jueves, 21 de febrero de 2013

EL BULEVAR DE LOS SUEÑOS ROTOS - kim Deitch

Edición original en inglés en 2002
Editado en castellano por La Cúpula.
164 páginas. 
 
Hay cierta vena masoquista en el leer, un sometimiento a la hostia en bruto que por paradójico que pueda parecer en un mundo en el que el hedonismo no tiene más límite que el escapismo, se impone como algo necesario. El placer abre caminos que no siempre van de la mano de la comodidad, del mismo modo que de niño un sorbo de cerveza nos ocasiona desagrado o un buen vino despierta una muesca de repulsión en aquel con paladar virgen, hay placeres que requieren de ciertas dosis de dolor para poder ser apreciados en todo su valor. Podemos estar tan dormidos que no baste con zarandearnos para despertarnos y colocarnos en el mundo en la disposición adecuada. En ocasiones la hostia es de una violencia que salva, que enseña, que descoloca inicialmente pero que agradecemos una vez despiertos. Existe un cierto tipo de violencia con la que encontramos una enseñanza que lo suave o confortable no es capaz de alcanzar a dar. Leer por ejemplo a Rulfo puede ser algo sumamente placentero, pero conlleva a su vez un dolor no pocas veces insoportable. Decían los hedonistas que el dolor de ejercitarse era compensado con el placer de tener un cuerpo sano y por ello mismo con una disposición clara contra el padecimiento futuro. Que para escapar del mismo es inevitable el invertir en su experiencia.

El bulevar de los sueños rotos es una obra que hiere página a página, pero que por contra proporciona el placer de la lucidez. Con un dibujo feísta, deudor del más puro underground, imaginativo, rico y esplendoroso en no pocas ocasiones, tiene momentos que aterroriza. Pero es en realidad en lo que cuenta, en la verdad desnuda de la que hace repaso inmisericorde donde el horror se sitúa en primer plano. No hay candidez ni la menor concesión en esta historia que narra la vida de tres generaciones de animadores a lo largo del siglo pasado. Un relato de una dureza sangrante en la que se va mostrando cómo la realidad sometida al pecuño y al poder despelleja la imaginación de unos autores mientras que a la vez se construye todo un mundo de apariencias repugnantes. Desde un trasunto del gran Windsord McCay hasta el más indigno universo Disney, acudimos boquiabiertos a una historia en la que toma protagonismo progresivo la obsesión, el abuso y el sometimiento malsano. Todo en carne cruda, con las venas chorreantes, sin dejarte como lector un momento de sosiego, puñetazo tras puñetazo. 

Realidad y alucinación componen una desgarradora crítica del medio. Las andanzas de Ted Mishkin, creador del gato Waldo (alter de Felix) va cayendo en una vorágine de locura arrastrado por una continua y constante prostitución de un medio que podría haber dado algo más que la mierda infecta que termina por producir. Desde el ahora resulta patente el paralelismo con el universo de bonismo depredador que se ha convertido la animación y buena parte del cómic de las grandes compañías. A la manera del mejor Phil Dick el motor que dirige lo que parece ser real y que termina por fagocitar lo que realmente es y puede ser, esa prostitución de la imaginación en dispensador de coca-colas, es lo menos humano posible, un mecanismo devorador y nihilista. 

El aparente éxito como disfraz donde esconder la basura más abyecta, la forma y manera de convertir el trabajo y al trabajador (creación y creador) en poco más que un engranaje sin alma que sólo posee cascaras que derivarán más pronto que tarde en desilusión, locura, aislamiento. El ensalzar lo infantil con poco menos que el conformismo, el tener para gastar sin pensar. Pero también la apología de una moralidad que lejos de ser cierta es vejada en cada paso de la producción. Todo ese universo de eticidad blanda, aquellas verdades minúsculas que componen ese ámbito en donde lo que cuenta es la belleza interior, de princesas inmaculadas y príncipes de condición azul que todo lo pueden, desde el que sólo el bien gana en lo que puede venderse para que el mal finalmente lo controle todo. El aupamiento de un orden ético que sirve para gestar en su seno todo el conjunto de bondades morales que deben ser ejemplificadas en haras a la formación sana de los infantes, todo eso que en el fondo se fusila en cada paso de la creación artística comercial y que finalmente es una farsa en la que nadie cree, que nunca jamás funciona, colocándose lo que debe ser en el espacio de lo que nunca es, o peor, en lo que nunca jamás será. No es difícil traerse a la memoria del lector esas películas de animación actuales, alimentadas por crítica y público, como son las del estudio Pixar. Técnicamente perfectas, con cuidadas bandas sonoras, ejecutadas con una pericia incontestable y publicitadas por doquier, esas que llenan cines en tropeles, con padres y madres contentos de ver la felicidad en sus hijos, dispuestos a pasar el rato con el paquete de palomitas y los regalos en forma de juguetes conseguidos a base de proteínas de mala calidad, azúcares que producen una prístina y legal adicción, en los McDonnalds. Aparecen de pronto de otra manera, como constructos sin alma que no solo buscan el llenar bolsillos sin cuento sino que además esconden la miseria de entregar la Imaginación a una picadora de virtudes, y ese parecer correcto se troca en la cruda realidad de unas cadenas que se aferran en nosotros con la fiereza de un depredador. La realidad se hace cárcel, la fantasía en comodidad irreflexiva. En ellas se enseña que el pensamiento crítico no es posible, que el Sistema es en realidad un Yaveh omnívoro, una nada tan extensa que en su hambre consume todo lo que puede ser bueno en un discurso cargado de intenciones bonistas pero vacío de todo contenido realmente moral. Si eres de esta manera la Providencia te recompensará, pero si quieres realmente medrar en este universo ni se te ocurra ser otra cosa que un competidor dispuesto a pisar cabezas. Disney sólo quiere tu dinero y el de los hijos de tus hijos. Tenerlos sentado contemplativos y olvidadizos del mundo para que no te sientas culpable de no querer prestar atención a sus problemas.


Así Waldo el gato es en el fondo una naturaleza aterradora, el mal exquisito que esconde una violencia inmisericorde, la misma que crece a medida que el medio se mecaniza y que tras el tintineo de las monedas acoge el eterno crujir de dientes, la infelicidad profunda, el esclavismo que es patrón real y consistente de aquello que se consume y se viste como lo ideal. El sueño que motiva a los pioneros pasa a ser la botella en la que encerrar la cabeza.

Esta obra es un continuo de horrores delirantes en donde lo bello, lo imaginativo, ese poder atávico que debe ser la manifestación artística se corrompe en una suerte de espejo donde mirar el reflejo de una realidad que ha transformado la Fantasía en lo directamente opuesto a aquello que sus creadores buscaban por necesidad. Porque los protagonistas no pueden menos que identificar sus propias vidas con el arte que producen, y al ser este una absoluta traición a todo lo soñado acaba por convertir sus vidas en miseria y con ello, devorar sus mentes mientras siembran de sal la de los que acabarán por consumir sus podridas obras. La esperanza que es hermana del arte calzada en lo más profundo de una billetera que no se sacia nunca meramente en llenarse, sino también en menguar la del prójimo. El Gato bonachón pasa a ser un demonio esclavizante, el universo de Oz un infierno tortuoso, lo esplendoroso en colmillo afilado y la sonrisa en mueca ensangrentada.

Las grandes compañías productoras de sueños son mecanismos en donde se profesionaliza la creatividad de sus autores haciéndolos indistinguibles entre sí, unificándolos a todos en una igualdad intercambiable. Perduran esos supehéroes imposibles mientras que sus autores pasan en una sucesión nerviosa en la que todos ellos son lo mismo, incluso los que acaban por alcanzar el "éxito" que se mide en términos de vaciar sus nombres de hueso y carne para lograr ser una marca deudora de la Compañía, de la Máquina, del consejo de dirección que se sustenta en números que llevan siempre el apellido del dólar, del euro, en fin, de todo aquello que al final es realmente libre, para quien no existen fronteras, el mismo dinero que sale del bolsillo con una rapidez que rara vez es acorde con el tiempo perdido para ganarlo. Decía Alan Moore que no entendía el porqué muchos de sus compañeros dibujantes, tan dados a en sus inicios manifestar el odio por las inevitables adaptaciones en cine comercial, se derretían cuando se les ponía sobre la mesa la posibilidad de ver sus nombres en mayúscula al comienzo de los títulos de crédito. Ese otro tiempo al que pertenece Batman, Superman, X-Men, Spiderman, que nunca cambia y es imperecedero, un vertedero en donde colocar lo sublime encerrado bajo bolsas oscuras de basura, un tiempo que no pasa y es en realidad la muerte de todo tiempo, de todo cambio, una alfombra donde esconder la necesidad imperiosa y necesaria de cambiar las cosas para mejor y entender que la fantasía es para los hombres un modo de encarar la esperanza, no su tumba, no un cementerio. Lo ideal como negación del cambio y la perpetuidad del Orden de Las Cosas que Son Más que las Personas.

Es este un tebeo durísimo y terrible, una somanta de hostias, un grito de dolor al cielo, una protesta, un compromiso, una mostración de sabiduría exquisita, de delicadeza y verdad, algo raro no por su dificultad en sí, sino por las trabas que un sistema repugnante e inhumano impone para perpetuarse.

Reseña de Jose Luis Martínez

jueves, 14 de febrero de 2013

LAS AVENTURAS DEL CAPITAN TORREZNO - Santiago Valenzuela

Aunque la tendencia genérica de una buena parte de los lectores está asociada a la idea de entretenimiento, de buscar enminentemente en la lectura un pasarratos que nos mantenga en una especie de paréntesis que nos haga momentaneamente olvidar las cargas y penurias de la vida cotidiana, el placer que se obtiene de gastar córneas y meninges puede ir bastante más lejos que lo meramente sedativo. El arte entendido como ocio en estos términos es una merma considerable tanto de sus posibles funciones como limitación del alcance a que éste puede llegar. La fantasía en su trayecto comercial ha acabado practicamente por ser un género domesticado que se asocia o a la niñez o a la adolescencia. Una suerte de reducto en donde conformarse en la evasión a la manera de parche que evite mirar directamente lo real, estableciendo con ello una frontera algo soez y simplista entre lo real y lo imaginario. La aventura pasa a ser un camino que no deja huella, en donde cada paso se diluye en el siguiente y de resultados vacuos, un artificio a la manera de pirotecnia de fin de fiesta acentuándose en un juego de fuegos artificiales potenciando esto último en detrimento de lo primero. Lo fantástico es también un modo de quemar lo real en otra cosa, convertir en cenizas parte de los presupuestos previos, un ejercicio de crítica que permite ver lo vacuo como denso y lo denso como vacuo. Especular es tanto reflejar como diseccionar, descubrir en la totalidad bruta elementos que nos pasan desapercibidos por lo común, y con ello ser capaz de ver mecanismos aparentemente sólidos como lo que son: puro humo.

El tan cacareado "sentido de la maravilla" puede ser meramente un espectáculo entendido como puro ocio evanescente o bien un instrumento de no conformidad con lo que se consensúa como real. Esta función inquisitiva, o si se quiere hilar más fino, este órgano auditor no debe ser ignorado si lo que se busca es un enriquecimiento real.

Las aventuras del Capitán Torrezno derrocha "sentido de la maravilla" por sus cuatro costados. A pesar de que podemos hacer inventario de sus débitos, parentescos e influencias, con todo es una obra de una solidez casi inaudita. Capaz de aunar los más diversos elementos, muchos de ellos en apariencia contradictorios, en una obra firmemente cohesionada, en donde por separado todo funciona perfectamente engranado pero que en su gestalt engrandece el conjunto de manera magistral. Capaz de maravillarte desde esa parte de la niñez que el aficionado carga y al mismo tiempo encandilar al adulto calloso que ha crecido con los años. Una fantasía que lejos de solazarse en la negación de lo real convierte la sátira, la crítica, en un aspecto lúdico pero inquisitivo.

Como un torbellino brillante en su devenir, lo grotesco se da la mano de lo sublime, el sarcasmo de bar pasa a ser filosofía de calado, lo chusco aparece como elegante, y nada, repito, nada es discordante. Amalgama la tradición al más puro estilo Berlanga con la elegante mala leche de un Gulliver, Cerebus con Superlópez, lo épico con lo más cutre de lo mundano. No importa cuantos parecidos encuentres, que son muchísimos, desde la surrealista aparición de Dark Vather o Daredevil, la elegancia de Moebius con el llavero más casposo de la Virgen de Regla, la revista El Jueves y el Tardi más inspirado. Así un funcionario del ministerio más gris puede hacer de Yahvé, la Síndone un viejo DNI perdido o un billete de cien pesetas la más seria reliquia del Imperio.

Torrezno es un antihéroe de esos que uno ve de continuo en cualquier bar de barrio, un borrachín metido con calzador en una vorágine épica que por azar y desde el mayor de los desconocimientos sostiene una aventura grandilocuente y ambiciosa sin abandonar nunca lo cañí más prosaico y es capaz, a la vez, de alcanzar alturas y profundidad, epicidad y filosofía. Todo un universo complejo y vivo que cabe en el sótano aledaño al Bar Denver, en el que una bombilla, un viejo sofá o el más triste de los bonsáis pasa a ser escenario de una Guerra Santa sin que el conjunto peque de la menor falta de coherencia. En el que el Génesis te calza una sonrisa en la cara al mismo tiempo que te emociona.


La serie va progresivamente a más en todos los aspectos, el dibujo y la composición narrativa se hacen paulatinamente más complejos, la feroz crítica teológica con el chiste chusco y facilón conviven sin que el lector note la más mínima discordancia. Y todo ello con una engañosa facilidad que asombra. No son pocas las veces que alzas la mirada de las viñetas para preguntarte cómo es posible tal batiburrillo sin que la extrañeza se haga decepción, que de estos elementos tan distantes, tan contradictorios, surga un sentido de la maravilla tan profundamente satisfactorio.

Textos largos, diálogos brillantes, personajes maravillosamente perfilados con poquísimos elementos y que no quedan pobres, líneas argumentales solapadas con maestría, una ambientación espectacular, con edificios y ciudades detalladas hasta la obsesión, viñetas con perspectivas sublimes, en fin, todo un universo fantástico recreado con un mimo que apabulla, que por momentos recuerda a la mejor tradición del fantástico y al mismo tiempo no ha dejado de moverse un milímetro de lo más prosaico, de lo pequeño, lo mundano.

Creo que sin rubor puedo decir que es lo mejor que he leído en años, de esas lecturas que te apetece comentar extensamente a posteriori.

Reseña de Jose Luis Martinez

domingo, 3 de febrero de 2013

EL VIAJE DE CHEJOV - Ian Watson

Primera edición en inglés en 1983.
Publicada en castellano por La biblioteca del laberinto en 2012.
Traducción de Francisco Arellano.
205 páginas.

Sinopsis.

El escritor Anton Chejov emprende en 1890 un viaje hacia Siberia. Sin embargo este viaje no resulta ser lo que se imaginaba para convertirse en algo que tendrá profunda repercusiones en el devenir de la ciencia y la propia historia de Rusia.

Comentario del libro.

Ian Watson es uno de esos autores con los que dificilmente puedo ser, como se suele decir, objetivo. No ya porque sea uno de mis escritores de ciencia-ficción favoritos (por mucho que lo considere muy irregular), sino porque su literatura no es de esas que puedan juzgarse mediante parámetros precisamente objetivos y yo diría que hasta racionales. Sus historias, sus personajes, sus resoluciones suelen tener una base que podría definirse como delirante (aunque en el fondo siempre haya una aguda inteligencia trabajando), pero nada de eso es realmente criticable si con ello logra su meta: maravillarnos.

Pocos son los autores de ciencia-ficción que saben dirigir tan bien al lector a ese terreno donde lo racional se abre a un espacio mental donde las ideas juegan libremente entre si. Un juego estético y especulativo que si logra abrirse camino nos lleva al vértigo de lo imaginario. La ciencia-ficción, en este caso, no se remite tanto a lo científico como a lo que podríamos llamar la pura intuición en torno a conceptos que nos rebasan, pero que sentimos como cruciales: el lenguaje, el tiempo, la consciencia, el conocimiento y para decirlo de una forma terriblemente general, la naturaleza de la realidad que percibimos. Escritores de la estirpe de Stanislaw Lem, Philip K. Dick, Ted Chiang o Greg Egan, y en ese grupo yo añadiría a Ian Watson, suelen enfocar sus invenciones de tal manera que nos predisponen a la audacia especulativa alrededor de esos temas, algo así como un estado mental muy sensible y exento de las barreras lógicas que suelen encorsetar nuestros procesos mentales normales. Está claro que es literatura, incluso un mero entretenimiento si queremos verlo así, pero por momentos sentimos que es algo más.

Una vez dicho esto hay que señalar que Watson, si bien perteneciendo con todo derecho a esta escuela más especulativa dentro de la ciencia-ficción, también es un tremendo gamberro que no duda en echar mano de lo esperpéntico, del humor, incluso de lo kitsch, para ornamentar sus historias. Por ello sus elucubraciones nunca se revisten del todo, para bien o para mal, de ese aire de solemne trascendencia que si vemos en otros escritores similares, restándole quizás credibilidad para algunos lectores. Pero en mi opinión, esta falta de solemnidad aporta a su literatura una acidez más que beneficiosa, como ocurre con El viaje de Chejov, novela que responde a la faceta más gamberra de Ian Watson. Como en otras de sus obras, como por ejemplo Visitantes milagrosos y en menor grado Carne (fallida, pero muy ingeniosa en muchos de sus planteamientos), el humor y lo estravagante no son inconvenientes, sino valores añadidos que terminan por asimilarse perfectamente. Leyendo El viaje de Chejov uno no tiene muy claro si está siendo víctima de una broma, pero de camino es bombardeado con ideas más que sugestivas. Así, conceptos ambiciosos se dan la mano con otros burdamente grotescos, el resultado es sin duda original, pero también arriesgado. Por ejemplo: una nave que es capaz de viajar a las estrellas más lejanas usando para ello el flujo del tiempo y el movimiento galáctico; este navío tiene la forma de un inmenso símbolo comunista con la hoz y el martillo. Esta imagen no es precisamente lo que se dice muy seria, más bien nos trae a la mente la ciencia-ficción más chusca, pero lo cierto es que tiene su propia lógica dentro de la historia. 


Si aceptamos las reglas de Watson todo es posible. Sus ideas parten de conexiones sorprendentes y absolutamente inéditas, siempre basadas en una fascinante dialéctica propia de las prácticas del surrealismo que no excluye unir conceptos y hechos que en apariencia son irreconciliables. En esta ocasión vamos a leer sobre la vida de Chejov, la miseria en Siberia, el misterio de Tunguska, paradojas temporales, realidades paralelas, hipnosis, chamanismo y algunas nociones de la difícil historia de Rusia desde el tiempo de los zares hasta el régimen soviético, todo ello en poco más de 200 páginas. Pero Watson no se conforma con eso, siempre tiende al más difícil todavía. ¿Porqué no sacar en el libro tres realidades paralelas a la vez? 

No obstante, hay que señalar que esta novela que reseñamos aquí no puede situarse al mismo nivel que otros libros más complejos de Watson, como son Empotrados o El modelo Jonás. Digamos que es bastante menos densa en cuanto a ideas por página, no exije tanto al lector, pero a cambio es directamente entretenida, dejándonos la sensación de haber leido un libro que recupera la esencia de la literatura de aventuras, aunque sin prescindir por ello de ciertos elementos de ciencia-ficción de alto voltaje.

La edición (al parecer bastante limitada) española ha corrido a cargo de La biblioteca del tiempo, editorial que se esfuerza por dar a sus libros un aire pulp más que atractivo. No obstante, en mi opinión la traducción está algo descuidada, como por ejemplo ocurre con la abundancia de repeticiones de términos en una misma frase, o quizás simplemente sea una fiel adaptación a nuestro idioma de la prosa desquiciada del propio Watson, no lo se. En definitiva, y al fin y al cabo lo más importante, se trata un libro muy recomendable, especialmente para los seguidores de Ian Watson pero también para todos los aficionados a la ciencia-ficción más aventurera.

Reseña de Antonio Ramírez