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domingo, 27 de septiembre de 2020

UNA GUÍA SOBRE EL ARTE DE PERDERSE - Rebecca Solnit

Publicado por Capitán Swing (2020)
Traducción de Clara Ministral
Número de páginas: 176
Edición original en inglés (2006)

Reseña de María Santana:
 
Una guía sobre el arte de perderse logra, desde la primera página, mantener un equilibrio entre lo especulativo, lo evocador y lo poético, haciendo que resulte muy fácil sumergirse en la lectura de este ensayo autobiográfico. El libro de Solnit toma como base las implicaciones existenciales de la experiencia del perderse en una multiplicidad de acepciones que incluyen tanto lo accidental como lo deliberado con una voluntad de apertura a lo desconocido. El resultado es un texto que se permite un ir y venir desde las referencias históricas a las descripciones de paseos, los recuerdos personales y las reflexiones íntimas. Solnit nos ofrece así una perspectiva de la exterioridad y el habitar complejos, en el que se superponen los estratos y se roza la experiencia de lo maravilloso. Lamentablemente, la autora nos coloca en el umbral de lo poético sin llegar a adentrarse, aunque apremiándonos a seguirla en esa búsqueda.

De ahí que Solnit nos señale en las primeras páginas la necesidad de recuperar la aventura como parte de la vida, llegando a describir ese perderse como “una rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja”. El perderse no es algo que suceda simplemente en el territorio sobre el que nos movemos cuando desaparecen los elementos que nos orientan, sino que puede provocarse como una vivencia de abandono u olvido de uno mismo, dejándonos atrapar por un mundo en el que se atisban resquicios, umbrales o recodos desconocidos. Hay momentos en los que perderse supone acercarse a una suerte de ebriedad, a una confusión que no es alegre, sino inquietante. Esta perturbación anímica específica que pueden suponer el viaje y la deriva es también señalada por Lurdes Martínez en su reciente libro Saqueadores de espuma (1), en el que deja constancia de las grietas pasionales que aún pueden hallarse en los lugares más domesticados. Como bien explica Martínez, dejar que los pies se muevan de manera libre y sin rumbo, deambular o extraviarse es la acción más cercana a un automatismo corporal con el que conseguir extrañarnos en un mundo atravesado por desplazamientos exclusivamente utilitaristas. Sin embargo, absortas en los dispositivos tecnológicos y aceleradas por la rutina, no todas las personas son capaces de retirar su voluntad y adormecer el impulso de controlar sus experiencias. En definitiva, perderse nos acerca a una suspensión de la lógica pragmática que hemos interiorizado, para acercarnos al tiempo de los juegos, claramente incompatible con las dinámicas cotidianas.

De hecho, hoy resulta sumamente difícil conseguir perderse en cualquier espacio, dado que portamos de manera constante aparatos de vigilancia y rastreo. Para lograr perder el rumbo habría que abandonarlos o adentrarse en una zona aislada en la que no funcionen, una situación que puede llegar a resultar angustiosa e indeseable. Desde el momento en el que delegamos las habilidades de orientación en la tecnología, nos sentimos incapaces de enfrentar esa experiencia en la que se acaricia “el borde de lo desconocido de una forma que agudiza los sentidos”, como nos dice Solnit. El estado de alerta que se despierta cuando nos desorientamos nos permite enfrentar la incertidumbre ante lo desconocido o, incluso, alcanzar una perspectiva desacostumbrada de nuestro entorno habitual. Sin embargo, preferimos predecir nuestros recorridos y evitar cualquier situación de inseguridad y esto lo hacemos hasta en los viajes, para los que creamos itinerarios turísticos bien marcados que garanticen la productividad de las vacaciones.

Un ejemplo que nos ayuda a comprender esa pereza y desconfianza hacia la aventura del andar sin una dirección clara es el control al que sometemos a los niños recluidos en los espacios que se han considerado adecuados para el juego. En este sentido, Solnit nos alerta de que “a causa del miedo de sus padres a las cosas espantosas que podrían ocurrir (…), quedan privados de las cosas maravillosas que ocurren siempre”. El resultado es que a pesar de vivir en sociedades bastante seguras, se impide sistemáticamente la libertad para deambular y jugar de los niños. Ante esta férrea vigilancia de la infancia, que está rozando la paranoia con la incidencia de la pandemia de la covid-19, es de esperar (y desear) que los adolescent
es vivan sus primeras salidas sin padres como una auténtica liberación, impulsándoles a una búsqueda de espacios propios, ajenos a los adultos, que les permitan aventurarse y explorar el mundo. Aunque, desgraciadamente, la mirada atenta de los padres suele ser sustituida por el dispositivo móvil que les acompañará el resto de su existencia y con el que dejan constancia de cada pequeña transgresión de las normas que realizan.

Debemos recordar que no es la primera ocasión en la que Solnit se adentra en la cuestión del deambular. Hace unos años Capitán Swing también publicó Wanderlust. Una historia del caminar en el que se recoge la relación entre el pasear y el pensar yendo de Rousseau al surrealismo, pasando por Thoureau o Restif de la Bretonne. Wanderlust es un auténtico manual repleto de anécdotas, referencias, especulaciones y paseos en el que se reivindica la reapropiación de la calle, los espacios compartidos y la naturaleza. Por señalar un fragmento concreto del libro, resulta muy interesante su explicación de los orígenes del bipedalismo que va ligada a la experiencia del tropezar y el caerse, dando lugar a toda una serie de referencias culturales y religiosas.

 
 
En ambos libros, Solnit se demora en sus paseos por San Francisco (“esta ciudad encerrada por la naturaleza pero expandida por la imaginación”), por el desierto, la playa y los bosques de secoyas. Sus descripciones son vívidas y nostálgicas, van unidas a experiencias íntimas y bellas. Entre los paseos que reseña en Una guía sobre el arte de perderse hay uno especialmente evocador en un lago seco al fondo del cual se encuentra una isla que se muestra a través del vértigo del espejismo. Parece que la isla está al alcance de la mano y, sin embargo, resulta inaccesible. A partir de esa visión, nos dice Solnit que permitirse el perderse es otra forma de plantear la complejidad del deseo, porque “siempre hay algo que está lejos”. Nos ponemos en marcha tratando de obtener aquello que anhelamos y sentimos el pinchazo de la frustración cuando sabemos que es inalcanzable. Aunque el verdadero riesgo se encuentre en la ausencia de deseo, pues entonces quedaríamos postrados, inmóviles como una piedra en mitad del desierto. Y aquí también es reseñable la forma en la que Solnit describe la atracción por el desierto como esa “abundancia de ausencia”, una naturaleza en la que la vida siempre se encuentra en peligro, en resistencia, remitiendo a “las fuerzas primarias de la piedra, el clima, el viento, la luz y el tiempo”.

El libro abandona pronto el terreno del ensayo para acercarse a una suerte de autobiografía en la que recorre las diferentes formas de pérdida que se pueden gozar o sufrir. Solnit se permite jugar con la memoria, ponerla a trabajar a partir de imágenes y objetos que funcionan como invocadores, tratando de encontrar un arraigo frente a la tristeza y una reconciliación con la experiencia del dolor. No es de extrañar que comience con el relato de Alvar Núñez Cabeza de Vaca cuando se perdió en su intento de hacerse rico en las Indias, teniendo que reconstruir todo su mundo, integrándose en una cultura ajena y dejando de ser quien era. Desde ahí, Solnit va pasando al recuerdo de su propia juventud y de quienes perdieron su vida con la rapidez y la violencia de un fogonazo. Igual que escribe sobre Cravan o Saint-Exupéry señalándoles como aventureros cuya “ambición reflejaba un deseo de rehacer el mundo y transformarlo en lo que debía ser, pero las desapariciones reflejaban el deseo de vivir como si eso ya hubiera sucedido”. Teniendo en cuenta estas palabras, se comprende que no hable de los perdedores desde una perspectiva pesimista, sino como héroes que desaparecen en “las cumbre de lo posible”.

En contraste con estas aventuras, el urbanismo de nuestras ciudades está planificado para evitar cualquier incomodidad o interrogante. Solnit comenta el efecto directo de las casitas adosadas como “una especie de tranquilizante para la generación anterior a la nuestra, si es que la topografía puede ser una droga”. El ritmo de nuestras vidas no es el del paseo, sino el del coche y el mundo se ha transformado para facilitar el trasiego motorizado e impedir la lentitud del caminar, la posibilidad del encuentro o el detenerse para conversar. Por eso se hace necesario que Solnit nos recuerde que “el mundo es mayor de lo que imaginamos” y que para ampliar los márgenes de la imaginación y, en consecuencia, las posibilidades de lo real hay que ser capaces de ir más allá de las dimensiones o las perspectivas con las que estamos familiarizados, acercándonos a aquello que escapa a nuestro control, a la vivencia de lo impredecible. De hecho, por mucho que se quieran delimitar los pasos, el mapa nunca coincide del todo con el territorio y aún somos capaces de buscar los huecos, los espacios en blanco y los recodos en lo que poder internarse.

Notas:

(1) Lurdes Martínez, Saqueadores de espuma. La ciudad y sus grietas. Ediciones el salmón, Madrid: 2020.

miércoles, 4 de marzo de 2020

PASAR AL ACTO - Bernard Stiegler


Editorial Hiru, 2005 
Traducción Beatriz Morales Bastos.
 
Pasar al acto es un texto breve de Bernard Stiegler que tiene como punto de partida una conferencia pronunciada en 2003 en la que respondía a la pregunta “cómo llega alguien a ser filósofo”. En principio, la cuestión de la utilidad de la filosofía o del por qué aún se filosofa ha dado lugar a tantos textos que uno más no resultaría demasiado seductor. Sobre todo si tenemos en cuenta que la mayor parte de ellos se desarrollan del mismo modo: el pensador trata de justificar su tarea y reivindica la necesidad de continuar con el pensamiento específicamente filosófico. Ninguna otra disciplina se pone en cuestión a sí misma con esa reiteración y ferocidad. De hecho, conforme avanzan estos tiempos sombríos la filosofía se va evidenciando como una dedicación más urgente, aunque también más despreciada. El mundo puede seguir su curso sin el filósofo, mientras éste se angustia ante el fracaso de su misión. En este caso empleamos el término “misión” porque es el que usa el propio Stiegler cuando presenta su labor sumando una connotación religiosa o evangelizadora al acto del pensar, pues se añade cierta fe en que será capaz de alterar el mundo en el que se desenvuelve el lector, de abrirle a la experiencia de la verdad. De este modo, Stiegler nos presenta un pensamiento que arranca de la vivencia cotidiana al modo de la fenomenología para ir acercándonos a una radicalidad intempestiva y, por eso mismo, imprescindible.

Nada más abrir el libro, lo que resulta atrayente es el empleo de un tono directo y sencillo para describir esa transición desde el filósofo en potencia, que somos todos, al filósofo en acto. Stiegler revive pudorosamente la intimidad de su época de encarcelamiento (estuvo preso durante 5 años por atracar un banco), sus lecturas, la relación con sus maestros y la elaboración de un soliloquio que le permitió sobrevivir en ausencia del mundo. Lo sorprendente de este relato es su capacidad para colocarse en parámetros universales a pesar de lo excepcional de su experiencia del encierro. La celda se convierte en el espacio perfecto para recuperar lo extra-ordinario del mundo. Al fin y al cabo, todo filósofo necesita de la soledad y del retiro para que se produzca el monólogo en el que aparezca el “otro-yo”. Stiegler rememora el momento en el que emprende el camino del pensar sin saber exactamente hacia dónde se dirigía y descubriendo “la manera íntima y secreta en que me había convertido en filósofo”. Buscaba al ritmo del rezo, desmenuzaba el recuerdo del mundo estableciendo una relación privada y armoniosa con la verdad, una comunicación con una lengua secreta fundamentada en certezas.

Hay un placer en el trabajo filosófico que surge al abrirse camino entre el sinsentido caótico y el exceso de sentido, en el proceso de desvelamiento del mundo. Es una voluptuosidad, temblor o exaltación que le permite quedar embelesado en ese soliloquio en el que se olvida de sí. Entonces se siente capaz de acercarse al umbral y mirar a través de la rendija por la que se alcanza a ver algo de lo real. Stiegler considera que es imposible que el ser humano no se sienta afectado o removido por esa experiencia deslumbrante. Precisamente hoy resulta imprescindible no dejarse llevar por las prisas, recuperar la calma para permitir que aflore esa curiosidad que pervive en la mente al preguntarse por el lugar en el que habita. 


Porque para Stiegler el paso desde la actitud natural y común a una manera de pensar propiamente filosófica se produce a través de una duda que puede desencadenarse fácilmente. Esto se debe a que el ser humano se encuentra en equilibrio sobre una tensión entre las posibilidades a las que está abierto y la capacidad para llevarlas más allá del medio en el que vive. Habitualmente, la sensación que provoca esta situación es más armónica que conflictiva debido a que estamos imbuidos en un medio que nos rodea hasta el punto de no ser conscientes de su presencia. Según Stiegler, pararse a pensar es cuestionar ese medio y ser capaz de transgredir en parte la ley de la ciudad que se habita, de la comunidad que nos protege y nos permite ser quienes somos. Pasar al acto consistiría no sólo en llevarse a uno mismo más allá de lo que se es ahora, sino abrir el propio mundo en sus posibilidades a través del deseo. Por eso, el filósofo siempre se siente empujado a tratar de salvar la distancia entre el decir y el hacer. La buena vida que el pensador promete tiene que cumplirse en su propia existencia no sólo por una cuestión de “credibilidad” intelectual, sino por esa noción de misión a la que hacíamos referencia al inicio. Se trata de un compromiso ineludible que se ha fraguado en la intimidad del pensamiento.

Evidentemente, el texto de Stiegler se convierte en una impostura en la que se nos muestra su vida en la prisión como si se tratara de un recogimiento existencial en una celda monacal donde se preparaba para la vuelta a la vida como exterioridad. Se va forjando “un otro” en el que no se abandona del todo la forma de ser anterior, sino que se superpone como una capa que recubriera lo real con una cosmovisión nueva. Stiegler emprende la rememoración del mundo realizando un acto de rebeldía, de afirmación, de transgresión y de resistencia no contra la estructura punitiva, de la que nunca habla, sino contra su propia situación para tratar de conseguir elevarse “por encima del elemento”. Ni siquiera se trata de un esfuerzo por evadirse o escaparse más allá de los muros de la cárcel, porque a Stiegler le aterrorizaba realizar un ejercicio nostálgico de reconstrucción expresa de aquello que se le negaba, sino de una separación aún mayor generando una inmanencia absorbente preñada de verdad. La existencia se convierte en una sucesión de vidas, un renacimiento constante al que se asiste con una mezcla de devoción y fascinación. En esa vivencia suspendida o abstraída el discurso secreto se explora hasta rozar lo obsesivo, porque ya no hay nada donde extraviar la mirada, ni alteridad que atraiga la atención.

Según Stiegler, sólo haciendo esa epojé cada persona puede “aprender a cultivar las buenas esperas”. Se crea una disposición del ánimo en la que el sujeto se mantiene a la expectativa, se coloca impaciente mientras invoca al mundo para que éste acontezca. Para conseguir esa existencia plena, cada persona debería ser capaz de buscar esa suerte de estado de buena esperanza. En algunas ocasiones supondrá endurecer el cuerpo preparándolo para el golpe, en otras dejarse llevar maravillados, porque, como nos dice Stiegler, “la extra-ordinariedad del mundo es lo que encuentra quien sabe ir más allá de la insignificancia de las cosas, que ha hecho ordinarias por la no-relación que ha establecido ahí y que así ha olvidado”. Desde esta perspectiva, la filosofía se convierte en un acto poético, un ejercicio de memoria y de re-encantamiento que salva al ser humano de lo absurdo y la angustia.

Reseña de María Santana

domingo, 29 de diciembre de 2019

LA MELANCOLÍA EN TIEMPOS DE INCERTIDUMBRE - Joke J. Hermsen

Traducción: Gonzalo Fernández
Editorial Siruela, 2019
172 páginas

En los últimos tiempos se han publicado numerosos trabajos sobre la depresión que nos dan una idea de la crisis humana que vivimos. Con ellos se intenta explicar el aumento de las personas diagnosticadas y que va unido al consumo creciente de medicamentos, a numerosas bajas laborales o conductas autolíticas. Muchos de los análisis y balances críticos que se realizan en torno a esta cuestión resultan pesimistas e incluso alarmantes, consiguiendo un resultado adverso al aumentar la inquietud y empujando hacia la certeza de la imposibilidad de mejora o ‘cura’ de nuestra sociedad decadente. En este sentido, se agradece el enfoque diametralmente opuesto que tiene el libro de Hermsen y que le sitúa en la reivindicación de la creatividad poética, el amor y las relaciones sociales como única salida a esa pasividad angustiosa.

En La melancolía en tiempos de incertidumbre, Hermsen se refiere al estado de ‘depresión moral’ que ha ido consolidándose junto con la crisis del capitalismo y que ella señala como “un sentimiento más indefinible relacionado con la alienación, el desarraigo y la fatiga generalizada”. De esta forma, explica cómo la depresión no tiene bases meramente individuales, a pesar de experimentarse y ‘gestionarse’ como si se tratara de un fracaso personal, sino que su cruel padecimiento se ha fortalecido a través de las técnicas totalitarias de un sistema de consumo y competencia liberales que han acabado por colonizar todos los aspectos de la vida cotidiana. Por eso, Hermsen deja claro que la solución profunda del problema va más allá de los recursos terapéuticos implicando una perspectiva política y social a partir de la cual poder recuperar nuestra relación con los demás en base a sentimientos de solidaridad y generosidad. Porque ese sentirse desarraigado no se circunscribe a las personas diagnosticadas como depresivas, sino que se extiende al común de la población.

El desarraigo del melancólico al que hace mención Hermsen se concreta en la íntima vivencia de perder el mundo, de sentirse expuesto a la intemperie de lo real sin un sentido. Es decir, en el vértigo de ese momento de horror en que la realidad aparece en su aspecto más caótico y absurdo. Una expulsión del mundo que nos aleja por añadidura de las personas que nos rodean. De modo que el Otro se convierte en alguien completamente ajeno hasta llegar a experimentar su presencia como una amenaza. A partir de ahí, las relaciones con los demás se asientan sobre la desconfianza y el miedo. A esto se une el abandono de las dinámicas clásicas de reconocimiento social, que no pueden ser sustituidas con eficacia por las redes virtuales, además de la crisis económica y laboral que ha disuelto cualquier ilusión de estabilidad. De esta forma, el modo en el que estamos en el mundo acaba por escaparse de cualquier control y anida en nuestro interior una sensación de impotencia corrosiva que nos empuja más allá de la frustración o la ansiedad, dando lugar a respuestas irreflexivas, egoístas y violentas. Por eso, para Hermsen, en la angustia de la depresión se encontraría uno de los alimentos del fascismo entendido como la añoranza de un pasado idílico perdido y la búsqueda de un chivo expiatorio al que culpar del propio sufrimiento. Del mismo modo que la depresión se ceba con las personas con menos ingresos y nivel de estudios, al haber perdido la autonomía en el devenir de sus vidas, así el fascismo se apropia de esa melancolía para convertirla en una agresividad mezquina. El ascenso de estos movimientos reaccionarios va unido a la crisis del capitalismo, pero, también, al sentimiento de impotencia apoyado en las pasiones más tristes y ruines.

Sin embargo, la belleza y el valor del libro de Hermsen residen en el equilibrio que logra entre el diagnóstico crítico y una propuesta emancipadora y serena. Algo que nos libera del repetitivo recorrido por las miserias que nos rodean y de las que somos radicalmente conscientes. El texto supera los derroteros más manidos y prefiere partir de un ejercicio de apropiación de la melancolía. Hermsen nos impele a sumergirnos y abrazar esa tristeza que nos rodea sin caer en el terror, ni en la patología medicable. Su propuesta es la de recuperar las habilidades culturales que nos permitían hasta hace poco integrar en nuestra existencia los sentimientos más oscuros a través de un ejercicio racional mesurado, consciente y creativo. De ahí que las primeras páginas del libro se dediquen a realizar una pequeña historia de la melancolía reseñando, por ejemplo, como Aristóteles la concebía como esa bilis negra capaz de inspirar ideas geniales. Para Hermsen, la melancolía debería volver a comprenderse como un sentimiento universal que aparece en todos los pueblos y en todos los momentos históricos. No sólo es necesaria la eliminación del estigma que pesa sobre la persona deprimida, sino la integración en el relato íntimo y personal de esos momentos de melancolía como vivencias imprescindibles e, incluso, fundacionales. El verdadero problema está en haber perdido las herramientas lingüísticas, compartidas y creativas que nos permitían reconciliarnos con esa tristeza al colocarla a la base de una suerte de ‘renacer’ cotidiano. Llegados a este punto, Hermsen no intenta concretar la responsabilidad de la psicología y su patologización de las pasiones en el deterioro de estas habilidades, aunque sí señala directamente a Freud como el primero que elimina la genialidad al melancólico. El padre del psicoanálisis no sólo etiquetará a la persona atrapada en la melancolía como enfermo y le prescribirá el pertinente tratamiento clínico, sino que le ridiculizará haciéndole sentir culpable al indicar que sufre 'delirios de insignificancia' por lamentarse de haber perdido algo que no sabe bien qué es.

Lo que sí constata Hermsen es el fracaso de las distintas terapias más o menos científicas, igual que las dificultades para determinar claramente los síntomas en el DSM o especificar los pasos en el camino de la cura, a lo que hay que sumar la incapacidad de los fármacos para mejorar los estados de ánimo. De este modo, ha cundido cierta mistificación en torno al deprimido que emerge de las oscuras ascuas como una auténtica ave fénix. A fin de cuentas, si echamos una mirada a dos ejemplos de relatos sobre la depresión como son El mito de Sísifo de Camus y las memorias publicadas hace un par de años por la editorial Capitán Swing del escritor norteamericano William Styron, Esa invisible oscuridad, parecería que ‘simplemente’ el sufrimiento del melancólico se va amortiguando muy poco a poco, hasta que llega un día en que se toma conciencia de haberlo superado. Y, de hecho, a pesar de mantenernos en la ignorancia con respecto al remedio, los dos ejemplos a los que me refiero se encuentran en las antípodas a la hora de valorar la melancolía. Pues, mientras Camus sigue concediendo a la tristeza cierta capacidad productiva y creativa impulsada por una angustia siempre presente en el interior humano, Styron renuncia a la cura de sí e, incluso, a identificar las posibles causas del malestar a través de una terapia que busque la elaboración de un discurso integrador.

Precisamente, me gustaría detenerme un poco en la descripción que realiza Styron, porque su planteamiento le coloca en el extremo opuesto a la propuesta de Hermsen. Para él, la tristeza se convierte en un elemento absolutamente ajeno que se apodera de su existencia. Es más, al no ser capaz de encontrar ningún motivo o hecho que explicara causalmente su depresión, Styron acaba por concederle una suerte de existencia ontológica hasta casi personificarla. De esta forma, la melancolía acaba siendo un enemigo que ataca en los momentos de debilidad. Y cuando Styron constata su fracaso a la hora de enfrentarse a ella, decide ‘abandonarse’ a la institución psiquiátrica y los psicofármacos, porque la tristeza le ha incapacitado para la vida al arrebatarle cualquier deseo o voluntad. En este sentido, Esa invisible oscuridad se convierte en una contundente muestra del fracaso de la cultura occidental a la hora de mirar a la melancolía a los ojos. Por eso, no puede extrañarnos que Styron la describa con las siguientes palabras: “La depresión es un desorden psíquico tan misteriosamente penoso y esquivo en la forma de presentarse al conocimiento del yo –del intelecto mediador- que llega a bordear lo indescriptible. De este modo permanece casi incomprensible para aquellos que no lo han experimentado en su forma extrema (…)”. Lo único que Styron consigue identificar claramente es el horror que comienza a invadir su organismo desde el momento en que cae la tarde, sofocándole y bloqueando cualquier acto o pensamiento.


Ante el trémulo e incapacitante silencio descrito por la persona deprimida, sólo hay una posibilidad de evitar la parálisis y de caer en la patología: impedir que el pensamiento lógico se obstine en ese ‘hiperrealismo’ con el que se presenta la vivencia de la ausencia de sentido. Y empleo el término hiperrealismo porque el melancólico abraza la tristeza como consecuencia de haber llegado a una certeza aparentemente positiva, racional y verdadera de que lo Real en sí no ofrece sentido alguno. Aunque la salida que se propone es tan sencilla como imposible, al rozar un absurdo que sólo puede ser eludido con la distancia de la ironía. Para Hermsen se trataría de volver a ‘hablar el mundo’ para convertirlo en un hogar. Porque así es cómo el ser humano se ha protegido y ha logrado cuidarse hasta ahora, dando lugar a una labor colectiva. En definitiva, el pensamiento más racional no vale de nada ante la herida abierta de lo Real. Su indigencia debe evidenciar las posibilidades de otros derroteros del espíritu ligados al deseo, los sueños o la imaginación.

En cualquier caso, la relectura de la tradición que realiza Hermsen resulta sumamente evocadora, al igual que esa voluntad por recuperar conceptos como la eudaimonía aristotélica entendida no como goce, sino como un “esfuerzo constante por ser una persona mejor, vivir con motivación y aspirar al bien para nosotros y para los demás”. Porque esa felicidad serena y deseante surge de un proceso de autoconocimiento largo y complejo que no debe sostenerse en una llamada a la responsabilidad, sino en la reinstauración de dinámicas de cuidado de sí. El matiz es importante, teniendo en cuenta que ni en las situaciones más extremas el suicida puede ser rescatado con ese amor al Otro convertido exclusivamente en una carga. El impulso que detiene la mano levantada contra uno mismo surge de otra parte, como escribía Styron: “Y no menos imperiosamente comprendí que no podía cometer aquel sacrilegio conmigo mismo”. Por tanto, el cuidado de sí se retoma desde cierta forma de orgullo o de dignidad que obliga al reconocimiento en las propias acciones o deseos. El objetivo primero de la cura será romper con la vergüenza y el miedo que el deprimido siente ante sí y, por extensión, ante los demás, desplegando estrategias colectivas y generosas.

Por eso, Hermsen reivindica a los filósofos que supieron reapropiarse de la melancolía sin arrojarnos a la angustia y haciendo de ella un momento de intimidad y duelo desde el que emerger renovado. Y, con la misma elegancia, el libro reivindica el origen adolescente y personal de esa tristeza, cuando se produce el paso del orden de lo imaginario a lo simbólico. Es entonces cuando las personas suelen hurgar complacientemente en esa oscuridad hasta que logran encontrar ese motor creativo que se ofrece como única posibilidad de rescate. A partir de ahí, será necesario comprenderse como seres en movimiento, en constante adaptación, alimentados por renovados sueños. Y es en este punto donde se demora el libro de Hermsen, en el amor experimentado como un volver a casa y un cuidado de sí, a lo que añade la idea de Hannah Arendt de la vida como nacimiento constante, como el rebrotar de la existencia tras cada inmersión melancólica.

Lo único que podemos reprocharle a La melancolía en tiempos de incertidumbre es detenerse en el punto en que lo hace, sin profundizar en el análisis del juego entre lo posible y lo imposible que apunta al tratar la obra del filósofo alemán Ernst Bloch. Solamente señala la riqueza del concepto de esperanza blochiano, dejándonos a las puertas de una reapropiación de la vida individual y colectiva, casi utópica. En este sentido, me hubiese gustado que Hermsen se adentrarse más en la descripción de ese cuerpo nómada, en ese movimiento impelido por el deseo que nos aleja de la melancolía. Es cierto que durante todo el libro incide en la necesidad de lo poético unido a lo amoroso, pero esta idea no arraiga en una reivindicación clara de lo maravilloso, en una interpretación de esas herramientas de cuidado de sí como reencantadoras del mundo. De modo que el libro termina de manera un tanto abrupta, dejando al lector con la necesidad de dar una vuelta más de tuerca, quizás de una exaltación o de un goce que sumar a esa eudaimonía. Aunque con este movimiento brusco nos alejaríamos probablemente de la amorosa serenidad aristotélica para acercarnos de nuevo a ese vértigo de lo inasible tras el cual se esconde la melancolía. Y es que parece que el ser humano no puede escapar de ese movimiento paradójico que le lleva desde el deseo al abismo.
Reseña de María Santana