viernes, 20 de septiembre de 2013

CHAVS. LA DEMONIZACIÓN DE LA CLASE OBRERA - Owen Jones

Primera edición en inglés 2011
Editado en castellano por Capitán Swing, Madrid, 2013.
Traducción: Íñigo Jáuregui.

 
Presentación:

El libro analiza desde una perspectiva marxista el proceso a través del cual el liberalismo inglés ha tratado de acabar con la lucha de clases destruyendo sistemáticamente a la clase obrera. Se denuncia explícitamente a Margareth Thatcher por llevar a cabo no sólo el proceso de desindustrialización, con la pérdida masiva de empleos que esto supuso, sino del descrédito de la lucha obrera liderada o no por los sindicatos, de la destrucción del sistema integrador de viviendas sociales y de la simple y llana criminalización de los denominados chavs. Estos jóvenes son constantemente acusados de inmorales, promiscuaos, drogadictos y violentos. Para Jones se trata de una nueva forma de odio a la nueva clase social más humilde, la que depende de los trabajos precarios y los subsidios, la que vive en los bloques de viviendas sociales, en definitiva, una escoria que sirve como coartada al elitismo de la clase política y al de aquellos que se consideran falsamente como clase media y que no quieren ser mezclados con los nuevos parias.

Comentario del libro:
 
Owen Jones parte de la investigación de un grupo socialmente señalado y muy mal visto como es el de los chavs, con este término se denomina en Inglaterra a los chavales (en el libro se nos indica que ambas palabras provienen del caló) que se pasan el día dando vueltas por las calles vestidos con sus chándales y sus deportivas de marca, sin estudiar, sin trabajar o con trabajos precarios. Según el libro, estos jóvenes están sirviendo actualmente como espectáculo de exorcismo de los peores miedos de los honrados trabajadores y padres de familia, instrumentalizados por los medios de comunicación que sacan buena tajada con infinidad de programas. Desde la primera página del libro se hace evidente que todo lo comentado en él es perfectamente extrapolable a la situación española (o de cualquier país de occidente), así, por ejemplo, cuando habla de este tipo de emisiones televisivas nos vienen a la cabeza programas como Hermano mayor o Callejeros. En estos programas, que en nuestro caso son emitidos por cadenas de televisión supuestamente progresistas, se lleva a cabo una caricatura desvergonzada de sus vicios, se señalan las personas más esperpénticas para dar una visión sumamente distorsionada de la vida en los barrios y en las familias de clase obrera, permitiendo al espectador que se mofe de ellos. De tal forma que a través de esta ideología, cuya versión más grosera se dramatiza en estos subproductos televisivos, se tiende a polarizar la sociedad en dos falsos bandos: de un lado la civilización burguesa con su culto al trabajo y al esfuerzo, con su gusto por la disciplina y la moral, con sus vidas que imitan la buena vida de las clases altas emulando, ante todo, su modo de consumo; y, del otro lado, los incívicos consumidores de drogas, que pasan el día trapicheando, que no tienen aspiraciones a nada, que abusan de los servicios sociales y de los subsidios, cuyas chicas se quedan embarazadas en la adolescencia y que se encuentran en muchas ocasiones cerca de la bestialidad.

Mediante toda una moralina que se sostiene sobre el liberalismo económico se trataría de mostrar cómo los nuevos bárbaros vienen a asolar la civilización capitalista, cómo ponen en peligro los servicios públicos con su derroche constante, cómo empeoran la seguridad ciudadana, cómo entorpecen con su desidia en las escuelas el porvenir de los buenos chavales, etc. Tanto en el caso inglés como en España se incluye a los inmigrantes dentro de esta categoría, pero Jones no se centra en la xenofobia, pues a pesar de ser absolutamente explícita en mucha situaciones, el libro adopta una perspectiva de clase en la que mayores y jóvenes o nacidos en Gran Bretaña e inmigrantes, pertenecen todos a la misma categoría vilipendiada y desterrada de la neolengua actual. Jones denuncia todos estos estereotipos en primer lugar por ser falsos y en segundo lugar por basarse en una estrategia deliberada para desestructurar a la clase obrera acabando con la lucha de clases. Para ello, el autor recorre en la segunda parte del libro los barrios obreros y recoge testimonios de las vidas reales de estos jóvenes y sus familias, denunciando los trabajos precarios a los que pueden aspirar, la destrucción deliberada del sistema de enseñanza pública, el proceso creación de barrios gueto, la desesperanza de las familias y también los constantes esfuerzos por mantener una mínima conciencia de clase con la que se consiga dar identidad al barrio e impulso de lucha y mejora. A este respecto es obvio que el autor solo entiende la posibilidad de mejora real en las condiciones de vida de estas personas con la capacidad para llevar a cabo una confrontación como clase al modo de la tradición de la lucha obrera. 


Pero la mayor parte del libro se centra en la especificación del proceso por el que se ha destruido a la clase trabajadora inglesa dejándola sin empleos ni servicios, destruyendo sus barrios y cualquier ilusión de prosperidad. Al margen de que la historia más reciente del capitalismo ha sido presentada por numerosos críticos en los últimos años de crisis, el libro presenta este panorama con exhaustividad y rigor, recogiendo declaraciones de sus protagonistas quienes hablan con una claridad que en algunos casos está cercana al cinismo y la desvergüenza, como muestra la siguiente explicación de las consecuencias de la destrucción de la minería hecha por Norman Tebbit, Secretario de Estado para el Empleo en el gobierno de Margaret Thatcher: “Muchas de estas comunidades (mineras) quedaron completamente devastadas, con gente en paro que recurrió a las drogas y sin ningún trabajo decente, porque todos los empleos habían desaparecido. No hay duda de que esto llevó a un desplome en esas comunidades, con familias que se rompían y jóvenes que perdía el control. La escala de los cierres fue excesiva”. Es completamente inverosímil que el gobierno no fuera capaz de imaginar estas consecuencias, en realidad las buscó consciente de los resultados. En este sentido, Jones señala la victoria de Thatcher en 1979 como la oportunidad de llevar a cabo el ideario radical de Milton Friedman y que solo había conseguido apoyos en el Chile de la dictadura de Pinochet. A partir de entonces se procedió a la desindustrialización de Inglaterra y la reconversión de fábricas y minas. Jones denuncia la actitud reaccionaria del gobierno que acabó con la derrota y humillación del movimiento obrero al negarse a negociar siquiera de manera simbólica, pero no ahorra responsabilidades a un partido laborista que miraba para otro lado como si con él no fuera la cosa y que no cambió sustancialmente la política liberal cuando volvieron al poder. Acusa a los neolaboristas, que se han hecho con el control del partido en las últimas legislaturas, de repetir con exactitud los clichés más conservadores y de despreciar a los votantes de los barrios obreros. Apunta también a cierta responsabilidad de los propios sindicatos, pero lo hace de manera muy tibia, sabedor de la campaña de desprestigio constante que han emprendido los medios de comunicación y los políticos liberales y cuyo resultado es la pérdida de cualquier apoyo al trabajador.

Jones destaca también el papel que jugó la Ley de la vivienda de 1979 por la que los arrendatarios de las viviendas sociales (y que constituían la mayor parte de la clase trabajadora) podían pasar a pagar una hipoteca para ser propietarios. A partir de su aplicación se destruyó el modelo de urbanismo integrador inglés, dando lugar a barrios gueto donde residen aquellos que no han podido acceder a la comprar de viviendas de mejor calidad. Igualmente, explica las condiciones de precariedad en la que quedó reducido el trabajo que existe actualmente y que no permite la independencia económica de muchos de estos trabajadores en situación de eventualidad y a tiempo parcial. El autor explica cómo en este ámbito de empleos temporales los sindicatos han perdido toda su capacidad de movilización y lucha, pues los trabajadores se han desentendido de cualquier posibilidad de afiliación o compromiso. Una vez el paro se ha convertido en el chantaje constante que esgrime el empresario, las condiciones laborales han empeorado hasta límites inauditos, además, tampoco puede usarse la presión del trabajo cualificado en la negociación con el jefe, pues poco importa la preparación y experiencia de un teleoperador o un reponedor de supermercado.

Aunque haya abundante bibliografía sobre los temas que estamos reseñando, resulta imprescindible hoy día repasar todos los factores de la estructura económica que condiciona nuestras vidas, pues se mantiene en todo momento como contexto sobre el que entender la reflexión de Jones sobre la ideología que ha cambiado las conciencias hasta hacer aparecer a la clase trabajadora como los despojos inservibles de nuestra sociedad. Así es como adquiere pleno sentido el análisis sobre el desastre de Hillsborough de 1989 y el espectáculo televisivo que se explotó durante meses a su alrededor. En esta ocasión se produjo un auténtico ejercicio de criminalización de los seguidores menos pudientes del equipo de fútbol de Liverpool y que ocupaban las gradas sin asiento, cuando murieron 96 de ellos durante una avalancha. Tras las investigaciones y el juicio se aclaró que el desastre había sido causado por una mezcla de caos y negligencia policial, siendo declarados culpables los policías que impidieron que los seguidores aplastados accedieran al campo para salvar sus vidas o que las ambulancias atendieran a los heridos, tratando a las personas como auténticas bestias incontrolables. Mientras, la policía contaba mentiras a los medios de comunicación que la difundían constantemente. El medio que se llevó la palma a las injurias fue The Sun quien refirió escenas dantescas y absolutamente falsas, como indica Jones: “Seguidores robando a los muertos y moribundos, clamó. Los policías, los bomberos y el personal de ambulancia siendo atacado por hinchas radicales. Aficionados del Liverpool orinando sobre los cadáveres. (…) Incluso se había visto el cadáver de una chica con signos de haber sufrido “abusos””. A partir de entonces los seguidores del fútbol se convierten en ultras descerebrados y borrachos con ganas de bronca y la policía se permite tanto en Inglaterra como en muchos otros países reprimir muy duramente cualquier clase de altercado que se produzca alrededor del fútbol.

Cuando se leen las páginas en las que se relata la muerte de estas personas, es imposible no acordarse de la situación que se vivió en el Madrid Arena en la fiesta de Halloween de 2012 cuando se produjo la muerte de cinco chicas en una avalancha. No hay más que rememorar el modo en el que se organizó la fiesta, la falta de seguridad, el hacinamiento, el incumplimiento de los mínimos sanitarios. Pero sobre todo, resultaba insultante el desprecio de la Oficial responsable de la Policía Municipal que hablaba aquella misma noche de un “mal corte de droga” para escurrir el bulto además de los comentarios desvergonzados e injuriosos de los medios de comunicación reaccionarios que se permitían juzgar moralmente a las víctimas y que recalcaban que el resto de la gente continuó la fiesta como si nada hubiese pasado (dejando al margen delirios de Intereconomía en los que se habla de la “trinidad del pecado, el vicio y la perversión). La responsabilidad recae en los jóvenes que deberían haber honrado a sus muertos quedándose en casa en una noche que debería ser de recogimiento y no de algarabía.

Pero también podemos hacer referencia a las informaciones que se dieron durante la resaca del huracán Katrina en 2005, como explica el filósofo Zizek en Sobre la violencia (Editorial Austral, Barcelona, 2013): “Todos recordamos los reportajes sobre la desintegración del orden público, la explosión de violencia entre la población negra, los saqueos y las violaciones. Con todo, investigaciones posteriores demostraron que en la gran mayoría de los casos estas supuestas orgías de violencia simplemente no ocurrieron: los rumores no comprobados se reprodujeron como hechos probados por los medios de comunicación”. Zizek explica también que estas reacciones de difamación se basan directamente en un mensaje ideológico y prejuiciado, es lo que se esperaba que ocurriera, incluso lo que se deseaba debido al papel que cumple Nueva Orleans en el imaginario estadounidense: “En Estados Unidos, Nueva Orleans se cuenta entre las ciudades más marcadas por el muro interno que separa a los ricos de los negros recluidos en guetos. Y es sobre quienes están al otro lado del muro sobre quienes fantaseamos: viven cada vez más en otro mundo, en una tierra de nadie que se ofrece como pantalla para la protección de nuestros miedos, ansiedades y deseos secretos”.

De esta forma aparece en el discurso liberal la necesidad de endurecer la disciplina de los jóvenes, de reforzar la autoridad del docente, de castigar las infracciones más leves con penas de trabajo para la comunidad o de endurecer el código penal para tratar de controlar una juventud de delincuentes. Chavs destaca la implantación de las ASBO, que son las órdenes de arresto por conducta antisocial, es decir, la implantación de trabajos sociales para quienes estén implicados en incidentes menores y que si no se cumplen pueden acarrear una condena carcelaria de hasta 5 años. Jones explica cómo “(…) cerca de la mitad se imponían a los jóvenes. En su inmensa mayoría los penalizados por las ASBOs eran pobres y de clase trabajadora, y, según un estudio de 2005, casi cuatro de cada diez citaciones fueron para chicos con problemas de salud mental como el síndrome de Asperger”.
Tampoco las chicas jóvenes salen mejor paradas en la crónica de los chavs. Los políticos y los medios de comunicación las describen como deseosas de quedarse embarazadas cuanto antes para poder recibir un subsidio, malcriando a sus hijos, cambiando continuamente de pareja, sin ganas de trabajar, fumadoras y groseras. En España actualmente se las acusa de vestir de manera demasiado descarada y de ser promiscuas. Pero lo más llamativo fue el discurso en el Congreso de la diputada del PP Beatriz Escudero, quien afirmó que las mujeres con menores estudios interrumpían el embarazo hasta seis veces más que aquellas con estudios, cuando se le pidió que rectificase la falsedad de esa afirmación, argumentó que se refería a las chicas de entre 12 y 15 años y, sin embargo, en este otro caso dicha aseveración tampoco era cierta.

Además, el libro tiene al final un epílogo a la segunda edición inglesa que aborda las reacciones ante la publicación de Chavs y explica de manera sucinta los acontecimientos del distrito londinense de Tottenham en agosto de 2011. Durante una semana se produjeron disturbios en protesta por la muerte a manos de la policía de Mark Duggan de 29 años y pronto se extendieron a Birmingham, Manchester, Liverpool o Leeds. Jones entiende que su libro puede servir para comprender las causas sociales y materiales que condujeron a sembrar el caos a estos jóvenes que se dedicaron a saquear y quemar tiendas porque ya no tienen nada que perder. Entiende que se trataba de una minoría que se atrevió a cruzar la línea de la violencia, porque en seguida se comprobó que los detenidos no tenían antecedentes penales. “Una combinación letal de desigualdad y consumismo también tenía algo que ver, indudablemente (…). No es como París, donde los ricos se concentran en el centro y es más probable encontrar a los pobres en la balieue (la periferia). En Londres, los ricos y los pobres pueden vivir casi uno encima del otro.” Precisamente los banlieue franceses a los que se refiere fueron en 2005 escenario de una rebelión aún más prolongada y virulenta, porque en ambos casos uno de los inductores fundamentales de estos incidentes es la exclusión de estos chavales del sistema de consumo del que viven rodeados sin poder disfrutar: mientras la televisión les bombardea con anuncios y la ideología dominante explicita que no eres nada si no compras, ellos descargan su rabia contra aquello que más veneran. En el caso de los franceses los coches, en el caso de los ingleses las tiendas de marca (también es verdad que no debe de haber muchas tiendas de marca en los banlieue franceses).

Lo cierto es que con los disturbios de Tottenham se acaban convirtiendo en la encarnación de los peores temores a la barbarie de la chusma, esa “subclase salvaje”. Es como si los chavales a fuerza de oír que son unos abusones, unos drogadictos, unos violentos pensaran “pues ahora se van a enterar de lo que pasa si nos ponemos chulos” y desplegaran sus mejores galas para adoración de la televisión. No hay más que recordar el gran espectáculo de las llamas, de los jóvenes saqueando, aderezado por primeros planos de los chavales para que los honrados ciudadanos les identificaran y delataran a la policía. Las supuestas clases medias reaccionaron de manera previsible, nos informa Jones: “A los días de iniciarse los disturbios, el 90% de la población aprobaba el uso del cañón de agua; dos tercios querían que se mandase al Ejército y un tercio estaba a favor de emplear munición ligera contra los alborotadores.” Se perdió una oportunidad de oro al no seguir las sugerencias de la masa, pues podría haber tenido consecuencias inestimables en el control de la población, igual que Jonathan Swift sugería que nos comiéramos a los niños que mendigaban por las calles de Londres, bien podrían haber tiroteado a unos cuantos chavales como sustitución de la caza del zorro. En realidad la justicia en su afán de hacer escarmentar a los jóvenes fue especialmente dura con las penas que se impusieron a muchos de ellos: “Nicholas Robinson, un hombre de 23 años sin antecedentes, fue arrestado ruante seis meses por robar una botella de agua de 3,50 £. Dos jóvenes fueron condenados a cuatro años de cárcel –más de lo que a muchos les cae por asesinato- por usar Facebook para alentar disturbios que nunca ocurrieron en sus ciudades.”

Jones en este epílogo hace un esfuerzo por comprender esa violencia desatada a la par que explica el desconcierto y miedo que le produjeron unos acontecimientos que ocurrían en su propio barrio. Para él los motines no son el futuro de la conciencia de clase, sino que este sólo puede encontrarse las manifestaciones de estudiantes del 2010, las huelgas de funcionarios, las movilizaciones sindicales y Ocupy de Street. Movimientos que han surgido alrededor de la crisis y que a estas alturas podemos dudar que vayan a tener la continuidad y contundencia necesarias para sustituir a los anteriores movimientos obreros y cambiar realmente el sistema de clases. 
Reseña de María Santana

lunes, 9 de septiembre de 2013

LEGADO DE CENIZAS - Tim Weiner

Primera edición en inglés en 2007
Publicada en castellano por Debate (2008)
Traducción de Francisco J. Ramos
720 páginas.

Comentario del libro.

Entre los numerosos iconos que la cultura americana ha bombardeado al resto del mundo nos encontramos con la imagen del agente del servicio secreto y de la organización a la que éste sirve: la CIA. Lejos del aire elegantemente chulesco de un James Bond (un producto netamente inglés, igualmente falseador de la realidad, pero al menos rayante en la sátira gracias a su cinismo e indisimulada exageración), los agentes de la CIA siempre caen mal y aparecen rodeados del siniestro y amenazante aura del poder. Pocas son las excepciones, pues pese a algunos intentos de humanizar y emblandecer el arquetipo (tal es el caso de series como Súper Agente 86) difícil es obviar un hecho incontrovertible: la CIA es la herramienta política y militar clandestina de la mayor potencia, nadie ignora que el hombre de chaqueta y gafas oscuras representa las inabarcables y sangrientas alcantarillas del poder de Estados Unidos.

Así pues, es lógico que la CIA personifique en la ficción un dominio inmenso y despiadado contra el que poco se puede hacer, pues suele ser vinculado a una efectividad sin límites, siempre en relación con la alta tecnología, la perspicacia impecable y la refinada técnica de lucha (desde el uso de armas de fuego de todo tipo hasta las artes marciales del cuerpo a cuerpo). No obstante, otra cosa es la cruda realidad y es que, cómo Tim Weiner se esfuerza por reflejar en Legado de cenizas, la CIA ha demostrado ser un desastre en esos y otros muchos aspectos. En palabras del propio autor: “La CIA de ficción, esa que se ve en las novelas y en las películas, es omnipotente. El mito de su edad de oro fue una invención de la propia CIA, un producto de la publicidad y la propaganda política”. Lo cierto es que si algo nos queda claro después de leer el libro de Weiner es que tras esa imagen idealizada del agente secreto americano parecido un ninja moderno hay algo muy distinto: la inmensa mayoría de agentes que han trabajado en acciones encubiertas de la CIA ni siquiera son americanos, más bien desertores, líderes despechados, disidentes desesperados por tener el control o meros mercenarios codiciosos provenientes de los regímenes que la agencia ha decidido espiar o subvertir. La idea del americano disfrazado e infiltrado en algún país tercermundista, dispuesto a degollar al malo de turno, o quizás perpetrado con micro cámaras y mil artilugios increíbles para hacerse con la información de alguna instalación militar del enemigo tras burlar sofisticados dispositivos de seguridad, no es más que una fantasía que se aleja de la sucia realidad. Mediante múltiples documentos e informes internos recientemente desclasificados, Weiner demuestra que el trabajo de espionaje y de acciones paramilitares que han creado el mito de la CIA como una organización llena de súper americanos está sencillamente basado en la enorme capacidad de gastar dinero en agentes extranjeros casi siempre vinculados al ejército o los medios políticos y religiosos más reaccionarios (y por tanto más proclives a aceptar los puntos de vista yanquis).

Weiner ha perpetrado un libro muy denso, plagado de datos, cifras, nombres, localizaciones, fechas, muchos de los cuales, por no decir la inmensa mayoría, desaparecerán probablemente de la mente del lector de forma casi inmediata. En todo caso, se trata un exceso de datos realmente necesario para demostrar rigurosidad documental. Y aun así, las más de 700 páginas del volumen se quedan cortas para abarcar toda la compleja trama que la CIA ha ido cimentando a lo largo de su historia. La verdad es que muchos de los acontecimientos que se narran piden mucho más desarrollo, pero está claro que Weiner se conforma con apuntarlos como referencias importantes aunque imposibles de ser más detalladas por razones de espacio. De todas formas, parece que la intención de Weiner no es tanto hacer un riguroso balance historiográfico de las acciones de la CIA como describir su desarrollo interno como institución, sus numerosas crisis, su relación con el congreso y los sucesivos gobiernos norteamericanos, sus profundas contradicciones y dilemas ante sus propias normas particulares y las leyes norteamericanas. Quizás por eso pueda resultar algo decepcionante para algunos lectores que busquen en sus páginas grandes revelaciones (como era mi caso). Por ejemplo, Weiner toma una postura muy prudente cuando habla de la posible vinculación de la CIA en el asesinato del presidente John F. Kennedy. Lejos de entrar a diseccionar objetivamente algunas de las teorías conspirativas que han ido surgiendo con los años, el autor opta por describir la versión que ha quedado reflejada en los documentos internos desclasificados de la agencia. Es decir, entre otras cosas se revela que la CIA ocultó al congreso y al comité que investigó el asesinato algunos informes que apuntaban a la hipotética participación de Cuba en el atentado contra el presidente, que a la vez hubiera desvelado con pelos y señales una gran cantidad de planes frustrados para asesinar a Fidel Castro, todo ellos ordenados por el presidente y su hermano Robert (fiscal del Estado en ese momento). Pienso que esta postura, más bien oficialista por mucho que parta de documentos desclasificados, realmente se queda corta teniendo en cuenta las contradicciones y puntos oscuros que rodearon la muerte de J.F.K. (igualmente ocurre para el posterior asesinato de Robert Kennedy y de muchas otras figuras políticas importantes de la época). Aunque Weiner no parece aceptar la versión oficial de la comisión Warren (que Oswald actuó solo y por decisión propia), sí que da pie a la extravagante idea de que un país con tan pocos medios, permanentemente hostigado y vigilado como era en ese momento Cuba (y en ese sentido la cosa no ha cambiado mucho hoy en día), lograra dañar el mismísimo corazón del poder de Estados Unidos y que a la vez esta inmensa potencia no respondiera contundentemente contra la pequeña isla de haber existido la más mínima prueba. Es algo absurdo.

En fin, pese a que Weiner no entra en amplios detalles en cuanto a las consecuencias políticas y sociales del servicio clandestino de la CIA, sí que hace un amplio y ordenado balance de algunas de las más importantes acciones encubiertas. Por lo demás, está claro que la mayoría son de conocimiento público desde hace mucho tiempo dada la trascendencia que han tenido para el desarrollo de la política y la economía del mundo en las seis últimas décadas. Y es evidente que estas acciones son bien conocidas sobretodo allí donde han tenido lugar, ya que han sido sufridas de forma directa. ¿Acaso alguien duda que los iraníes, los chilenos o los vietnamitas, por citar algunos ejemplos, no han sido conscientes de la mano de la agencia tras muchas de las calamidades que les ha tocado vivir? Igualmente multitud de periodistas y comentaristas políticos han denunciado los crímenes de la CIA a lo largo del tiempo, pero quizás hacía falta una historia ordenada y coherente (por muy limitada que sea en muchos aspectos) como la que ha realizado Weiner para contemplar un fresco completo de esos acontecimientos. 


El autor deja claro desde un comienzo su personal punto de vista, declarándose muy crítico respecto a la paulatina función paramilitar de la CIA desde su fundación al final de la Segunda Guerra Mundial. La CIA fue cada vez más usada como herramienta directa de intromisión y subversión en otros países, así como en el propio interior de los Estados Unidos (esto último explícitamente prohibido por las propias reglas internas de la agencia), por motivos y con métodos cada vez más dudosos, algo que solo fue posible abandonando o descuidando su ocupación original de mantener informado al gobierno norteamericano de los acontecimientos internacionales y muy especialmente de avisar de cualquier amenaza directa a la seguridad nacional proveniente del exterior. Es el caso de su implicación en la sofocación de los movimientos revolucionarios en el mediterráneo europeo ya durante la inmediata posguerra y que puede considerarse como el inicio de la guerra fría. Primero en Grecia en 1947, cuando aún la CIA no estaba formalizada legalmente (es decir, sin conocimiento oficial por parte del congreso), coordinando el envío de dinero, bombas, armamento e incluso soldados para colaborar con los fascistas que intentaban auparse sangrientamente al poder. Y después en Italia, con una inmensa inyección de dinero para permitir el auge inesperado de la extrema derecha (encarnada en el Vaticano y su brazo político: Acción católica) y de la nefasta Democracia Cristiana, organismos siempre tan proclives a ser aliados de los intereses americanos desde ese momento hasta la actualidad.

A partir de ahí presenciamos un desfile de brutales derrocamientos de gobiernos elegidos democráticamente o producto de alguna revolución popular, apoyos militares y económicos a dictadores de la peor calaña (si es que existen de la mejor), escuadrones de la muerte, atentados con bomba, secuestros, desapariciones masivas y asesinatos selectivos, compra de líderes políticos o sindicales, manipulación de medios de información, creación de plataformas culturales o religiosas, revistas, programas de televisión y de radio de marcado carácter tendencioso pro-yanqui, alianzas con organizaciones mafiosas y traficantes de armas o drogas (ver aquí un ejemplo) y un largo etcétera de delitos, corrupciones y atrocidades de todo tipo, siempre en el nombre de la santa democracia y el libre mercado. Francia, Alemania, Irán, Turquía, Egipto, Afganistán, Laos, Corea, Vietnam, Nicaragua, Guatemala, El Salvador, Chile, Argentina, Panamá, Sudáfrica, el Congo, Checoslovaquia, Hungría, Polonía, por supuesto Rusia… la lista es tan larga que en realidad podríamos decir que abarca prácticamente todo el mundo, cualquier sitio ha sido objetivo de la CIA si ha existido la más mínima sospecha de que los intereses de Estados Unidos podían correr peligro. Y a estas alturas sabemos que España también entró en esa lista, aunque en el libro no se haga mención alguna, pero sí se habla largo y tendido de la estrecha relación del Plan Marshall con el funcionamiento de la agencia, hasta tal punto que podemos afirmar que nuestro país se convirtió (y sigue siendo gracias a las bases que los Estados Unidos posee desde los años 50 en España) en una plataforma de operaciones importante para la CIA dada nuestra posición geoestratégica.

Dejando a un lado la patente inmoralidad o criminalidad, todas las operaciones encubiertas de la agencia fueron llevadas a cabo de una manera que muchas veces podríamos calificar como chapucera. Son numerosos, por no decir innumerables, los errores tácticos de todo tipo que la CIA ha cometido a lo largo de su historia, aunque de forma sistemática estos fallos fueron enmascarados para las comisiones del congreso norteamericano que cada cierto tiempo han ido evaluando la eficacia de la agencia. Weiner demuestra con documentos los muchísimos casos en que la información recabada por la CIA (por ejemplo localizando bases enemigas o identificando sospechosos) ha sido errónea, con resultados catastróficos para la población civil, el desarrollo de las operaciones y la seguridad de los propios agentes implicados. Una constante del libro es la descripción de las mentiras (muchas veces vendidas con toda consciencia por estafadores o por espías integrantes de los servicios secretos enemigos) que circulaban como información genuina, mentiras que han sido la base para operaciones fallidas que han durado meses o incluso años.

Como decíamos antes, Weiner deja clara su posición claramente contraria respecto al carácter paramilitar de la CIA, son numerosos los pasajes en los que muestra su añoranza por un servicio secreto eficiente y que se restringa a un espionaje “legítimo” propio de cualquier gran potencia. También es patente su irritación frente al actual proceso de privatización de buena parte de la CIA (un hecho que sin embargo no lleva a sus últimas consecuencias, aunque le honra que al menos lo considere como algo significativo de la política neoliberal). Pero pienso que frente a este enfoque más o menos progresista (dentro de lo que cabe) del autor hay que hacer una crítica (entre las varias que seguro pueden hacerse a su libro). Me centraré en la imagen que el autor llega a construir de la CIA como una institución prácticamente autónoma a los poderes democráticos norteamericanos. La percepción que recibimos de la CIA tras leer su libro es la de una fuerza permanentemente celosa de ocultar sus errores a la vez ansiosa de acaparar más potestad e influencia sobre la política exterior del gobierno. El autor obvia de esa manera, casi desvinculando la agencia de los demás organismos de la política americana, que la CIA es un producto irremediable e imprescindible de la actitud imperialista de Estados Unidos. Una vez muerta la Guerra Fría (al menos en su forma más definida por dos grandes bloques enfrentados) la CIA ha seguido con su imparable labor, que no es otra que cumplir el encargo de las corporaciones e instituciones norteamericanas de extender a toda costa el dominio del capitalismo como única posible opción económica. Por otro lado, es muy molesto comprobar como el autor prácticamente disculpa mediante el mal funcionamiento de la CIA algunas de las más nefastas consecuencias de la política exterior estadounidense (por ejemplo, la Guerra de Vietnam y la invasión de Irak o Afganistán tras el 11 S), como si los fallos o mentiras de la CIA hubieran condicionado las peores decisiones gubernamentales. La realidad, que cada vez está quedando más clara a la luz de los acontecimientos, es que los sucesivos gobiernos americanos han usado la agencia como excusa para llevar a cabo todo tipo de desmanes, presionando a esta organización a elaborar informes exagerados o simplemente ficticios sobre todo aquello que le interesaba. Un ejemplo sangrante lo tenemos en la búsqueda de armas de destrucción masivas en Irak tras los atentados del 11 S. ¿Quién puede creerse que Bush decidió bombardear e invadir este país porque se dejó engañar por los informes absolutamente falsos administrados por la agencia? La CIA, en ese caso, no actuó más que como una pantalla de los deseos de un gobierno dispuesto a todo con tal de hacerse con el control de esa zona, siempre con la excusa de la guerra al terrorismo. Solo cuando este objetivo comenzó a mostrarse más difícil de lo que en un comienzo se preveía pasó el presidente Bush a responsabilizar a la CIA de los desastrosos resultados de esa campaña bélica. Pero los papeles de la CIA fueron claramente su falsa coartada.

En suma, pienso que Legado de cenizas es de lectura obligatoria para conocer muchos de los entresijos de una de las mayores organizaciones criminales de la historia. Pero creo que es erróneo aceptar la versión del autor de que esta institución ha ido captando poder y autonomía, a la vez que ha ido degenerando desde unos comienzos más o menos honrados. No podría haber sido de otra manera si quería servir fielmente a los intereses de las corporaciones y organizaciones que forman el núcleo del poder económico y político de Estados Unidos. Solo mediante la violencia y la conspiración es posible truncar la voluntad de aquellos pueblos que han decidido plantar cara al Leviatán que representa el capitalismo. Muchas veces invoca el autor el desconocimiento del “pueblo americano” sobre las acciones de la CIA, pero difícil es creer que la gente común no sabe lo que su gobierno hace en su nombre, y si es así será por su propia voluntad, prefiriendo vivir en la inopia y aprovechándose de las pocas migajas que les llega del dominio sistemático sobre otras naciones. Sin embargo en épocas más proclives a la consciencia política y social, como fueron los años 60 y 70, hubo en Estados Unidos una amplia resistencia civil a los desmanes de la agencia (así como de otras organizaciones como el FBI o el Pentágono). No obstante, más increíble aún resulta que el congreso norteamericano desconociera las actividades de la CIA, como si el congreso fuera un organismo inocente y neutral y no estuviera integrado precisamente por muchos de los más directamente beneficiados de las acciones dela CIA. Es una evidente falsedad, una más en la necesaria hipocresía que alimentan las democracias occidentales (pues es ésta una cuestión que no solo atañe a Estados Unidos) en su relación con el tercer mundo. Es querer ignorar hasta qué punto la terrible situación mundial que vivimos en este momento es producto de la permanente intromisión de la CIA apoyando descaradamente las facciones más totalitarias y reaccionarias (muchas de las cuales han terminado por volverse incluso en contra de quienes les auparon y apoyaron) del mundo y machacando cualquier intento de alcanzar un mínimo de igualdad y justicia social. Es difícil saber que hubiera sido del mundo sin la intervención de fuerzas como la CIA. Seguramente no hubiera sido de color de rosa, pero lo que debemos tener claro, y el libro de Weiner es una gran ayuda para ello, es que la inmensa mayoría de los graves y terribles problemas a escala mundial que actualmente nos agobian son efecto directo de sus acciones criminales.

Reseña de Antonio Ramírez.

lunes, 2 de septiembre de 2013

LOS INVISIBLES - Jose María Merino

Editado por Cátedra (Colección Letras populares) en 2012. 
Introducción y notas de Santos Alonso.
336 páginas.

Sinopsis.

El joven Adrian está sufriendo una profunda crisis existencial y familar. Para complicar más las cosas se encuentra en mitad del bosque con la Flor de San Juan, una mítica aparición que dota de invisiblidad a quien la toca. A partir de ese momento deberá sobrevivir bajo su nuevo estado y soñar con recuperar de alguna manera la normalidad.

Comentario del libro.

Es notorio que entre los actuales escritores españoles más reconocidos (esto es, que publiquen de forma regular en grandes editoriales) es bastante raro encontrarlos que traten temas de carácter fantástico, de terror o de ciencia-ficción. José María Merino supone una rara excepción a esta norma, ya que es un autor que desde sus comienzos ha ido cultivando intermitentemente el género fantástico y, si bien es verdad que ha hecho de todo, puede ser que gran parte de su fama se deba sobre todo a ese tipo de obras. Pero no solo es remarcable la dedicación de Merino al género (repito, siendo como es un autor consagrado, pues existen escritores del género fantástico en España, otra cosa es que muy pocos, contados, logren un mínimo de atención por parte de las editoriales, ya sean las pequeñas o las grandes), lo más relevante, en este caso, es que aun así haya conseguido acceder a toda una plaza en la Real Academia Española de la lengua, lo cual es un verdadero logro dado el carácter genuinamente rancio de nuestra cultura patria. Ser académico de la lengua es algo así como tener un sitio más o menos seguro en la infraestructura mediática tan necesaria para ser alguien en este país: cadenas de radio, televisión, revistas dominicales, periódicos, etc., ser académico te puede hacer ser visible para el gran público, pero sobretodo te dota de un prestigio intelectual más allá de la dependencia del impacto comercial. A veces vender mucho no tiene por qué ser sinónimo de escribir bien, pero ser elegido académico de la lengua es como tener un carnet de buen escritor, vendas o no, y lo más importante y paradójico: seas buen escritor o no. En todo caso, lo verdaderamente reseñable del asunto es que Merino ha conseguido ser académico de la lengua aun siendo un escritor muy relacionado con lo fantástico.

Una vez dicho esto hay que admitir que Merino escribe, ciertamente, como todo un señor académico. En comparación con la prosa más bien funcional de la inmensa mayoría de autores (españoles o no) adscritos al fantástico, especialmente entre los contemporáneos, el estilo de Merino pudiera quizás resultar peculiar. En un género como el fantástico, tan dependiente de la trama, de los personajes y de una clara transmisión de unas historias e ideas que deben resultar persuasivas, siempre ha arraigado la rémora en cuanto al tema del estilo. Cuando lo más difícil en este género es resultar mínimamente convincente (dado que se trabaja con ideas imaginarias que en ocasiones pueden resultar estrambóticas), la cosa puede complicarse mucho por una excesiva “presencia” del autor. Son numerosos los libros fantásticos que han resultado fallidos a causa de un escritor más preocupado por demostrar su personal estilo o sus dotes estéticas que por desarrollar ideas, ambientes o personajes con la suficiente convicción. Lo cual dice mucho de este género, pues será popular, será incluso un gueto subcultural si queremos verlo así, pero lo cierto es que es un tipo de literatura que no perdona, así de simple. Ser un maestro del fantástico supone ante todo asumir la humildad del artista ante lo imaginario, saber encontrar el difícil equilibrio entre tener algo bueno que contar y saberlo contar bien. No obstante, la otra cara de la moneda es que a causa de este dilema muchísimos escritores deciden reducir su estilo al mínimo, convirtiéndose en meros emisores casi neutros (aunque en el fondo eso no sea posible) de ideas imaginativas, sean éstas mejores o sean peores. Pero en el caso de Merino no hablamos, por ejemplo, de experimentalismo o de una modalidad extremadamente personal o difícil, él sencillamente se restringe a ejercer lo mejor posible el oficio de escritor en un campo repleto de escritores estilísticamente mediocres: en comparación sus textos resultan muy fuera de la norma. En sus manos el lenguaje es como una substancia densa, muy rica en matices, significados y expresividad, no tanto tendente a la filigrana o al exhibicionismo, algo que podría ir en su contra, sino guiado por un deseo palpable por exprimir el idioma en todas sus posibilidades, lo cual es de agradecer. Pero, ¿Consigue Merino ese equilibrio entre estilo e ideas que implacablemente exige el género? Pienso que en el caso de Los invisibles la respuesta es una contundente afirmación.

Mi primer contacto con la obra de Merino fue cuando me hice con Historias del otro lugar, una compilación de sus colecciones de cuentos (casi todos fantásticos) publicados de 1982 hasta 2004. Resultó ser un libro excepcional, repleto de buenos relatos y en el que podemos observar la evolución de Merino a lo largo de tantos años. Pero todavía no había leído ninguna de sus novelas, aunque tenía en la reserva un volumen editado por Alfaguara que engloba tres de sus libros adscritos a lo que Merino ha denominado “novelas del mito”. Pero la reedición de Los invisibles por parte de Cátedra (acompañada de un cuidado texto introductorio y varias notas, todo ello obra de Santos Alonso) en su interesante colección de Letras populares me ha animado a adelantar esta novela en la siempre creciente pila de lecturas pendientes.


Los invisibles se divide en tres partes, primera: la historia de Adrián, el joven que se vuelve invisible tras tocar la legendaria flor de San Juan; segunda: la descripción de como José María Merino termina siendo el narrador de esta historia (que según Adrián es real, aunque Merino exprese una y otra vez sus dudas sobre ese punto); tercera: una conclusión donde se desvelan algunas cuestiones cruciales sobre la peculiar relación literaria establecida entre Adrián y Merino, así como sobre la finalidad secreta del libro. Así pues, estamos ante una novela que aúna lo fantástico con eso que se ha venido a llamar la metaficción o metaliteratura, ya que el propio autor termina convirtiéndose en personaje de su libro, y lo que es más importante, la novela misma acaba siendo diseccionada en la historia que está contenida dentro de sí, en lo que viene a ser un laberíntico juego especular que resulta extremadamente interesante. Por si fuera poco, aparte de esta relación ambigua entre realidad y literatura que Merino se esfuerza por mostrar, Los invisibles también resulta ser un perfecto vehículo simbólico para ciertas inquietudes de carácter más social. En realidad no es que el libro tire mucho por ahí, pero pienso que las alusiones en ese sentido son demasiado importantes como para no hablar de ello en esta reseña. El tema de la invisibilidad es lo suficientemente sugestivo como para relacionarlo con ciertas cuestiones candentes como son las desgracias del tercer mundo o la miseria en nuestras propias calles.  En la novela se habla de la invisibilidad de aquello que la sociedad prefiere no ver, por mucho que se sepa que está ahí clamando por soluciones; también de aquello que es ocultado interesadamente con mentiras o mediante su extremada exposición hasta conseguir la insensibilidad del que mira, como ocurre con el uso que los medios de comunicación hacen de tantas cuestiones terribles. Pero Merino se asegura de contraponer diferentes puntos de vista para no resultar excesivamente tendencioso (pese a que se le note sus inclinaciones sociales, lo cual no es ni mucho menos negativo) y deja al lector que opine por sí mismo. Así que, siendo invisibles físicamente y por tanto sensibles a la analogía entre su estado y el de otros tantos “invisibles” de nuestro sociedad, el personaje de Rosa (una joven que también ha tocado la Flor de San Juan y que Adrian encuentra en su camino) encarna a la idealista activista, aquella que prefiere aprovechar la oportunidad para pasar a la acción, aunque a veces este paso no sea quizás bien medido en sus posibles consecuencias; por otro lado, Adrián representa el que no se entera de nada, ya sea por su posición acomodada o por puro egoísmo, su apatía le lleva primero a la extrema introversión, luego a la inevitable (pero tardía) sorpresa ante los males del mundo. Ambos representan dos extremos de un arco ideológico y existencial que difícilmente pueden reconciliarse.

Gracias a sus tres partes bien delimitadas, Los invisibles resulta un libro con varios posibles estratos interpretativos, pero lo incuestionable es que a la larga termina fundiéndose en un único aglutinado, indivisible a costa de perder todo el conjunto su sentido más profundo. Pero vamos a explicarnos. La novela podría haberse restringido perfectamente a la primera parte, la historia de Adrián narrada en tercera persona, de esa manera hubiera resultado un libro con elementos fantásticos, sin más, con una trama bien urdida y espléndidamente escrita, con los suficientes ingredientes para resultar entretenida e interesante, aunque tampoco sin resultar especialmente destacable. No obstante, el autor opta por complicar la cosa, añadiendo su intervención y su punto de vista en primera persona, donde explica que todo lo que hemos leído hasta ese momento está escrito en función de la historia (como decimos supuéstamente real dentro de la lógica del relato) que le ha propuesto Adrián. Apareciendo como personaje de su propia novela, Merino introduce lo cotidiano, el mundo real sin prodigios ni misterios, describiendo aspectos de su vida (¡dándonos envidia con sus hábitos de escritor, sus viajes y su casa en el campo!) y de lo que se oculta tras las bambalinas de la literatura. Así, aprovecha su intervención para hacer comentarios, bastante irónicos y propios de un sutil sentido del humor, sobre aspectos que no le cuadran de la historia de Adrián, considerándolos como claramente peliculeros o demasiado delirantes para ser novelizados de forma adecuada, aunque el joven se afane en que aparezcan en el libro porque considera que son cruciales para la relación de sus extraordinarias vivencias. Por ejemplo, en un momento dado leemos:

<<Adrián, eso del Cazador me parece un poco disparatado>>, le dije y me miró con aspecto de no comprender. <<La aparición de ese elemento llevará el libro al género de aventuras>>, añadí. <<!Un cazador de seres humanos, aunque sean invisibles, vestido de Robin Hood! No puede darse tal quiebro en la trama. No se pueden dar esos bandazos, pasar de hablar de los problemas del hambre en África a esa cacería de película de Mad Max, o de un Predator al revés. Es como si metiésemos un rock en mitad de un adagio. El libro tiene que responder a una línea homogénea. >>

De esta manera Merino acomete un análisis tan divertido como sesudo de su propio relato aprovechándose de la oportunidad que le otorga su aparición como personaje, razonando sus puntos débiles y poniendo en duda los elementos en juego más conflictivos, mostrando así las interioridades de su labor creativa e incluso justificándose de cara al lector por los posibles excesos o fallos que podría haber cometido. Teoriza también, en ocasiones muy bellamente, sobre las cualidades de la literatura en comparación con la vida tangible, reflexionando sobre temas diversos como el paso del tiempo o la incapacidad contemporánea para percibir el misterio implícito del mundo, apoyándose para ello con referencias a Fernando Pessoa y otros autores. <<La realidad es más extraña que la ficción porque no necesita ser verosímil>>, escribe en un momento dado, dándose la paradoja de que en ningún momento hemos abandonado una novela. Pero lo cierto es que esta situación paradójica es la base central para el buen funcionamiento de Los invisibles, pues, al fin y al cabo, esa realidad a la que el Merino ficticio se refiere como tan extraña es a la vez la imaginaria, la realidad de los personajes, y también es la propia realidad que lo engloba todo, la historia ideada por el Merino real y a nosotros mismos, los lectores.

Así que tenemos el relato plenamente fantástico, después su respuesta dialéctica en clave realista y, por último, una especie de síntesis que solo es posible en el no lugar de la literatura, donde lo real y lo imaginario no tiene por qué quedar totalmente delimitados y es posible enredar el criterio del lector. Merino escenifica así su tesis de que la verosimilitud es la cualidad necesaria de toda ficción, de toda “verdadera ficción”, como dice él, aunque esta verosimilitud dependa a veces (y ahí entra el talento del escritor) de la suspensión momentánea de la lógica racional y la incredulidad, como suele ser en el caso del género fantástico.

Ahí está el juego en marcha: haciendo literariamente creíble una situación absolutamente improbable (que alguien se vuelva invisible tras tocar una flor mágica) y a la vez juzgándolo como una locura, y aun así introduciendo algunos detalles enigmáticos que le hacen dudar de su propio escepticismo y por tanto quebrando hasta cierto punto, solo lo justo, la actitud racionalista que define la intervención del Merino ficticio. El autor logra así que nos balanceemos en una exquisita ambigüedad literaria, dudando entre el deseo de dejarnos llevar del todo por el sentido de maravilla de lo fantástico o prestar atención a las pujantes exigencias de la razón que no dejan de recordarnos que solo estamos ante una ficción, un mero juego de ilusiones. Evidentemente, siempre logra vencer la razón, pero solo cuando hemos cerrado el libro y desactivamos ese mecanismo tan misterioso como genuinamente humano que es nuestra capacidad para ensimismarnos con una narración bien ideada y escrita, como precisamente es el caso de Los invisibles.

Reseña de Antonio Ramírez