


En el texto de Miéville la descomposición de Londres es palpable aunque su discurso no llega a caer en la desesperanza. En el imaginario emancipador, una ciudad que sucumbe suele ser un espacio en decadencia que es devorado por las malas hierbas que crecen entre los adoquines, por la vida salvaje que surge desde los terrenos baldíos, por los árboles que levantan las acercas, los zorros que rebuscan en la basura y las cotorras que se adueñan de los cielos. Mientras esperamos que esto suceda, la publicidad, las luces y el urbanismo homogeneizador van borrando la identidad de las ciudades y los barrios se van volviendo indistinguibles (salvo por aquellas zonas marginales, ya sean privilegiadas o abandonadas). Miéville constata la resistencia de algunas calles a la “entropía comercial” donde aún se tiende a cierto exceso kitsch en la exhibición de las mercancías. Más vale eso que el vacío angustioso de los escaparates de las tiendas de móviles. Esa tendencia al desbordamiento de cosas y personas que se da en las grandes ciudades acaba por resultar inquietante al poder que trata de encauzarlo con sus “enormes estructuras neuróticamente planificadas”. Sin embargo, Miéville constata como a pesar del esfuerzo constante por controlar y contener a la ciudad, ésta sigue creciendo en los márgenes y lo oculto.

A lo largo del ensayo, Miéville se guarda de regodearse en la estética de la decadencia y elude centrar la mirada en esos no-lugares estériles, abandonados y repletos de basura de la ciudad. Le puede una suerte de dignidad o amor por Londres y sortea la atracción de esa mirada morbosa que se detiene en el “turismo del apocalipsis”. En este sentido, también se cuida mucho de despreciar al vecindario más empobrecido, aquel que es sistemáticamente controlado a través de la vigilancia y las penas de trabajos sociales. Algo que se comprende desde la militancia política del propio Miéville y la lección que ha supuesto el discurso de Owen Jones, presente en el libro, sobre el desprecio del lumpen por parte de la clase política de toda ideología.

Hay que recordar que Tottenham se convirtió en un polvorín que aún pervive bajo la fachada de la convivencia londinense y en una muestra más de la impotencia del estado represivo. Como suele suceder en mayoría de las protestas de este tipo (desde los banlieue franceses a los charmil de Marruecos) el detonante y el resultado es el mismo: un “resentimiento hacia la policía y un profundo sentimiento de injusticia”. La violencia de estos movimientos es un impulso de resistencia al poder que surge desde las profundidades de la rabia, pero que carece de un discurso político, por lo que acaba rápidamente reabsorbido por el sistema. Los partidos políticos de izquierda han ido abandonando el trabajo de militancia en estos barrios y tan sólo los servicios sociales y las ONGs son capaces de acercarse a esos jóvenes para ofrecerles las migajas avergonzadas de un sistema que les expulsa. En este contexto, no es de extrañar que el nihilismo juvenil cuaje en ataques llenos de ira dirigidos contra aquello que se tiene más a mano: una tienda, un coche, un periodista o un policía.

Además, en estas páginas se puede comprobar el impacto del paso de los años en el propio Miéville cuando sale a la calle en busca de los restos de la cultura rave que tanto le fascinó. Queda claro que echa de menos esa sintonía de los cuerpos bailando durante horas, de la música rítmica enlazando los pasos: “El jungle, profundamente estructurado por los beats, está lleno de estruendos industriales como las llamadas de apareamiento de las viejas fábricas”. Ya no se reconoce en esa música rabiosa de los jóvenes, en ese rapeo acelerado e imposible de bailar que se desencadena en el grime y demás estilos urbanos. Y hay una enorme nostalgia en la descripción de esos jóvenes que castigan a los pasajeros del autobús con su horrible música reproducida en los teléfonos móviles. Quizás peque de alarmismo cuando se señala que “las tonterías cotidianas y la inconsciencia adolescente se tratan como si fueran un colapso social”. En realidad, los jóvenes siempre son mirados con envidia, miedo y asco por los adultos, es una ley no escrita de las sociedades desarrolladas. Aunque es cierto que el control del comportamiento está cercando a los chavales desde la infancia cuando, por ejemplo, son obligados a jugar en los parques bajo la mirada de sus padres.

En cualquier caso, al leer esta pequeña obra es inevitable sentir el impulso de deambular por la ciudad en la que hemos crecido en busca de señales ocultas. Nos dice Miéville que “Londres está plagado de fantasmas”, pero eso sucede en cada territorio en el que se superponen las capas de la historia. En las calles aún se pueden encontrar los rastros de las derrotas y de las oportunidades perdidas. A pesar de que en este preciso momento, desde mi ventana, en una urbanización homogénea e impersonal, lo que se contempla es la imposibilidad de los juegos infantiles, de las aventuras, de las derivas y de la belleza. Quizás, cuando todo esto pase, tengamos la oportunidad de reapropiarnos de la ciudad. Ahora nos queda recordar los paseos que hacíamos por la calle entrada la noche, cuando ya no quedaban turistas y podíamos dejarnos llevar sin prisas y sin rumbo. Entonces los pasos resonaban en los callejones, los juegos de luces artificiales ofrecían perspectivas sorprendentes y la noche parecía preñada de posibilidades. 

Reseña de María Santana

miércoles, 4 de marzo de 2020

PASAR AL ACTO - Bernard Stiegler


Editorial Hiru, 2005 
Traducción Beatriz Morales Bastos.
 
Pasar al acto es un texto breve de Bernard Stiegler que tiene como punto de partida una conferencia pronunciada en 2003 en la que respondía a la pregunta “cómo llega alguien a ser filósofo”. En principio, la cuestión de la utilidad de la filosofía o del por qué aún se filosofa ha dado lugar a tantos textos que uno más no resultaría demasiado seductor. Sobre todo si tenemos en cuenta que la mayor parte de ellos se desarrollan del mismo modo: el pensador trata de justificar su tarea y reivindica la necesidad de continuar con el pensamiento específicamente filosófico. Ninguna otra disciplina se pone en cuestión a sí misma con esa reiteración y ferocidad. De hecho, conforme avanzan estos tiempos sombríos la filosofía se va evidenciando como una dedicación más urgente, aunque también más despreciada. El mundo puede seguir su curso sin el filósofo, mientras éste se angustia ante el fracaso de su misión. En este caso empleamos el término “misión” porque es el que usa el propio Stiegler cuando presenta su labor sumando una connotación religiosa o evangelizadora al acto del pensar, pues se añade cierta fe en que será capaz de alterar el mundo en el que se desenvuelve el lector, de abrirle a la experiencia de la verdad. De este modo, Stiegler nos presenta un pensamiento que arranca de la vivencia cotidiana al modo de la fenomenología para ir acercándonos a una radicalidad intempestiva y, por eso mismo, imprescindible.

Nada más abrir el libro, lo que resulta atrayente es el empleo de un tono directo y sencillo para describir esa transición desde el filósofo en potencia, que somos todos, al filósofo en acto. Stiegler revive pudorosamente la intimidad de su época de encarcelamiento (estuvo preso durante 5 años por atracar un banco), sus lecturas, la relación con sus maestros y la elaboración de un soliloquio que le permitió sobrevivir en ausencia del mundo. Lo sorprendente de este relato es su capacidad para colocarse en parámetros universales a pesar de lo excepcional de su experiencia del encierro. La celda se convierte en el espacio perfecto para recuperar lo extra-ordinario del mundo. Al fin y al cabo, todo filósofo necesita de la soledad y del retiro para que se produzca el monólogo en el que aparezca el “otro-yo”. Stiegler rememora el momento en el que emprende el camino del pensar sin saber exactamente hacia dónde se dirigía y descubriendo “la manera íntima y secreta en que me había convertido en filósofo”. Buscaba al ritmo del rezo, desmenuzaba el recuerdo del mundo estableciendo una relación privada y armoniosa con la verdad, una comunicación con una lengua secreta fundamentada en certezas.

Hay un placer en el trabajo filosófico que surge al abrirse camino entre el sinsentido caótico y el exceso de sentido, en el proceso de desvelamiento del mundo. Es una voluptuosidad, temblor o exaltación que le permite quedar embelesado en ese soliloquio en el que se olvida de sí. Entonces se siente capaz de acercarse al umbral y mirar a través de la rendija por la que se alcanza a ver algo de lo real. Stiegler considera que es imposible que el ser humano no se sienta afectado o removido por esa experiencia deslumbrante. Precisamente hoy resulta imprescindible no dejarse llevar por las prisas, recuperar la calma para permitir que aflore esa curiosidad que pervive en la mente al preguntarse por el lugar en el que habita. 


Porque para Stiegler el paso desde la actitud natural y común a una manera de pensar propiamente filosófica se produce a través de una duda que puede desencadenarse fácilmente. Esto se debe a que el ser humano se encuentra en equilibrio sobre una tensión entre las posibilidades a las que está abierto y la capacidad para llevarlas más allá del medio en el que vive. Habitualmente, la sensación que provoca esta situación es más armónica que conflictiva debido a que estamos imbuidos en un medio que nos rodea hasta el punto de no ser conscientes de su presencia. Según Stiegler, pararse a pensar es cuestionar ese medio y ser capaz de transgredir en parte la ley de la ciudad que se habita, de la comunidad que nos protege y nos permite ser quienes somos. Pasar al acto consistiría no sólo en llevarse a uno mismo más allá de lo que se es ahora, sino abrir el propio mundo en sus posibilidades a través del deseo. Por eso, el filósofo siempre se siente empujado a tratar de salvar la distancia entre el decir y el hacer. La buena vida que el pensador promete tiene que cumplirse en su propia existencia no sólo por una cuestión de “credibilidad” intelectual, sino por esa noción de misión a la que hacíamos referencia al inicio. Se trata de un compromiso ineludible que se ha fraguado en la intimidad del pensamiento.

Evidentemente, el texto de Stiegler se convierte en una impostura en la que se nos muestra su vida en la prisión como si se tratara de un recogimiento existencial en una celda monacal donde se preparaba para la vuelta a la vida como exterioridad. Se va forjando “un otro” en el que no se abandona del todo la forma de ser anterior, sino que se superpone como una capa que recubriera lo real con una cosmovisión nueva. Stiegler emprende la rememoración del mundo realizando un acto de rebeldía, de afirmación, de transgresión y de resistencia no contra la estructura punitiva, de la que nunca habla, sino contra su propia situación para tratar de conseguir elevarse “por encima del elemento”. Ni siquiera se trata de un esfuerzo por evadirse o escaparse más allá de los muros de la cárcel, porque a Stiegler le aterrorizaba realizar un ejercicio nostálgico de reconstrucción expresa de aquello que se le negaba, sino de una separación aún mayor generando una inmanencia absorbente preñada de verdad. La existencia se convierte en una sucesión de vidas, un renacimiento constante al que se asiste con una mezcla de devoción y fascinación. En esa vivencia suspendida o abstraída el discurso secreto se explora hasta rozar lo obsesivo, porque ya no hay nada donde extraviar la mirada, ni alteridad que atraiga la atención.

Según Stiegler, sólo haciendo esa epojé cada persona puede “aprender a cultivar las buenas esperas”. Se crea una disposición del ánimo en la que el sujeto se mantiene a la expectativa, se coloca impaciente mientras invoca al mundo para que éste acontezca. Para conseguir esa existencia plena, cada persona debería ser capaz de buscar esa suerte de estado de buena esperanza. En algunas ocasiones supondrá endurecer el cuerpo preparándolo para el golpe, en otras dejarse llevar maravillados, porque, como nos dice Stiegler, “la extra-ordinariedad del mundo es lo que encuentra quien sabe ir más allá de la insignificancia de las cosas, que ha hecho ordinarias por la no-relación que ha establecido ahí y que así ha olvidado”. Desde esta perspectiva, la filosofía se convierte en un acto poético, un ejercicio de memoria y de re-encantamiento que salva al ser humano de lo absurdo y la angustia.

Reseña de María Santana