jueves, 21 de marzo de 2013

AQUI Y AHORA - Jim Thompson

Primera edición en inglés en 1942
Publicada en castellano por RBA (2013)
Traducción de Antonio Padilla
304 páginas.

Sinopsis.

Dillon ha entrado a trabajar en la industria aeronáutica. Su numerosa y desestructurada familia se haya en una difícil situación económica, dependen de su sueldo. Pero el no abandona la idea de dejarlo todo y convertirse en escritor.

Comentario del libro. 

RBA ha reeditado esta novela en su colección Serie Negra, pero debe remarcarse que este libro no entra ni de lejos en esa categoría. Está claro que la editorial quiere aprovechar el tirón de este autor entre los aficionados del género, quizás más de un lector pueda sentirse decepcionado. En todo caso, al menos por parte  del que escribe, hay que agradecer que esta editorial se haya decidido a reeditar uno tras otro todos  los libros de Thompson, poco importa que sean serie negra o no.

Una vez dicho esto hay que admitir que muchos de los elementos que suelen conformar la literatura más característica de Thompson están presentes en esta novela, pero ordenados y expresados de una manera que se aleja del estilo normalmente frío y cortante que encontramos en sus historias de criminales psicópatas y perdedores sedientos de sangre. Muy al contrario, el tono es intimista e incluso a veces llega a una ternura inusitada, bien es cierto que dentro de un contexto tan duro y desesperante que cualquier tendencia a la sensiblería queda cortada por lo sano. Por lo demás, se trata de una novela muy autobiográfica y siendo así uno comienza a entender de donde viene toda esa amargura que rezuma la literatura de Jim Thompson, no obstante no deja de sorprender la sinceridad con que el autor vierte sus más íntimas vivencias en el papel.

Aquí y ahora fue su primer libro publicado (en 1942). Tal y como narra la novela, su carrera como escritor tuvo un comienzo complicado y no precisamente por falta de talento. Tras publicar varios relatos, sus intentos de escribir una novela son abortados una y otra vez. La falta de dinero, la sucesión de trabajos precarios de todo tipo, sus problemas con el alcoholismo, la imposibilidad de centrarse dentro del caos de una familia numerosa y desastrosa, el suicidio de su padre, sus devaneos con la política, todo ello desemboca en la difícil realización de esta novela en un proceso que tarda varios años. Queda en el papel el fiel reflejo de los sentimientos de Thompson hacia todas estas circunstancias, a veces como confesión, otras como ajustes de cuentas, las más como aullido de desesperación ante una existencia cruel. Aun así, por muy autobiográfico que sea la novela no podemos quedarnos en eso. Hay, evidentemente, todo un talento literario detrás, una capacidad para la escritura que convierte esas experiencias reales en una narración de extraordinaria calidad. Thompson se muestra en todo su esplendor con una prosa sencilla y directa que sin embargo no prescinde de ciertos momentos de lirismo expresivo. Junto al tono realista encontramos situaciones que rozan el onirismo y el delirio, descripciones de estados alterados de consciencia ya sea por las drogas, el delirium tremens o el obsesivo diálogo interior del protagonista. El resultado es un libro que gran riqueza expresiva (que podríamos calificar en algunos momentos casi como experimental) que contradice la linealidad estilística de sus posteriores obras.

 
Leyendo este libro, repleto de descripciones (a veces muy detallistas) de las mezquindades del mundo laboral, no he podido evitar acordarme de Charles Bukowski, muy especialmente de su novela Cartero. La estupidez de los jefes y encargados, la constante explotación, el absurdo en el funcionamiento en los trabajos, la falta de compañerismo, todo ello narrado con una ironía magistral. Desconozco si existe una conexión entre ambos autores, aunque imagino que es muy posible que Bukowski leyera este libro, no solo por el tema del trabajo, también por las referencias al alcohol (y otras drogas) y el lenguaje bastante explícito en cuanto al sexo hacen pensar en una influencia. De todas maneras está claro que ambos autores han bebido de fuentes muy similares, ya sea en cuanto a literatura americana como a europea. En este sentido, señalar como dato curioso que Thompson no duda en poner en boca de Dillon, su alter-ego en la novela, comentarios sobre Flaubert y Robert A. Heinlein. Es algo muy característico de un autodidacta el interesarse por los extremos de la cultura, de ahí sus referencias tanto a las filigranas del naturalismo frances como a la ciencia-ficción norteamericana, y de hecho su propia literatura terminó por aterrizar en un género popular como es el policíaco, aunque paradójicamente acabara por trascender el género para ser estudiada en las universidades.

Destacan en el libro los emocionantes pasajes que tratan sobre los tres hijos del protagonista, dos niñas y un niño. Siempre con el tono sencillo y directo, Thompson logra componer situaciones que van de lo cómico a lo trágico, sin abandonarnos nunca una sensación de profunda tristeza ante la vida de los pequeños y la impotencia de sus padres. La infancia como víctima de todos los males de la sociedad: miseria, ignorancia, maltrato, el autor acompaña la descripción de los infortunios de la clase trabajadora de los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial (como seguirá haciendo después) con algunas reflexiones de calado sentido social. Lo que en otras novelas está más o menos velado en Aqui y ahora se muestra muy claramente. De hecho, Thompson es muy explícito en este libro en cuanto a sus vinculaciones con el Partido Comunista Americano, sobre las cuales ironiza hasta cierto punto pero sin llegar a renegar del todo. Esta relación, que más allá de lo ideológico fue motivada según el autor por sus aspiraciones autodidactas, le costó ser investigado por el FBI (algo que es narrado en la novela) y figurar posteriormente en las listas negras que le impedirían hacer carrera como guionista en la industria del cine.

Hay algunas referencias al crimen, si bien no con la crudeza que muestra en sus novelas de género. Son, en todo caso, referencias a los trapicheos con los que poder sobrevivir o busquedas más o menos ilícitas del golpe de suerte que libraría para siempre de la miseria. Pero nunca Dillon, ni ningún otro personaje, es mostrado como un ser violento y sin escrúpulos, muy al contrario, son seres frágiles, llenos de dudas y miedos que sencillamente desean y ven escapar la felicidad.

En suma, es esta una novela que anticipa y fundamenta algunas de las constantes de Jim Thompson, ofreciendo algunas claves para comprender un poco mejor el oscuro y terrible universo de sus libros. En todo caso, seas o no seguidor de este autor creo que no deberías perdértela.

Reseña de Antonio Ramírez

miércoles, 20 de marzo de 2013

LA CANCIÓN DE KALI - Dan Simmons


Publicado originalmente en inglés en 1985 
Editado en castellano en 1993 (Ediciones B)
Traducción: Rosalía Vázquez

Sinopsis.

        El canto de la diosa Kali produce el sonido de la muerte. Un periodista sostiene que su culto no ha desaparecido aún en nuestro moderno mundo tecnológico y está dispuesto a comprobar sus afirmaciones. Nada le resultará sencillo, y lo que empezó como un trabajo rutinario se convertirá en una pesadilla en la que el protagonista sólo escucha mentiras y choca contra el muro de la indiferencia oficial cuando acude a las autoridades en busca de ayuda.

Comentario del libro.


Para los aficionados a la ciencia-ficción, Dan Simmons no necesita presentación: autor de la saga Hyperion, su contribución al género le ha asegurado un puesto de privilegio capaz de rivalizar actualmente con las Fundaciones de Asimov o los Dune de Herbert. Sin embargo, resulta curioso que muchos de sus seguidores parecen ignorar (e incluso menospreciar) que es en el terror donde Simmons ha concentrado la mayor parte de su producción literaria. Y es precisamente en este género donde debutó como novelista en 1985, con la publicación del libro que nos ocupa.


Lo primero que llama la atención de La Canción de Kali es la madurez de Simmons como narrador. Cierto es que ya contaba 37 años cuando lo escribió y que, a esas alturas, era ya un experimentado autor de relatos cortos. Teniendo esto presente, me sigue resultando destacable lo bien escrito y estructurado que está el libro, bastante por encima de la media habitual en estos casos. Sin duda, su punto fuerte es la ambientación y la creación de atmósferas: la Calcuta descrita en esta novela es un auténtico infierno en la tierra. Simmons presenta un escenario hostil y pesadillesco, ilustrado con profusión y sin ahorrarse todo tipo de detalles escabrosos como la mención de cadáveres amontonados en el patio trasero de los hospitales o incluso gente defecando en plena calle. Si bien no es más que un artificio literario (esa gran urbe corrupta y amoral que actúa como foco del mal bien podría ser Londres, Nueva York… o Madrid) su brutalidad y aparente sinceridad llegan hasta el punto de provocar una sensación realmente incómoda en el lector, casi bordeando los límites del racismo. No me extrañaría que a Simmons lo declararan persona non grata en India. Y no exagero.


Es en este marco asfixiante donde Simmons, con asombrosa habilidad, va introduciendo poco a poco los elementos sobrenaturales. Su protagonista, un anodino escritor, se ve paulatinamente envuelto en una trama que lo supera a todas luces, un misterio que adopta la forma de complot por momentos apasionante.  La novela arranca con pulso firme hasta pisar a fondo el acelerador en el que quizá sea el mejor segmento de todo el libro: una historia dentro de la historia en forma de relato oral, donde un estudiante hindú le cuenta al protagonista sus experiencias robando cadáveres como rito de iniciación en la secreta comunidad clandestina de los kappa, adoradores de la terrible Diosa Kali. Este capítulo está narrado con tanto virtuosismo y un ritmo tan endiablado que supone, en sí mismo, una pequeña obra maestra de lo macabro. Es tan bueno que, en cierto modo, el resto del libro nunca llega a estar a su misma altura más allá de algunos momentos aislados (pero eso sí, muy poderosos).


Y es que algo falla. La trama es muy ambiciosa, pero Simmons en ocasiones titubea y no parece tener claro a dónde quiere llegar. La conspiración tejida en torno a Kali, la secta de los kappa y el poeta desaparecido que parece haber vuelto de la muerte, es tan enigmática como vacía en el fondo. Sus contradicciones y cabos sueltos contribuyen en un principio a acrecentar la sensación de misterio, pero al final uno tiene la impresión de ideas inexploradas. El ritmo flaquea, alternando momentos trepidantes en los que la historia avanza a toda velocidad con otros demasiado pausados y carentes de interés. Afortunadamente, el autor se muestra más hábil en el retrato de personajes: es fácil identificarse con el protagonista, los secundarios resultan apropiadamente siniestros y ambiguos y el villano (cuyo nombre no desvelaré) es sencillamente memorable en su complejidad y mezquindad, de los mejores con los que me he topado en muchas lecturas. La excepción sería la esposa del protagonista (de raza india, pero criada y educada en Inglaterra), el único personaje políticamente correcto de la historia.


Pero que nadie me malinterprete: estamos ante una excelente novela, con un planteamiento original, plagada de tensión y salpicada de momentos de puro horror que casi se lee sola. No obstante, las carencias o defectos que he apuntado le impiden ser la obra maestra rotunda que podría haber sido. Volviendo al inicio de mi reseña, La Canción de Kali no consigue ser en cuanto al género de terror lo que Hyperion sí es respecto a la ciencia-ficción. Aún así, no le faltan motivos para haberse convertido en una de las novelas clave del panorama del horror en los últimos 30 años. Baste mencionar al respecto el cruel y brutal desenlace (realmente traumático y que deja huella mucho tiempo después de finalizado el libro)  o la conclusión a la que llega el protagonista en las últimas páginas, que de manera involuntaria se ha convertido en una bonita metáfora de lo que le ha pasado al género en los últimos años: tras experimentar en primera persona el terror puro y duro, se dedica a escribir sobre unicornios y hadas consciente de que resulta mucho más inofensivo. Sobran los comentarios. ¡No se la pierdan!

Reseña de Francisco Gabaldón

sábado, 16 de marzo de 2013

LA ESQUINA - David Simon y Ed Burns

Primera edición en inglés en 1997.
Editada en castellano por Principal de los libros en 2011.

681 páginas. 

Sinopsis.

David Simon y Ed Burns exploran, durante un año, la cara oculta de la polis norteamericana (violencia congénita, rechazo social, falta de educación y oportunidades, drogadicción…) a través de los avatares de la familia McCullough (padre, madre e hijos). Sus penurias, sus alegrías, su caída, su espíritu de superación y lucha, retratan fielmente el espíritu contradictorio de la condición humana, campo de batalla perenne entre la realidad y el deseo.

Comentario del libro.


“En cuanto a los inspectores, la mayoría aceptó que 'La esquina' era una historia legítima, narrada con ecuanimidad”. […] “Pero otros policías consideraban que el segundo libro era algo parecido a una traición: era una historia que no estaba escrita desde el punto de vista de los incólumes oficiales de Baltimore, sino que daba voz a los perseguidos”.

David Simon.
  
         Vidas cruzadas entre ficción y realidad: por un lado, David Simon descontento en su fuero interno con el resultado final de Homicidio. Lo que concibió como una crónica que revelase el lado más “humano” (para bien o para mal) del cuerpo de policía de Baltimore, se ha convertido en una exitosa (más a nivel de crítica que de público) teleserie. A Simon este hecho no le desagrada. Pero no le llena su rol: simplemente es el autor del libro a quien se le compró los derechos, a quien por cortesía se le invita a escribir algunos episodios[1]; alguien que, a pesar de tener una dilatada carrera periodística, no deja de ser un novato todavía en las artes del guión televisivo y a quien, por lo tanto, no se le permite aportar nada en la producción final. Así, impotente, asiste al paulatino abandono de la crítica social que envolvía su provocativa narrativa. Como muestra un botón: el poder establecido no debe estar muy preocupado cuando conceden, a los actores principales, el título de baltimorenses de adopción[2] o cuando el acalde de Baltimore y el gobernador de Maryland hacen sus cameos. La ficción ha fagocitado el análisis de lo real; lo ha asimilado, como una especie de crítica constructiva, dentro del sistema. En definitiva, en esta etapa, Simon se encuentra en una encrucijada vital: o convertirse en un autor transigente y conformista, o continuar con su compromiso con la verdad por mucho que esta duela.

Por otro, Ed Burns, el ex soldado en Vietnam, el ex inspector de homicidios (coincidió con Simon), que acaba convertido en profesor de matemáticas en un barrio de bajo postín, por decirlo suavemente. ¿El motivo? Más que un carácter polifacético, hablamos de alguien con un profundo sentido del deber en la máxima expresión del término. Hacía falta gente comprometida ante los escasos medios de los servicios educativos, y Burns se presenta a pesar de tener una mínima preparación docente. Alumnos conflictivos por los que nadie vela, a quienes nadie quiere. Como él mismo explica, la tensión psicológica es similar a la que vivió en combate[3]. Disciplina, enseñar respeto al prójimo y a uno mismo, amén de comprensión y cariño. Son los ideales pedagógicos (sentido común ante todo) de un torpe (o mejor dicho primerizo) profesor de matemáticas Burns de quien sus alumnos más de una vez se ríen, se burlan, se jactan; a quien más de una vez le hacen perder los estribos, los papeles y las programaciones; quien se mantiene firme e impertérrito hasta que logra con el tiempo su confianza. Impresiones que posteriormente se traducirán en las experiencias del ex agente Pryzbylewski en la excelsa cuarta temporada de The Wire, donde se analizan las causas y consecuencias del desastroso programa educativo estadounidense más preocupado en las estadísticas de los exámenes de reválida de cada etapa, que en la propia educación de cada alumno[4].

Al igual que su personaje, Burns comprende lamentablemente que luchar cada año contra un modelo escolar que devora, como Cronos, a sus alumnos; contra las ansias de autodestrucción de estos mismos en la jungla de viales y asfalto; contra el desencanto generalizado de la comunidad escolar y su escasa fe en el futuro, es entrar en un berenjenal de batallas sin provecho y sentido. Energías malgastadas en múltiples caminos sin retorno. Energías que debe concentrar en un esfuerzo común y concreto. Porque si bien antes resolvía asesinatos, ahora trabaja con las causas directas y su esfuerzo siempre será insuficiente. La realidad es superior a sus fuerzas. Por eso, si quiere hacerla más asequible, para abordarla con convicción, deberá destilarla a través del filtro de la ficción, el único medio capaz de aunar contenido crítico, con la capacidad para soñar despierto en la bendita utopía.

Pero, ¿cómo y cuándo confluyen los, aparentemente, opuestos caminos de nuestros autores? Hagamos un poco más de intrahistoria. Es 1992: el tráfico de drogas en Baltimore se duplica cada año; las cifras de muertes por sobredosis o como consecuencia directa del tráfico de drogas, se disparan; el deterioro del entorno social cada vez es más dantesco… No es algo nuevo. El modelo de ciudad industrial estadounidense de los años cincuenta, ha dejado de ser próspero por las continuas fluctuaciones del mercado. Los barrios se empobrecen paulatinamente. Los obreros y sus hijos sufren las consecuencias del paro. La impotencia crecerá a ritmos insospechados. Más de uno, necesitará evadirse de su propia podredumbre… Otros, por el contrario, serán más listos: harán dinero fácil a costa de esos otros. Y como nadie sabrá poner freno a la situación, los barrios darán paso al gueto con la marcha de la escasa clase media que les quedaba. A esto le sumamos peores servicios sociales, promesas políticas incumplidas día sí y día también, sentimientos generalizados de ser ciudadanos de segunda…

Fruto de este caos primigenio, surgirá un nuevo mundo: la esquina. Entendidas como territorios para bandas, en ellas se comercializarán todo tipo de sustancias. Supermercados de la droga abiertos 24 horas. Marginalidad a la vista como mercado o escaparate, y que seguirá protocolos bien establecidos, rutinarios, para no ser descubierta ni condenada: el correo (habitualmente niños en edad escolar) a quien los clientes harán su “pedido” y entregarán su dinero; este lo llevará a la mano derecha quien dará el visto bueno a la operación y les señalará el rincón oscuro donde otro “encargado” les dará su material. American way of life: el trabajo en cadena. Nada se deja al azar. Se cuidan los detalles: se tienen a mano cantidades pequeñas del producto en cuestión (al que, atendiendo a la moda, se le dará nombres llamativos) para deshacerse lo más rápidamente del mismo o evitar un molesto arresto; el jefe o encargado de la siempre al margen, sentado en la sombra, observando detenidamente la fluctuación de compre y venta del mercado.

Pero no es esta agresiva campaña de mercadotecnia lo más representativo. La esquina es también lugar de peregrinaje, cruce de caminos sagrado, de paso y encuentro. A lo largo y ancho, como auténticos muertos vivientes, deambulan un sinfín de tipos humanos en busca de su santo grial. Un microuniverso de la aguja y el vial, donde el dolor y el vacío interior condicionan, como un martirio, la existencia de sus habitantes. Su única motivación es sobrevivir, proceso que se traduce en obtener cada día el dinero tan necesario para su pedazo de felicidad en la tierra. No importa el medio, aunque, como nos relata el libro, la gran mayoría se decanta por pequeños trabajos como la venta de chatarra o el sableo a los familiares de turno.

Lejos quedan los niños jugando alegremente en la calle, los rellanos de las puertas como punto de reunión, la camadería entre vecinos con fresco sabor a Coca Cola (evitemos chistes fáciles)… La esquina, revela el verdadero rostro de una Norteamérica desquiciada y perdida, construida para el beneficio de unos pocos poderosos donde la moral es relevada por el espíritu de supervivencia. El capitalismo, como vemos, no se ocupa del bienestar de sus ciudadanos si no de generar mercados incluso entre la miseria. ¿Cómo no pensar entonces que es un verdadero símbolo de nuestro tiempo? En cualquier caso, es hacia aquí a donde Simon y Burns, respectivamente, encaminarán sus pasos: hacia este paraíso perdido.

A la vista del panorama, ambos estaban más que condenados a encontrarse: Simon sabe que necesita reconducir su crítica hacia un punto de la realidad que no pueda asimilarse tan cómodamente y que muestre el deterioro del modelo social norteamericano. No es de extrañar que habiendo sido reportero de sucesos, habiendo participado como ayudante invitado de homicidios, pensara que la respuesta se hallase en los intricados vericuetos del submundo de las drogas origen de tantas víctimas inocentes o no culpables. Pero su visión en este inicio es sesgada, quizás hasta poco parcial: los yonquis son gente que se ha buscado sus problemas. Necesita conocerla en profundidad para analizarla y desentrañar la madeja. Necesita la esquina.

Burns, por el contrario, ya conoce de primera mano (de la mano de sus alumnos) esta cruda realidad. A cuantas familias no habrá visto destrozadas por su peligroso influjo, a cuantos alumnos no habrá visto echar por tierra su futuro… Y todo ha empezado en el mismo punto, ha tenido el mismo origen… Por eso, hacer un estudio en crudo no conduciría a nada. Unos simples legajos de papeles bienintencionadamentepedagógicos más. No. Necesita algo que remueva las conciencias y sea atractivo, un vehículo, ya hablamos que en este caso literario, que al mismo tiempo que facilite la expresión de su opinión personal, se apoye en una narración interesante de hechos. No es una tarea cómoda. Ante todo debe hacer valer un requisito para lograr esta total identificación con el lector: sustentar la ficción sobre los cimientos de la realidad más firmes que pueda. Y esto conlleva que necesite conocer de primera mano los miedos, temores, alegrías y deseos que subyacen en estas almas lastradas.

Un interés común, un mismo objetivo crítico… Da igual de quién partiera la idea de hacer una obra conjunta. El caso es que sus visiones se completaban y podían formar un caleidoscopio perfecto desde el que observar de forma ordenada las entremezcladas capas de la realidad. Sólo necesitaban tiempo material para volcarse de lleno en este complicado y arduo proyecto. Pero el que busca, halla… Burns deja la enseñanza y Simon pedirá un nuevo permiso en el Baltimore Sun que se prolongará durante tres años de septiembre de 1992 hasta finales del 95 (eso sí, los hechos relatados en la obra únicamente engloban a 1993; durante los dos restantes escriben la obra, le dan cuerpo, y contrastan datos). El equipo está conformado. Al igual que su método de trabajo: “nuestra metodología era bastante simple y podía describirse como periodismo de 'estar por ahí y observar'. Íbamos al barrio cada día con nuestras libretas y seguíamos a la gente”[5].

En este sentido cobra especial importancia el modelo textual: la crónica  periodística. Son varias las razones: ya la empleó exitosamente Simon en Homicidio; permite aunar una representación fidedigna del entorno, con una pulcra expresión (sin dejar de ser certera) más propia de lo literario. Hablamos de personas no de personajes. Personas con quienes se quiere compartir, minuto a minuto, sus vivencias. Sin ningún tipo de tapujo, ni de freno. Sin ninguna pretensión de juzgarlas. Sólo mostrarlas abiertamente, sin miedo. Para ello, la obra oscilará alrededor de secuencias escénicas.

Con las mismas, nuestros autores, recogerán de forma documental, aquellos momentos que estimen más representativos. Tarea nada fácil dado que “siendo como somos algo pálidos, nos plantamos en la calle Fayette, y al principio los habituales de la esquina pensaron que éramos policías, o informantes. Lo que es peor, algunos de los mayores recordaban a Ed [Burns] de su época de patrullero y detective en el Departamento de Policía de Baltimore, lo que concedió credibilidad al rumor de que éramos chivatos o policías de la secreta o algo peor”. De este modo, deben guardar distancias desde un principio, con las “fuerzas del orden y la ley”. Los antiguos compañeros de profesión, los conocidos de la brigada que le acogieron (para bien o para mal) como a uno más, no entienden en un principio el posicionamiento de los autores. Ni siquiera devuelven el saludo. Un contacto con los elementos discordantes puede condicionar, lógicamente, la reacción de sus confidentes. Ahora, no es que estén del otro lado. No están en ninguna parte. Fijan su mirada y se abstienen de opinar o de participar.

  Cada día, durante tres años, acuden a la esquina de Fayette con Monroe, el centro neurálgico elegido, y tratan de ganarse la confianza de esos “habituales”. Charlar informalmente, contar chistecitos subido de tono, repartir ejemplares de tu anterior trabajo, invitar a unos helados en verano… Al grano: se va sin miedo y se muestra uno abierto y complaciente. Eso explica que tardaran tan poco en convertirse en rostros comunes. Los escritores que estaban interesados y pendiente de todo y de todos. Pero que no molestaban. Iban de buen rollo. Con sus cuadernos de notas –como ya hemos señalado- y sus bolis a cuestas, actuando, como modernos Sanchos, ante sus mil y un Quijotes de papelina. Escuchan, atienden, como si no estuvieran allí (algo imposible), y transcriben los datos de la manera más fidedigna ya sea encima del capó de un coche, en una cafetería, sobre la espalda del compañero, o donde pillen. El mecanismo: como no quieren que sus libretas corten la forma de ser de nadie, las llevan escondidas en los bolsillos o en el coche o donde puedan. Si algo ocurría “nos alejábamos un momento y tomábamos notas de los detalles”. Quizás no sea el método más válido, pero como ellos mismos advierten: “los periodistas sabrán que éste no es el mejor método ni tampoco el más fácil para registrar los hechos, pero también saben que empuñar una libreta en mitad de una situación ilegal a buen seguro va a alterar o a detener el ritmo de los acontecimientos. Para este libro, el único camino posible era el más difícil”.  Sin quitar ni poner ni una coma. En estas escenas, recogen sus historias, escuchan sus “batallitas”, apuntan sus impresiones más íntimas y personales. Se convierten en sus confidentes: un hombro amigo sobre el que llorar, alguien con quien enfurecerse y encararse. Para muchos es la primera vez que alguien muestra cierto interés por su vida. Suena triste.

Al estar presentes como uno más, la gran mayoría de los acontecimientos relatados fueron presenciados por ambos autores. Pero en los pocos casos en los que no, el testimonio, la entrevista directa al sujeto implicado, se convierte en el eje central. Con el tiempo, la red de informantes, en este cerrado mundo, les advertía casi al instante, y desde distintas perspectivas, de los sucesos principales.  A ellos entonces sólo les quedaba “la tarea de separar el grano de la paja, un proceso esencial en cualquier tipo de periodismo”. El único peligro es que el protagonista quiera adornar los hechos de más, los suavice mejorando su posición o los tergiverse en pos de una mentira redentora. No importa. Algo que encumbra a esta obra es su largo proceso de investigación: tres años. En los casos dudosos, los autores dejan pasar el tiempo y éste siempre revela la verdad, la saca a la luz. Las cosas caen por su propio peso. Su responsabilidad como investigadores de lo cotidiano es poner en entredicho todo aquello que no sea observado, conocido y experimentado de primera mano. Y cumplen con su rol a la perfección. El alto grado de compromiso con su planteamiento periodístico es inapelable. A rajatabla. Cualquier “fantasía” perniciosa o espontánea, cae en el olvido.

 Sin embargo, es este mismo afán de objetividad, quien contamina su planteamiento inicial, aquel que les sirvió para alejarse de periodistas y policías. Simon y Burns son incapaces de evitar confraternizar con los sujetos de su estudio. Día tras día, durante tres años, viéndoles salir del hoyo (o intentarlo) o caer aún más profundo, les lleva a crear una línea de afecto que, en muchos casos, acaba en amistad. Como mínimo, respeto y consideración. Entienden que son personas que han sufrido en el alma, los males de una sociedad descuidada, los efectos de familias desestructuradas, la falta de habilidades sociales en un ambiente hostil. No caen en ningún tipo de mitificación pero tratan de entender el dolor que les causa su adicción, evitando justificaciones baratas: “llegamos a este proyecto como periodistas, pero con el tiempo nos descubrimos preocupándonos por nuestros personajes más de lo que habríamos esperado”. […] “Esa posición imparcial queda muy bien sobre el papel, hasta que un día el periodista se enfrenta a un individuo tan enfermo y cansado que se desmorona ante él y pide, llorando abiertamente, que alguien lo lleve a la clínica. O hasta el día en que ese mismo periodista se lleva a un drogata lejos de la esquina para hacerle una entrevista de dos horas y este se pone enfermo a causa del mono. Si el adicto hubiera estado en su entorno, para entonces ya habría conseguido el dinero para la dosis”. La mirada de nuestros periodistas se ha humanizado con su contacto. Empatizan. Les ven, con todos sus defectos, como luchadores que tratan de abrirse paso en la vida a pesar de las manifiestas dificultades a las que tienen que hacer frente. Y unos saldrán vencedores de esta batalla por su vida, mientras que otros renquearán en la cuerda floja.

Especial predilección sienten por los verdaderos protagonistas de esta obra, la familia McCullough. La acción gira en torno a las vicisitudes de cada uno de sus miembros. Gary el cabeza de familia, divorciado, despreocupado de los suyos, quien de empresario prometedor pasa, en una vertiginosa espiral autodestructiva, a simple adicto que únicamente vive para conseguir los chutes necesarios para el día a día. Fran, la ama de la casa, divorciada de Gary, mantiene a sus dos hijos (sólo el mayor es de Gary) con lo que puede, más pendiente de su chute y de una buena fiesta. Vive en un bloque de pisos de ayuda asistencial con la mayoría de sus hermanos (adictos al igual que ella) y los hijos de estos. DeAndre, el primogénito, agotado de la guerra fría que sostienen entre sí sus padres, más preocupado por conseguir las Nike último modelo que de su futuro, es un chico inteligente que a punto de arrojar la toalla en la escuela para dedicarse a tiempo completo al trapicheo. Él es quien realmente trae dinero a casa de Fran, quien a veces se apiada de su viejo y le pasa un chute gratis.

Estamos ante una familia desestructurada en la que cada uno va a su aire. Y lo mismo que no hacen nada por remediarlo (a pesar de quererse, a su forma), tampoco lo ocultan. Se prestan al estudio, al seguimiento documental. No esconden nada en su interior. No tratan de ofrecernos un rostro de pega. Se presentan como los seres representativos de un modelo social, como los embajadores de un régimen dictatorial que exige parca obediencia. Así, serán analizados atendiendo a una estética y línea naturalista. Se nos revelan sus errores (DeAndre como padre adolescente), sus temores (Fran, está a punto de echar por tierra su recuperación por culpa de un amante que trata de arrastrarla consigo al fondo), sus dudas (Gary querría pasar desapercibido, que todos se olvidaran de él; su técnica del avestruz nunca funciona). Hay momentos de alegría manifiesta (Fran y su nieto), de superación personal (DeAndre se atreve a participar en un concurso de oratoria representando a su instituto), de lucha interior (Gary encuentra la forma de aunar un sentimiento de paz y su chute diario, adornado con filosofía de todo tipo).

Pero es la esquina quien amamanta a sus vástagos y cortar sus lazos es imposible: Fran peleará lo indecible por entrar en un programa de desintoxicación de la ciudad pero descubre que lo peor es hacer frente día a día a la tentación para no sucumbir. Gary se deja llevar, pasa de todo, no tiene la suficiente autoestima para dar un paso adelante. DeAndre y sus amigos, caerán finalmente en el consumo diario; comienzan sus idas y venidas de prisión. Siempre les va a vencer. Como a tantos otros antes –el gordo Curt o R.C., por ejemplo-, como tantos otros lo seguirán haciendo después. Es una batalla perdida.       

De todos modos, ninguno de nuestros autores quiere entrar en una moralina fácil, estilo melodrama televisivo barato. Uno de los elementos que ensalzan esta obra es su capacidad para desahogarse, de complementar su visión realista de las escenas, con momentos de lucidez reflexiva en los que se detiene la acción y se trata de aportar respuestas a las situaciones mostradas. Gracias al carácter dual de la crónica, los autores pueden exponer su opinión con respecto a ella. Pero no lo harán de una forma meramente subjetiva. Tratan de buscar, ante todo, un patrón que explique las devastadoras consecuencias del presente. En estos pequeños ensayos se acentúa el espíritu crítico y contestatario del libro. Ante todo no se presenta una actitud timorata ante las drogas. Como ya señalamos anteriormente, los autores manifiestan que la misma no es más que otra consecuencia directa del deshumanizado planteamiento capitalista que asola el alma de los Estados Unidos. Las ciudades que dejan de ser rentables, son abandonadas a su suerte. Las faltas de recursos sociales y educativos no hacen más que potenciar un nuevo negocio seguro: el tráfico de drogas.   

Otro de los factores que relacionan con este generalizado despropósito, es la figura del drogadicto. El mismo ha sido presentado siempre por los sectores de poder establecido, o bien como el enemigo a batir por el honrado ciudadano de a pie (el horrible monstruo que ha provocado el caos y la caída de la prospera sociedad de antaño; quien ha creado la pobreza, los robos y la incultura), o bien se lleva al paroxismo la imagen del ser débil, mediocre y lamentable, capaz de engañar a los suyos en pos del chute diario. Un hijo, un hermano, un amante drogadicto, la peor de las desgracias. Que no me pase a mí. Un mal al que se culpabiliza a la familia (no al entorno social) con un vedado retintín al estilo algo habrán hecho.

Simon y Burns rompen con estas imposiciones y adoctrinamientos maniqueos. La guerra contra las drogas se convierte así en un arma de doble filo que más que procurar la detención y condena de los auténticos culpables, se orienta a la persecución de ciudadanos que han tenido la mala suerte de errar en sus vidas. La solución al tráfico, es congestionar las cárceles. El aumento de detenciones de drogadictos sumidos en delitos de poca monta, no son más que lavados de cara estadísticos para limpiar, por encima, las conciencias de los cuatro poderosos de turno (que seguramente serán consumidores de mayor diseño; para vicios los colores). El problema continuara latente hasta que no se busquen soluciones desde un primer momento. Han de atajarse las causas, no las consecuencias: “que algunos de los que viven persiguiendo el próximo chute de heroína son auténticamente peligrosos está más allá de toda disputa; la primera ola de la epidemia nacional de drogas contribuyó a engordar las estadísticas de criminalidad a finales de los setenta y principios de los ochenta”. […] “Más que dirigirse a los verdaderamente peligrosos, más que concentrarse en los asesinatos, los tiroteos, los atracos a mano armada, los robos, hemos decidido dar rienda suelta a todas nuestras furias. Más que aceptar la decisión personal de consumir drogas como un hecho –y buscar una solución al estilo de la bolsa de papel para la cada vez mayor cantidad de gente que hay en la esquina-, hemos intentado vivir con arrestos en masa”. […] “hemos perdido la posibilidad de cambiar la cultura de las drogas, de modificar la conducta de aquellos que persiguen una dosis, de podar los actos más violentos del esquema mental de la esquina, de atraer a aquellos que puede que hubieran estado dispuestos a escuchar ideas como comunidad, tratamiento y redención”.

Un símbolo es ofrecido como una vía de solución: la manida bolsa de papel. No es un chiste. Ésta, ha sido un recurso fácil y acertado para “evitar” el alcoholismo en la calle. No se puede (al menos, de momento) impedir que nadie ejerza su derecho a emborracharse pero está prohibido hacerlo en la vía pública. Y no son pocos los que lo hacen. Los que se reúnen con los amigos y se toman una cerveza fría, o no pueden esperar a llegar a casa, o… lo que sea. Está prohibido, pues más llama la atención y el riesgo, como el mayor de los deseos que es a veces, alentaba al consumo. En un primer momento, aumentarían los arrestos considerablemente. Pero congestionar los calabozos, un día tras otro, con este tipo de delitos menores, era una pésima política de gestión de recursos. El policía de a pie, perdía el tiempo con el borrachuzo de turno. Y la cosa iría en aumento, todos ofuscados, hasta que a algún lumbreras se le ocurrió esconder su botella de alcohol en la típica bolsa de papel de supermercado y voilá! problema resuelto. Se mira un poco a un lado. Todos ganan y pierden: unos beben pero saben que pueden ser detenidos si se pasan de la raya; otros, tienen las calles más calmadas aunque se hayan visto obligados a ceder en su exceso de celo por el cumplimiento de la ley.

Simon y Burns asumen las limitaciones de dicho planteamiento en relación al mundo de la droga: “Pero sin equivalente a la bolsa de papel en la guerra contra la droga no puede establecerse un equilibrio en las esquinas, no se puede establecer un acomodo entre la subcultura de la droga y aquellos encargados de vigilarla, no se puede relativizar la contemplación de pecados y vicios. Sin la bolsa de papel, la animosidad y, en último término, la violencia son las únicas posibilidades de comunicación entre la policía y los vigilados, porque no hay proporción ni propósito posible para la diplomacia cuando la guerra es una guerra total”. […] “Pero podríamos habernos salvado de los costes psíquicos de ese conflicto –el total alejamiento de la clase más baja de su gobierno, el matrimonio de esa alienación con un despiadado motor económico y, finalmente, el nacimiento de una filosofía sin ley tan horrible y árida como era de esperar puesto que es hija del odio y la desesperación- si hubiéramos abrazado el sentido común que representa la bolsa de papel”[6].

Habrá que esperar unos años más para llevar a cabo la realización metafórica de dicho planteamiento. No será hasta la tercera temporada de The Wire, a través de un profundo discurso dirigido a su ayudante de la comisaría oeste, en el que el comandante “Bunny” Colvin reflexiona en alto con la posibilidad de establecer una zona libre de intervención policial que se establecería como lugar único todo el tráfico de droga de la zona. El tráfico menor de las esquinas quedaría desterrado, desaparecería. Las esquinas recuperarían su antiguo esplendor, serían de nuevo un punto de encuentro pero esta vez entre vecinos. Mientras, en una serie de bloques abandonados, elegidos ex profeso por el comandante, se crearía esa zona cero de exclusión, Hamsterdam (es evidente el juego de palabras: la meca del consumidor) como popularizaran sus parroquianos. En esta zona, acordonada por la policía, estará todo permitido (salvo delitos de sangre, agresiones y venta a menores) tanto la venta como el consumo libre por igual. La esquina alcanza así una dimensión como espacio propio y reconocible, adquiere su reconocimiento como entidad propia.

Asistimos por tanto, a la creación de un arduo escenario por el que pasa y desfila la comedia humana, en el sentido más estricto del término. Al igual que con Balzac, creador del término, estamos ante un arduo proyecto narrativo. La influencia de La esquina no sólo se extenderá a la de las páginas que componen este libro. En primer lugar, Simon junto a su amigo David Mills, desarrollarán el planteamiento de la miniserie de seis episodios The Corner. La misma, dirigida por Charles S. Dutton, se presenta como una fiel adaptación del libro. El control de Simon es, esta vez, absoluto. Se trata de un planteamiento personal en el que reproducirá con exactitud dicho ambiente. Esta vez, no se mostrará un producto descafeinado. Las imágenes serán hirientes si es necesario. Para suavizar la carga crítica, empleará actores profesionales para los papeles de sus protagonistas. Como curiosidad, advertir que ni Burns ni él asumen en la pequeña pantalla su papel. Al contrario, son sustituidos por la figura de un director de documentales quien desde el primer episodio nos comunica la intención realista de la obra. La cámara subjetiva del autor acompaña a nuestros personajes en su deambular por las inhóspitas calles de Baltimore.

El escenario para la futura creación de Simon y Burns, The Wire, está ya conformado. Será el lugar omnipresente que aúne las distintas visiones críticas de la ciudad de Baltimore: el campo de batalla para la guerra de la droga (temporada 1), el modelo a aplicar en el puerto (temporada 2), el arma de doble filo en la pelea política (temporada 3), la única escuela para muchos críos (temporada 4), el tema predilecto del periodismo sensacionalista (temporada 5). En torno a ella, girará una acción que, con el tinte policiaco de trasfondo, se ocupa ante todo del crecimiento moral o la caída en los infiernos de unos personajes orgullosos de sus raíces. Personajes como Bubbles (una especie de pícaro incapaz de hacer daño a una mosca; el alma más noble, únicamente confundida por tanta adversidad), Omar (la justicia callejera: un asesino que roba a traficantes), Stringer Bell (el cerebro del mundo de los negocios en las calles; alguien de los bajos fondos puede ser un auténtico hombre de negocios), de un lado, o, McNulty (la incapacidad para hallar un lugar propio en este mundo atroz), Moreland (un hombre hecho a sí mismo, recto bajo su peculiar mirada), Carver (consigue aprender que existe una delgada línea entre el mal y el bien), de otro, nos muestran a sus herederos directos. Gentes que se dejan el corazón a cada paso, que muestran todas sus facetas –sentido y sensibilidad- a flor de piel. La esquina, en definitiva, es ese rincón oscuro de nuestra alma que revela nuestros miedos más profundos, aquellos que de ser superados, nos ayudan a crecer, a superarnos a nosotros mismos.


Reseña por Javier Mora Bordel.





[1] En el capítulo Post Mortem de Homicidio escribe Simon: “Y luego, ese guión, que escribí a cuatro manos con David Mills, les pareció tan terriblemente oscuro y desesperanzador a los ejecutivos de la NBC que no permitieron que se rodara durante la primera temporada de la serie. Sólo un año después, durante los cuatro episodios de la segunda temporada, rodaron el episodio”. Dicho episodio, fruto de un primerizo, gano el Writer´s Guild of American.

[2] “o baltimbéciles, como algunos de nosotros los llamamos”, también en Post Mortem.

[3] Psychologically, he compared the experience of teaching to the Vietnam War. He found the experience profoundly challenging because of the emotional damage that the vast majority of his students had already experienced before reaching the classroom. He saw his primary role as instilling caring behavior in his pupils” Ed Burns en Wikipedia.

[4] ¿Adivinan que país del sur de Europa quiere copiar este modelo comprobado de fracaso académico? ¡Bingo! Spain isn´t different!

[5] Salvo caso contrario, esta y el resto de notas pertenecen al epílogo elaborado por los autores en la primera edición de La esquina.


[6] Extractos de la escena 3 del capítulo Invierno.

viernes, 1 de marzo de 2013

AGUARDANDO EL AÑO PASADO - Philip K Dick

Edición original en inglés en 1966.
Editada en castellano por Jucar en 1988.
Traducción de Domingo Santos
235 páginas.

Sinopsis.

Eric Sweetscent es un médico de éxito aunque profundamente infeliz a causa de un matrimonio fracasado. Ve como su vida va enredándose cada vez más en el sin sentido de una guerra interplanetaria, los estragos de una misteriosa droga y los caprichos de un lider político hipocondríaco.

Comentario del libro.
  
 Esta novela no suele figurar en esas listas de mejores obras de Philip K Dick que la crítica especializada realiza de vez en cuando, pero lo cierto es que entre sus fans más acérrimos es normalmente muy bien valorada. La razón de ello es que Aguardando el año pasado aglutina gran parte de las obsesiones de Dick, todas ellas condensadas en una trama lo suficientemente consistente y frenética como para mantener el interés desde la primera a la última página. Son tantas las ideas típicamente dickianas contenidas en sus 235 páginas, que muchos de ellas figuran como meros apuntes, retazos de planteamientos argumentales que no son desarrollados del todo. Quizás esa sea una de las razones por las que esta novela suele calificarse como menor, ya que adolece de una cierta ligereza argumental que la hace parecer inferior de lo que es. Pero por otro lado, irónicamente, esto deja ver también porqué esta novela debe ser tenida en cuenta, pues resulta sorprendente comprobar (una vez más) como Dick es capaz de plantear (aunque sea apresuradamente) multitud de conceptos y reflexiones complejos en un envoltorio de apariencia prácticamente pulp. 

Esta tensión entre simpleza y complejidad es permanente en la obra de Dick. La sencillez de su prosa y la poca espectacularidad de su ciencia-ficción (normalmente nula en cuanto a especulaciones científicas serias) se contraponen a la complejidad psicológica de sus personajes, a sus planteamientos filosóficos vertiginosos, al fino sentido del humor que hay por debajo de su aparente fatalismo y sobre todo al constante espíritu de cuestionamiento que logra transmitir con tan pocos medios. El resultado suelen ser libros electrizantes, a veces algo confusos, pero siempre dotados de interés para quien ha conectado con las ondas dickianas. La novela que reseñamos aquí es un perfecto ejemplo de ello. 

Aguardando el año pasado fue escrito en 1963 (aunque publicada en 1966). Este hecho es importante si tenemos en cuenta que uno de los ingredientes cruciales de este libro es la droga. Según parece Dick no tomó alucinógenos hasta el siguiente año, aunque ya había escrito algunas historias con claras referencias a este tipo de substancias posteriormente admitió que las descripciones de sus efectos se basaban en lo que sabía de oídas (y en algunos episodios psicóticos que presumiblemente habría sufrido en su vida hasta ese momento y que después se intensificarían). Incluso después, cuando ya pasó por la genuina experiencia del LSD, Dick nunca llegó a escribir directamente bajo los efectos de esta substancia (en una entrevista realizada en los años 70 recordaría que lo único que logró en esas condiciones fue hacer una página en latín [1]) ni, pese a su actitud pro-LSD durante un breve periodo de tiempo, nunca llegó a ser un verdadero “creyente” de la religión lisérgica tan en boga en la contracultura de los 60. En la práctica, su relación con las drogas casi se restringió a los estimulantes (que le provocaron una larga adicción y graves daños físicos irreversibles) y el alcohol. Por ello es muy interesante señalar que en Aguardando el año pasado el tema de la droga es expresado en un sentido muy negativo y siniestro. Aparte de describir con detalle un terrible retrato de la adicción, Dick aprovecha también para transmitir la idea de que las drogas pueden ser usadas como un eficiente medio de control por parte de los gobiernos. En esta cuestión Dick se adelantó bastante a las posteriores teorías de conspiración que rodearon el consumo de alucinógenos durante los años 60. 

Todavía en 1963 este tipo de drogas eran un secreto para iniciados, aunque después su consumo, como ya sabemos, conoció una intensa expansión. Estén fundadas o no las diferentes teorías de conspiración alrededor de este tema, ahora está comprobado que una de las principales fuentes de suministro fue el ejército americano, ya que éste llevaba años investigando con substancias como la psilobicina y el ácido lisérgico con intenciones de usarlas como arma o suero de la verdad. A través del llamado proyecto MKUltra se experimentó con presos, enfermos mentales o personal del ejército (muchas veces sin aviso previo); también con voluntarios civiles, muchos de ellos de cierta influencia en la cultura underground, como es el caso del escritor Ken Kesey, a la postre uno de los mayores apólogos de las drogas psicodélicas durante los años 60. Pero a partir de la década de los 70 se comenzó a sugerir desde varios frentes que el gobierno americano había provocado adrede el consumo masivo de drogas para debilitar el compromiso político que había surgido en gran parte de la población a causa de la guerra de Vietnam o la lucha por los derechos civiles [2]. Las detenciones por posesión de drogas, a veces por cantidades irrisorias, fue uno de los medios que la CIA y el FBI usaron para esquilmar durante años las filas de disidentes. Igualmente, tal y como refleja Dick en este libro que reseñamos, las drogas fueron usadas para comprar confidentes. A los alucinógenos se sumaron después los opiáceos, como por ejemplo quedó patente en la inundación de heroína en los ambientes relacionados con los Panteras Negras u otros grupos revolucionarios. Poco importa que en el caso de este libro la droga sea la frohedradina o JJ-180, una substancia evidentemente imaginaria que provoca en que quien la consume la capacidad de viajar en el tiempo y las realidades paralelas. Dick en ningún momento se permite abandonar un tono crítico con la cuestión de la drogadicción (especialmente con las substancias adictivas), aunque por otro lado se explaye en describir sus efectos de una forma fascinante. Esta actitud crítica es más o menos palpable en toda su obra, pero en libros como Una mirada en la oscuridad está expresada con toda su fuerza a través de la desesperación, autodestrucción y estado de irrevocable paranoia en que viven sus personajes, incluyendo referencias explícitamente autobiográficas.


En todo caso, el papel de Philip K Dick en la expansión del consumo de drogas es bastante contradictorio. Como decimos, su interés por las drogas y sus efectos es más que evidente, pero más allá del hedonismo o de la vacua búsqueda de iluminación que animaba a muchos de sus contemporáneos (aunque no puede negarse que algo de eso también habría en Dick) puede decirse que este interés está motivado por las mismas razones que le llevaron a tratar las realidades paralelas, los entornos simulados o los androides. En este autor todo suele llevar a un cuestionamiento de lo aparente, de todo aquello que es tenido por definitivo. Y en el caso de Aguardando el año pasado esta actitud se torna sistemática: las drogas, las realidades paralelas, la manipulación a través de los medios de comunicación o las simples y llanas mentiras enquistadas de un matrimonio en decadencia sirven a Dick para expresar la precariedad de lo real y las apariencias. Su imagen como escritor "drogata" es en muchos sentidos una impostura, tanto como lo es su posterior leyenda como escritor "majara". La entera obra de Dick se fue desenvolviendo alrededor de unas obsesiones constantes y en realidad ninguna de las piezas que la forman es independiente unas de las otras. Su fijación por la religión al final de su vida puede considerarse una extrapolación de sus primeras especulaciones en torno a los simulacros en sus relatos de los años 50. En suma, sean las drogas o la locura, sea la religión o sea la invectiva a la manipulación de los medios de comunicación, todo responde a una actitud que podríamos calificar tan vital como filosófica, tan trágica como heroica, de enfrentamiento a la falsedad y de búsqueda (siempre fallida) de una realidad última y verdadera.

En ese sentido, Aguardando el año pasado, es todo un compendio del espíritu dickiano en todo su esplendor. Su protagonista, Eric Sweetscent, se ve inmerso en un vórtice de constantes vuelcos argumentales que a veces solo duran un párrafo (para volver a transformarse todo en el siguiente) que permanentemente le dejan en un estado de total inseguridad y confusión. Un proceso que a medida que avanza la novela se va acelerando. Como una hoja al viento, Sweetscent se ve impelido por fuerzas mayores, ya sea la maquinaria de una guerra que implica a tres civilizaciones, los efectos de una droga impredecible que altera la percepción del continuo espacio-tiempo, las oscuras motivaciones de un líder hipocondríaco o las meras contradicciones emocionales de una relación matrimonial desastrosa. Dick utiliza a su personaje para ir desgranando una serie de análisis sobre los procesos de simulación o alteración de lo real. Como por ejemplo ocurre con su exposición de Gino Molinari, llamado la Mole, el líder supremo de un planeta Tierra totalmente globalizado bajo el manto de las Naciones Unidas. Es sabido que Dick, por muy izquierdista que fuera (aunque con muchos matices), sentía una intensa fascinación por los líderes carismáticos con tendencias dictatoriales. Pero en este caso Dick utiliza ese rol para plantear la dudosa consistencia del liderazgo en un mundo donde es posible manipular a la población mediante los medios de comunicación o las exigencias del estado de guerra. Durante todo el libro Molinari es una figura no definida del todo, repleta de misterios y posibilidades. Dick plantea la interesante idea de que Molinari sufre un descomunal caso de empatía por la gente que le rodea que le lleva a sufrir (o a simular psicosomáticamente) las enfermedades de los demás, y que pese a eso es un dirigente férreo dispuesto a ordenar fusilar a quien considere necesario. Esto sirve a nuestro autor para equiparar sucesivamente a Molinari con Mussolini, Lincoln o incluso Jesucristo. Y aun así Dick no se queda ahí. Las propiedades de la JJ-180 permiten una serie de planteamientos en torno a la verdadera identidad de Molinari, además de apuntar algunas ideas sobre las conspiraciones y los asesinatos políticos. Todo esto escrito en una época inmediata al asesinato de Kennedy, hecho que con total seguridad impresionó mucho a Dick, como a tantas otras personas. 

En relación a esto, está claro que este libro fue escrito con la mira puesta en el conflicto bélico de Vietnam que se iniciaba en ese momento, siendo un periodo de tiempo bastante lúgubre en la política americana (aunque, por otro lado, ¿acaso han salido alguna vez de eso?). Dick muestra a un planeta Tierra aliado de los lilisterianos, una civilización directamente emparentada con los seres humanos; en contra de los reegs, unos seres de apariencia insectoide, eternos enemigos de Lilistar. Los humanos se han visto así arrastrados a una guerra donde pintan poco, expuestos a las exigencias de un poderoso imperio que en el fondo desprecia a los terrícolas. En mi opinión Dick hace aquí una metáfora de la situación de la población americana a mediados de los años 60, manipulada para aceptar una guerra a miles de kilómetros cuyas motivaciones solo podían encontrarse en el colonialismo ideológico o los intereses económicos de la clase dirigente. Los lilisterianos simbolizan los poderes financieros y políticos, dispuestos a asesinar presidentes más o menos aperturistas, líderes disidentes y en suma criminalizar y perseguir a todo aquel que se opusiera a las exigencias del estado de guerra. Los reegs bien podrían ser una alegoría del eterno enemigo, ese Otro absoluto tan usado por los gobiernos para manipular y dominar los sentimientos nacionalistas belicosos, ya sea en la figura de los rusos, los vietnamitas o más recientemente los afganos e iraquíes.

Entre otros elementos que son imprescindibles de señalar de esta novela se encuentra el protagonismo de Katherine Sweetscent, la esposa del personaje principal. Como bien es sabido los personajes femeninos dickianos, muy especialmente las esposas de los antihéroes que pueblan sus ficciones, suelen cumplir un rol de juez y verdugo, siempre en una labor de desestabilización. Se ha querido interpretar esto como una señal de misoginia, algo que en cierta medida es cierto, pero por otro lado es evidente que se deriva de la tormentosa relación que Dick mantuvo con sus 5 esposas y otras tantas relaciones. Tal y como él admite en Aguardando el año pasado a través del personaje de Eric Sweetscent, parecía sentirse atraído una y otra vez por el mismo tipo de mujer incompatible con su carácter. Todos estos fracasos sentimentales terminaron por reflejarse en sus ficciones, ya de por si plagados de detalles autobiográficos. Aun así, Katherine Sweetscent, aun cumpliendo todos los requisitos del personaje femenino dickiano, especialmente por su comportamiento esquizoide (que en realidad se debe a sus excesos con las drogas) y la constante presión que ejerce en su marido para que suba de escalafón social y económico, es un elemento que cumple una función importante para la trama más allá de ese rol tiránico. Tanto que su punto de vista es expresado ampliamente en primera persona en bastantes pasajes del libro, lo cual no es muy común en la obra de Dick (de hecho, aparte de algunos relatos, solo escribió una novela de ciencia-ficción donde el protagonista principal fuera una mujer y además en primera persona, se trata de La transmigración de Timothy Archer).

En fin, con esta reseña que querido demostrar que Aguardando el año pasado, pese  a que no suele ser muy recordada dentro de la bibliografía de Dick, no es precisamente una novela falta de interés. Además de los citados, son muchos otros los elementos a tener en cuenta. Por solo poner un par de muestras más: el personaje de Bruce Himmel, un trabajador de baja categoría que se dedica en sus ratos libres a reparar componentes robóticos desechados para después dejarlos libres por la ciudad “porque se lo merecen”. Y en segundo lugar, el fragmento del Washington de 1935 que Virgil Ackerman, el jefe de Eric Sweetscent, se está erigiendo en Marte como fiel reconstrucción hasta en los más mínimos detalles del limitado mundo de sus recuerdos infantiles. Este concepto de un entorno simulado o artificial, ya sea físicamente como por medios virtuales, es una constante en Dick, algo que puede comprobarse en muchos de sus relatos y en novelas como Tiempo desarticulado o Un ojo en el cielo. Algo que después también ha podido verse en el cine más deudor de Dick, como pueden ser películas como El show de Truman o Matrix. 

Así pues, Aguardando el año pasado es un libro que con seguridad apasionará a los lectores asiduos de Philip K Dick. Es una novela que arranca despacio pero a medida que avanza va cogiendo velocidad hasta un puro vértigo de incansables giros argumentales. Su final quizás dejará un poco frío a mucha gente, pero resulta totalmente coherente dentro del universo dickiano. En definitiva, este libro es una muestra más del genio de un escritor que a estas alturas se ha ganado por méritos propios el estatus de legendario. 

Reseña de Antonio Ramírez

1. Ver referencia en esta entrevista 
2. Bibliografía sobre el tema: Sueños de ácido. Una historia social del LSD, la CIA y todo lo demás. Editorial Castellarte 2002.