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jueves, 3 de julio de 2025

EXPERIENCIAS EXTREMAS S.A. - Christopher Priest

 


Imaginen sumergirse por completo y en cuestión de segundos dentro de una experiencia absolutamente ajena y extrema: un crimen, un accidente o una tragedia. O, como llega a hacer Teresa en Experiencias extremas S.A., acceder instantáneamente al interior del cuerpo de Shandy, una actriz porno de los años 80’, vestida de vaquera y que está a punto de rodar una escena en un salón del Oeste de cartón piedra. Este es el supuesto inicial del que parte la novela de Christopher Priest, para adentrarse en una compleja aventura que altera las convicciones más profundas de su protagonista.

Experiencias extremas S.A. nos presenta dos tramas que confluyen rápidamente, por un lado, el duelo de un pequeño pueblo inglés, Bulverton, en el que una persona ha cometido un asesinato masivo y, por el otro, la estancia en esta localidad de una agente del FBI, que ha perdido a su marido en un crimen similar. La agente, Teresa Simons, viaja a su país de origen atraída por la masacre de Bulverton, tratando de buscar un hilo que dé sentido a su propio dolor. Y, en esta investigación personal, acabará confundida entre lo real y lo virtual, la casualidad y la causalidad, mientras observa cómo todo lo que había creído en la vida se va desmoronando.

La realidad virtual es el elemento que va desencadenando el caos de esta historia. Gestionada por lucrativas empresas de ocio, para su uso no hay más que instalarse un pequeño puerto de entrada en el cuello y dejarse inyectar los 631 neurochips. De este modo, hasta el más timorato podrá sumergirse en el interior de cualquier personaje para experimentar en primera persona la situación más brutal imaginable. Cuando el tiempo acaba, se recuperan los neurochips que despliegan el software en la intimidad mental, para ser limpiados y reutilizados en el siguiente usuario. Así, Priest explora las imprevisibles consecuencias de esta comunión neurológica.

Teresa conoce bien el peligro que hay tras la seducción de la realidad virtual, porque ha sido entrenada en estos entornos por el FBI. En ella, aprendió a hacer frente a las situaciones de violencia. La novela nos muestra el modo en el que va anidando en Teresa la obsesión por determinadas situaciones de violencia y por crímenes que experimenta en bucle. Su resistencia inicial a las salas de Experiencias extremas cae cuando la realidad empieza a poblarse de huecos, espacios incoherentes y apariciones fantasmales. Se irá conectando una y otra vez, analizando las pequeñas variaciones y buscando el límite de lo existente. Es entonces cuando descubre que “la realidad era una hipótesis que no era viable por mucho tiempo”. Su pensamiento comienza a divagar en círculos, tratando de asirse al mínimo resquicio de sentido, aunque este sea la apertura al más oscuro de los desastres.

A partir de la omnipresencia de las pantallas, hoy damos por hecho que la vivencia de la realidad virtual altera la percepción del mundo material. Sin embargo, la pregunta que se hará Teresa en la novela será más radical: ¿puede alterar la realidad en sí misma? Paradójicamente, cuando llega a esta última duda, nuestra protagonista ha sido capaz de sobreponerse al delirio que supone la sucesión incansable de vivencias virtuales y se siente más cuerda que nunca. En un ejercicio de sadismo fascinante, Priest le hace perder completamente el pie en el mundo, para que alcance a comprender su auténtico mecanismo. Experiencias extremas S.A. es, pues, una fantasía metafísica, un enredo conceptual, en el que los personajes se despiden de la lógica de lo común y se adentran en las entrañas de lo posible.

Como en cualquier novela de Priest, el lector está obligado a abandonar cualquier principio de incredulidad y a entregarse a la retorcida lógica de su autor. En este sentido, su obra siempre ha sido difícil de clasificar. A pesar de considerarse dentro del género de la ciencia ficción, la acción nunca pierde el contacto con nuestra realidad, ni se presentan artilugios excesivamente fantásticos. Sus historias tampoco van muy lejos en el futuro, sino que suelen describir situaciones o lugares perfectamente reconocibles en el presente. Su ciencia ficción está enfocada a la exploración del lado más perturbador e inquietante de nuestra propia realidad. Es decir, lo que suelen hacer sus personajes es acercarse, voluntaria o involuntariamente, a otro mundo dentro de este. Como si abrieran una nueva dimensión de la realidad, que se encontraba agazapada en la vida cotidiana a la espera de una oportunidad para asaltarlos.

Por eso, lo más atractivo de sus novelas es la capacidad para ahondar en la experiencia de lo ilusorio. Desde este presupuesto, podría decirse que los protagonistas tienen ante ellos la oportunidad de salir de la caverna descrita por Platón. Sin embargo, este escepticismo ante la realidad conocida no les va a permitir alcanzar una mayor certeza y saber universal, que pudiera compartirse con el resto de la humanidad para sacarla de la ignorancia. No se trata nunca de desvelar el verdadero rostro de las cosas. Sino, casi lo contrario. No se sale de la caverna, sino que se entra en ella. A partir de un trauma o de la sucesión de pequeñas perturbaciones, que alteran radicalmente sus vidas, los personajes parecen introducirse en la caverna para deslizarse hacia un espacio incómodo, ambiguo e, incluso, inhabitable. Por eso, van pasando de la normalidad a la incredulidad, mientras pierden el contacto con las personas que les rodean, reduciendo su experiencia del mundo a un solipsismo, que solo se rompe cuando se narra al lector. 

Este desajuste con el mundo compartido es descrito con maestría por Priest en cada novela. El progresivo aislamiento e incomunicación al que se ven reducidos sus personajes se suele aliviar a través de algún cómplice, que permite romper el estado de incredulidad del protagonista y que suele ser una amistad, un amor o una especie de sociedad secreta. Esto se puede leer en El glamour, donde se descubre un pequeño colectivo que habita en los intersticios de lo perceptible. O en El prestigio, su novela más conocida, en la que el secreto compartido se convierte en un vínculo turbio y violento. De hecho, esta verdad incomunicable trastorna de forma malsana las relaciones más íntimas y el mismo deseo erótico, mostrando su naturaleza desigual y la voluntad de dominio. Aquí el planteamiento ontológico a lo Philip K. Dick se da la mano con las pesadillas existenciales y lúbricas de Cronenberg. Por lo que no es de extrañar su colaboración en la escritura de la película Existenz. De hecho, hay algún elemento fácilmente reconocible que relaciona ambas historias.

En cualquier caso, hasta que se llega a este punto de inflexión en cada novela, la lectura inicial puede llegar a ser un tanto decepcionante, pues se sostiene sobre personajes corrientes y anodinos presentados a través de sus rutinas cotidianas. De modo que el lector pasa las primeras páginas esperando, hasta que algo se tuerce de manera dramática. En Experiencias extremas S.A., el trauma no tarda mucho en presentarse, desencadenando el devenir de los acontecimientos y la comprensión retrospectiva de lo que hemos leído. Así, todo aquello que nos ha parecido anecdótico o absurdo cobra un nuevo sentido.

Cada una de sus historias se sostiene en un difícil equilibrio entre lo creíble y lo inverosímil. Articuladas como un mecanismo de relojería, las piezas suelen encajar a la perfección al final de la novela, dejando una sensación de maravilla. Esto también sucede en La afirmación o, en las que el lector participa en una particular mezcla entre lo sabido, lo intuido, lo recordado, lo real y lo alucinatorio, capaz de sumergirnos en un universo onírico guiado por una mente bastante maquiavélica.

Además, Experiencias extremas S.A. nos ofrece la belleza tóxica de las inyecciones y las ranuras, que se abren en la carne de los nuevos yonkis. Aunque, estos recursos no desvían a Priest hacia el cyberpunk más estereotipado. Eso sí, Teresa nos arrastra por sus obsesiones hasta conseguir que el lector acepte otra dosis más de droga. Es completamente fascinante su paseo por Londres dentro del cuerpo de Shandy, compartiendo su mundo, sus gestos, su forma de caminar y sus anhelos. Igual que mirarse a los ojos en el espejo retrovisor de un Chevrolet de los años 50, para descubrir que eres una mujer mayor negra y que estás a punto de coger un revólver. O el perturbador goce de sentir en las manos y los brazos el clic, que indica cómo han encajado las piezas de un arma justo antes del disparo. Con todo esto, Priest nos prepara para adentrarnos en la mente más estúpida y oscura, la del asesino en masa. Al tiempo que descubrimos que cualquier sentido en lo real es una ficción y que el caos destructivo está más cerca de lo que creemos.

Reseña de María Santana 

miércoles, 16 de abril de 2025

MATERIALES PARA UNA PESADILLA - Juan Mattio

A comienzos de este siglo, las películas de terror japonesas vivieron una época de esplendor. Entre fantasmas, gritos, maldiciones y palideces, emergía un relato melancólico sobre el aislamiento y la creciente artificialidad de la existencia. Kairo, de Kiyoshi Kurosawa, se estrenó en 2001 y es un buen ejemplo de estas historias sin casquería, ni grandes efectos especiales que se alimentaban más de la tristeza que del miedo. Kurosawa nos ofrecía un mundo paralizado y al límite de la catástrofe, invadido por una atmósfera sucia de contaminación y por el que deambulaban personajes solitarios, que debían enfrentarse a la pulsión de muerte que anidaba en los ordenadores. A pesar de lo evidente, el sentido metafórico de sus imágenes era efectivo al mostrar el proceso de fantasmagorización de la ciudad y de sus habitantes tragados por la pantalla.

Hay cierto aire a Kairo en Materiales para una pesadilla de Juan Mattio. Se respira en la orfandad de los personajes, los cielos plomizos, la frialdad de unos cuerpos que van perdiendo el peso de la materia, las chirriantes incoherencias del lenguaje de los bots y las aguas estancadas en las que se sumergen los suicidas. En este sentido, la preciosa novela de Mattio se plantea como una distopía tan cercana a nuestro tiempo, que su lectura va helando la sangre. Que terminemos habitando una enorme Ciudad de los muertos, como la del cuadro de Böcklin, está a un simple paso tecnológico. La imagen de este pintor simbolista le sirve a Mattio de hilo conductor de los fragmentos que construyen un relato sobre la pérdida. El libro, que se inicia con dos citas de Ricardo Piglia y Walter Benjamin, entronca con la escritura bejaminiana por esa fragmentariedad, por cambiar el foco hacia la narración de los perdedores y por un pesimismo recalcitrante. Eso sí, en contraste con el pensador alemán, aquí no hay posibilidad de salvación mesiánica, no hay chispa subversiva que surja de la comprensión del pasado, por lo que resulta imposible alumbrar un movimiento de emancipación desde esta melancolía. 


De este modo, Materiales para una pesadilla se convierte en una historia sobre el duelo. Sus protagonistas van aprendiendo a despedirse de las personas a las que quisieron, de las casas y ciudades que habitaron en la infancia, de las formas de jugar, de relacionarse, de amar, … En definitiva, tratan de resignarse a la muerte del mundo y su conversión en fantasmagoría a partir de la tergiversación del lenguaje, como herramienta expropiada por la tecnología. Mattio nos enfrenta a la posibilidad cercana de que los humanos dejemos de ser los animales con palabra. Esas criaturas que con el hablar construyen el mundo. Los bots y las IAs nos desposeerán definitivamente de la lengua, consumando el régimen de separación propiciado por el capitalismo cibernético. En el libro (y casi ahora) son las máquinas quienes hablan y las personas se beben sus palabras en una ilusión de comunicación. Frente a la verborrea informativa de los dispositivos, entre los terminales humanos reina el silencio. Mientras tanto, crece el desconsuelo como una corriente que recorre la intimidad del cuerpo hasta enfermarlo. El único refugio que nos ofrece Mattio es el amor, aunque florezca en relaciones condenadas. Un arraigo frágil al mundo, pero que será lo único capaz de habitar la memoria de los protagonistas.

La novela puede leerse como una respuesta a la sospecha contemporánea que late bajo el malestar general: ¿qué mentes perturbadas han creado el universo virtual en el que vivimos sumergidos? ¿Qué finalidad se persigue con la seducción y separación del mundo que provocan los dispositivos cibernéticos? La especulación de Mattio rompe con la estupidez habitual de los planteamientos conspiranoicos. Nos presenta un mal banal, visto de escorzo y desde la perspectiva de los oprimidos, que entremezcla la brutalidad de las herramientas de vigilancia de la dictadura argentina, con el desarrollo de las tecnologías capitalistas. La trama se despliega como una singular novela negra, que gira sobre un robo extraño, el del lenguaje, que ha herido de muerte a la humanidad. Para ello, Mattio utiliza diferentes niveles de narración que se corresponden con los años 80’ y las primeras décadas del siglo XXI. Todo ello jalonado por numerosas citas y referencias a filósofos (Wittegenstein o Benjamin), científicos (Luria) y escritores de ciencia-ficción (Lem, Dick o Ballard).

Dentro de estas referencias literarias, el homenaje más claro es a Solaris de Stanislav Lem. De hecho, hacia el final de la novela, uno de los protagonistas retoma la historia de las apariciones en el planeta de Solaris para explicar el funcionamiento de la Isla de los muertos, que se ha creado como un reverso malsano del mundo virtual cotidiano. En ese no-espacio se establece una relación perversa entre los avatares de los humanos vivos y los bots que “encarnan” a los muertos. Durante los encuentros en esta ultratumba simulada, el camino que va de la alegría a la repugnancia resulta muy corto. Como sucedía en Solaris “todo empieza bien, hay felicidad en el reencuentro. Volver a ver un gesto que creímos que se había perdido para siempre. Dura poco. El retorno de los ausentes se convierte en un sueño opresivo. Las criaturas no pueden quedarse un solo minuto a solas. Demandan una atención sin fisuras. Hay que apartarse de ellos con violencia para no ser desintegrados”.

En el limbo espeso de la Isla de los muertos, se perfecciona la promesa de eternidad de lo virtual, que se invierte rápidamente en la maldición de la no-desaparición. El bot, que fue alimentado en vida por la persona fallecida, queda atrapado en su celda esperando la visita de los vivos para mostrarse orgulloso de su autosuficiencia virtual. Por eso, quienes de sumergen en la isla en busca de consuelo sospechan que pagarán un alto precio. No solo el que exigen las sacerdotisas, que custodian y guían en la isla, sino el que se cobran los propios bots, que ahondan en la herida de la pérdida.

Con ello, Mattio no solo nos advierte del modo en que se renuncia al lenguaje como el abrigo de lo humano, sino también cómo se desecha la posibilidad de la memoria. Parece que en un futuro muy cercano, el contenido completo de nuestra mente se irá restringiendo a las pulsaciones en la pantalla. Prolongando esta especulación y yendo más allá de la novela, podemos prever que ya no habrá más intimidad del pensamiento, ni en el duelo, ni en ninguna otra actividad. La conciencia, que tantos quebraderos de cabeza ha dado desde la Modernidad, se convertirá en una prolongación artificial y siniestra de un fragmento de la existencia individual. Será el dispositivo quien la guarde, como una identidad gestionada por una IA, que nos la ofrecerá gentilmente como avatar en lo virtual. Nuestra mejor versión pagada en cómodas cuotas de pantalla. Queda claro cómo el libro consigue abrirnos a las posibilidades de un universo alucinatorio, que convertiría la propia existencia en algo siniestro. 


Si Materiales para una pesadilla nos perturba es por su verosimilitud. Como Meta y demás corporaciones han estado planeando ya para nosotros, la realidad virtual se configura no solo como un videojuego evasivo, sino como la reproducción del mundo como un gran supermercado. Tras la sociedad del espectáculo y de consumo, el imaginario humano se ha vuelto tan estéril, que tampoco podemos fantasear con mucho más que esto. El deseo está configurado a la medida de un centro comercial, una habitación de hotel y un amor de culebrón. Para Mattio, la lógica del capital es la que rige con brutalidad en ese universo duplicado, que no vale como refugio o bálsamo, sino que aísla a los terminales, mientras ejerce la fantasmagorización del mundo común y material.

Por eso, los encuentros con amantes apasionados, las derivas guiadas por el “azar”, las predicciones oraculares o las bebidas alcohólicas que son consumidas en la conexión no consiguen saciar a los personajes de Mattio. Tampoco puede extrañarnos esa voluntad arriesgada y suicida, que termina empujándoles a actuar en busca de algo auténtico o real. Una actitud que se aleja diametralmente del planteamiento de novelas como Neuromante, en las que se busca una fusión completa con la tecnología. La inmersión constante en la máquina, que nos presenta Mattio, no proporciona suficiente ebriedad, exaltación, fascinación o amor. La gran matriz no es capaz de cumplir los deseos. Lo que ofrece la conexión es más abandono, frialdad y muerte. Por mucho que se busque un vínculo con la alteridad, que sigue siendo irreductible, lo que se encuentra es un otro reducido a un bot que les ignora o, incluso, les maltrata.

El fracaso de este anhelo profundo queda claro en un brevísimo episodio del libro en el que un hombre que vive en la calle se comunica con un cajero automático. El cajero se convierte en la Alexa de los pobres. La diligencia del ordenador le permite al hombre cambiar de contraseña o consultar un saldo inexistente, manteniendo una breve comunicación. Un sucedáneo de alteridad que evidencia la soledad radical en la que se encuentra. Y, sin embargo, nos dice Mattio que “era una compañía débil y luminosa que lo mantenía dentro de los límites de cierta cordura”. Como pasar horas haciendo scroll y creyendo que las palabras de los tiktokers van dirigidas a nosotros. Una dosis ansiolítica que calma un poco el dolor del aislamiento social.

En definitiva, la tristeza del libro no radica solo en el devenir de los personajes, sino en la oscura despedida a la cultura, tal y como la conocimos quienes habitamos el siglo XX. Mattio se despide de la forma de comunicación, las relaciones, los amores y, también, de la propia literatura, el imaginario y la utopía política. Nuestras mismas vidas ya muestran los primeros signos de necrosis. La pesadilla y la añoranza vuelven cada noche al pasar el dedo por la pantalla del móvil. 

Más información sobre el libro en la web de Caja Negra

 Reseña de María Santana

 

 


lunes, 10 de febrero de 2025

RASCACIELOS - J.G. Ballard



En El ángel exterminador, la película de Buñuel, un grupo de burgueses quedaba atrapado en el salón de una casa durante la celebración de una fiesta. El encierro es inexplicable, como si fuera una maldición que  les obligara a cuestionar sus hábitos, relaciones, tabús y formas de vida. Sin embargo, progresivamente, se convierte en la oportunidad para explorar parcelas existenciales relegadas o despreciadas como el sueño, el deseo o la pereza. Al quedar aislados del mundo, olvidados para los demás y ensimismados en ese microcosmos, se abre una grieta por la que se cuelan elementos subversivos y emancipadores. Buñuel no es ingenuo en su planteamiento y no usa la trama para ofrecer una simple imagen de hedonismo. El ángel exterminador se centra en el conflicto entre los dispositivos sociales burgueses y el principio de placer. De hecho, cuando los invitados consiguen, finalmente, salir a la luz del día, nos queda la certeza de que las convenciones volverán a tomar el terreno perdido y que la aventura será enterrada en una de las capas más profundas de la memoria, para aflorar ocasionalmente en sueños.

            La trampa construida por Buñuel permitía quitar la máscara a esos personajes para dejar al descubierto sus pequeñas mezquindades, miedos y heridas, ofreciéndoles a cambio los placeres de la transgresión. En contraste, la fiesta que sirve de punto de partida a Rascacielos, la novela de J. G. Ballard, es mucho más turbia, agresiva e, incluso, darwinista. A pesar de compartir un mismo planteamiento,  las pulsiones que se liberarán durante el enclaustramiento de los habitantes del edificio no estarán recorridas por el deseo freudiano, con sus frustraciones y anhelos, sino por una deliberada perversión, que les conduce a lo abyecto.

            El rascacielos se presenta como el edificio más innovador del momento. Conseguir un pequeño apartamento se convierte en un signo de estatus, al permitir el acceso a una serie de servicios automatizados y exclusivos. Como si se tratara de un crucero o, yendo un poco más lejos, como una de las urbanizaciones que se construyen hoy en el extrarradio de las grandes ciudades y que ofrecen espacios compartidos de convivencia y ocio. El edificio al que acceden los personajes de la novela tiene un par de piscinas, escuelas, supermercados, restaurantes, tienda de licores, salas de cine, recogida automática de basura, etc.

Sus moradores están absolutamente seducidos por esa vida futura a la que han llegado. Ballard es hábil a la hora de evitar las descripciones o detalles tediosos. Así que nos toca imaginar los primeros días de fascinación y goce: las miradas de complicidad, las nuevas relaciones que se establecen, las conversaciones de auto-recreación,… Solo asistimos a un par de sus fiestas privadas, que se suceden todas y cada una de las noches. Queda clara la sensación de autarquía que invade a sus pobladores, y que termina aislándoles del resto del mundo. El afuera se va desdibujando hasta perder cualquier interés. Sin embargo, la degradación del orden y la ley empieza a sentirse desde el mismo instante en el que se entrega la llave del último apartamento. Rápidamente, se inicia la exploración de nuevos órdenes, jerarquías, morales, economías, formas de subsistencia, de crianza y de diversión. Las innovaciones imponen una jerarquía social que va unida a formas de brutalidad desapasionada como son la vigilancia, la violencia psicológica, los castigos físicos, el ostracismo social, la segregación, la sumisión, la violación, etc.

La lubricidad violenta de los personajes no es ardorosa, explosiva o irrefrenable, tal y como imaginamos que deben estallar los deseos que se han ocultado durante toda una vida. Como indica en la novela el psiquiatra homosexual, Talbot, que está sufriendo una persecución feroz, lo que va quedando al descubierto es “nuestra naturaleza nada inocente posfreudiana. Todos nuestros vecinos tuvieron infancias felices y aun así están rabiosos”. Han sido criados con apego, han recibido la mejor de las educaciones y han podido ascender económicamente hasta conseguir una parcelita en el edificio del futuro. Paradójicamente, tantos mimos les han privado de la oportunidad de la depravación. Así, lo que van a ir descubriendo es un lado oscuro abyecto, crudo, frío y calculador.

            Como es habitual en las historias de Ballard, el lector no va a encontrar ni una pizca de alegría en este despliegue de perversiones burguesas. Ni siquiera, hay un regodeo lascivo en el que nos podamos llegar a sentir comprometidos libidinalmente. Todo está narrado con desapego. Para aumentar esta distancia entomológica, en muchas ocasiones, los personajes narran las acciones desde el recuerdo de lo que fueron capaces de hacer la noche anterior o se dedican a planificar lo que harán en la próxima incursión.

            De esta forma, Rascacielos se convierte en una lección de pesimismo misántropo, introducida a través de una distopía deshumanizada, que resulta desagradablemente creíble. Todos los valores de la Modernidad quedan arrasados. No se mantiene en pie ninguno de los rasgos que se supone nos definen como animales culturales y políticos: el lenguaje, la solidaridad, el cuidado de los hijos o de los más débiles. Es más, acunados por el confort del edificio, su degeneración personal consistirá en eliminar, uno a uno, los elementos mínimos que permiten la propia supervivencia: el autocuidado, la alimentación, la higiene o la protección de propias las heridas. Por tanto, estamos ante una concienzuda destrucción de los tabús más arraigados en las rutinas sociales e individuales de cualquier civilización. En la destrucción de los vínculos humanos, los protagonistas se retrotraen a una fase de un extraño narcisismo, en la que los humores, olores y excreciones revelan el cuerpo como aquello que seguía latiendo bajo los perfumes, las ropas caras y las sonrisas de las fiestas. La propia carne es el territorio más salvaje, que se descubre cuando todos los artificios desaparecen.

            Para Ballard, despojarse de las capas de la cultura y la civilización, no consiste solo en dejar aparecer el rostro del lobo, el competidor, que se defiende cuando se siente en peligro, o el líder, que desea quedarse con todas las hembras de la manada. Es algo más mórbido, difícil de explicar y vertiginosamente seductor. Mientras en la novela se suceden los ataques, las cacerías y las deserciones, quien está leyendo espera que emerja algo parecido a un culto, rito, ley o exploración de los placeres. Cualquier cosa que permita devolver a los personajes a la pulsión de vida. Sin embargo, como bien dice uno de ellos, “la oscuridad era la única manera en la que uno podía llegar a ese nivel de obsesión” por la propia degradación. No hay explicación alguna de lo que sucede, ni disculpa para la violencia. Tampoco hay deseo, como un anhelo de disponer de los bienes ajenos, los alimentos más exquisitos, los servicios exclusivos de las plantas superiores o las mujeres más jóvenes. Ya no importa subir o bajar pisos del rascacielos, el limbo de lo pre-civilizado les espera en cualquiera de ellos.

            En este juego despiadado, el verdadero triunfador será Laing, quien inicia el relato. Él se adapta a la perfección, con esa frialdad que expresa hacia el final de la historia, cuando nos dice “no sabía el tiempo que llevaba despierto ni lo que había hecho media hora antes”. Todas las cosas que le terminan rodeando en su sucio apartamento han ido adquiriendo nuevas funciones, mostrando las posibilidades de la obsolescencia tecnológica. Un microcosmos “en el que todo estaba abandonado o se había vuelto a combinar de una manera inesperada pero mucho más significativa”.

            Renunciando a cualquier esperanza o voluntad, Laing dispone de todo el tiempo del mundo para desarrollar formas de adaptación a ese ecosistema singular, como un nómada que tiene que descubrir recursos, mutar y adaptarse. Todas aquellas cosas que le habían movido en su vida anterior, el trabajo, la riqueza o la pareja, carecen ahora de importancia. Laing es un pionero, encarnando una masculinidad despótica y sádica. El modo en el que trata a su propia hermana y al resto de las mujeres que van apareciendo en la historia es la culminación de las dinámicas heterosexistas más despóticas. De esta forma, la novela ridiculiza los avances en derechos y libertades conseguidos por las luchas feministas, evidenciando su carácter efímero. Todos caen al primer envite masculino.

            De hecho, Ballard se ensaña con los personajes femeninos a los que presenta de manera estereotipada y fragmentaria. Su esquematismo es intencionado y las convierte en objetos de lujo o mera mercancía desechable. Siempre son el elemento secundario, intercambiable y sin discurso, que no llega ni a dar la réplica a los tres protagonistas masculinos. Es más, en el momento en el que son capaces de superar su pasividad connatural, para hacer frente a las violencias del edificio, se muestran como amazonas, arpías, lesbianas o neopuritanas. Solo pueden defenderse actuando en grupo. Son ellas quienes mantienen lo colectivo, como pequeñas manadas, congregadas alrededor de sus hijos. Ballard les permite sobrevivir en las sombras, tramando contra Cronos, esperando a que ellos bajen la guardia. En definitiva, las mujeres son una especie aparte, frágil, estúpida y fácil de domesticar, mientras se las mantenga aisladas.

            La lectura de la novela se sostiene sobre la fascinación mórbida de las cuarenta plantas del edificio. El vértigo nos persigue en cada página, mientras se contempla la caída de botellas, basura, rutinas, valores morales y algún que otro vecino. No hay grandes sorpresas, ni se las espera. Al fin y al cabo, la trama comienza por la escena final. El rascacielos no es una casa encantada, ni un salón freudiano, sino una megamáquina destructiva en la que se instaura el nuevo orden post tecnológico. El mundo futuro imaginado por Ballard carece de refugio o consuelo, reduciendo cualquier placer a la grasa churruscada de un muslo de perro.

Reseña de María Santana