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miércoles, 11 de septiembre de 2019

ENTREVISTA CON JAVIER ALCÁZAR - Javier Mora

La editorial Isla de Nabumbu inició en 2018 la recuperación de algunos autores de tebeos españoles que el paso del tiempo ha dejado un poco olvidados. Es el caso de Auraleón, dibujante (y ocasional guionista). Aunque seguramente es recordado por muchos de los aficionados que vivieron el apogeo del comic adulto entre finales de los 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado, ya era necesario rescatarlo para las generaciones más jóvenes que deseen explorar la historia del medio. El Quimérico Lector tiene el placer de publicar esta entrevista que Javier Mora (guionista, ensayista y colaborador de diferentes publicaciones y webs centrados en los comics) le hizo a Javier Alcázar, editor de Isla de Nabumbu con motivo de la salida de Caos, una recopilación de algunas historietas de Auraleón.


Caos, el reciente recopilatorio de la obra de Auraleón en 1984, inaugura el sello editorial Isla de Nabumbu. ¿Qué te lleva a embarcarte en esta aventura?

El mercado editorial español dispone hoy día de una variedad de títulos como nunca ha tenido antes. Se publica de todo y para todos los gustos, aunque en términos globales hay menos lectores porque se publican menos ejemplares de cada tebeo. Y a pesar de esta variedad, hay algunos temas o algunos autores que no se tocan, precisamente porque lo escuchimizado de las ventas no permite aventuras editoriales de riesgo. En el caso concreto de Auraleón, me impresionó su figura desde que en los años 2009 y 2010 tuve que investigarlo a fondo para un artículo de un número de Tebeofera dedicado al cómic de horror que yo coordinaba. Su ausencia del panorama de la historieta a pesar de ser uno de los autores más prolíficos de Selecciones Ilustradas llamaba la atención. Han pasado los años desde aquel número de Tebeosfera, y mientras que las nuevas tecnologías y las editoriales pequeñas han permitido recuperar a otros autores clásicos españoles, Auraléon seguía sumido en el olvido. Así que tomé la determinación de recuperar su obra, aún con las dificultades que ello suponía: no conocíamos a ningún familiar suyo vivo (el autor falleció en 1993) y no disponíamos del material original. Tras consultarlo con mi más estrecho colaborador, Antonio Moreno, vimos que se podría hacer cierta recuperación a partir de las páginas impresas en las revistas, y así surgió “Caos”, y el sello Isla de Nabumbu para publicarlo.
 
Rafael Auraleón pertenece a una de las generaciones más brillantes de la historieta española. A finales del 70, ¿qué los lleva a dejar de ser meros autores sindicados y considerarse artistas de pleno derecho?

Creo que dos motivos: primero, el reconocimiento de los autores de cómic que ya estaba teniendo lugar en Francia e Italia desde finales de los sesenta y el intento de obtener derechos profesionales con la creación de entidades sindicales; segundo, la aparición de un “cómic de autor”, corriente que también llegó de Francia; y tercero, que la obra de los artistas que trabajaron para SI se publicó ampliamente en los setenta en nuestro país, con lo que llegaron a ser ampliamente conocidos por los lectores. Ahí jugó un papel importante Josep Toutain, que decidió embarcarse en la aventura editorial con publicaciones que no solo traducían el material ya producido, sino que invertía en material nuevo. Los autores estaban teniendo reconocimiento por su obra por parte de la crítica y el público, y estaban viviendo de ello; era lógico que muchos llegaran a considerarse artistas.
 
¿Qué hace único a Auraleón frente a otros miembros como Sió, Giménez, Font, Beá, etc., etc.?

A esta cuestión le vengo dando vueltas muchos años, porque hay una serie de características que se dan en Auraleón que no se dan en el resto de autores, y hay detalles en esto que me imagino que nunca llegaré a conocer. Para empezar, Auraleon siempre trabajó para Selecciones ilustradas. Comenzó su carrera de forma autodidacta en la agencia haciendo historietas de sindicación, después llegó su época de fama con las historietas de horror para Warren y finalmente sus propias obras publicadas en España en 1984 y Creepy, pero siempre bajo la tutela de Toutain. Los escasos trabajos que no realizó directamente para SI siempre estaban emparentados con la agencia de algún modo. Otros autores como José Ortiz, Luis Bermejo o Martín Salvador ya tenían un bagaje importante en el mercado español, y además de en SI trabajaron para multitud de agentes y editoriales. Otros, como Beà, se iniciaron en SI pero pronto eligieron otro camino. Muchos de los autores de SI continuaron su carrera tras el debacle de la agencia o incluso antes, siguiendo con la historieta o dedicándose a la pintura o a otras creaciones artísticas. Auraléon no. Desde el principio hasta el final estuvo con Toutain, y cuando dejó SI, dejó su carrera artística. Otra cuestión: Auraléon (salvo la excepción de las historias publicadas en “Caos”) siempre trabajó para guiones ajenos. No sé si por incapacidad para elaborar sus propias historias (no creo) o, porque como declaró en alguna entrevista, a él lo que le gustaba era dibujar. Beà, Giménez, Font, Fernández, Maroto… todos ellos quisieron elaborar su propias creaciones, pero Aura no; hasta su última historieta, “Viaje al infierno”, llevo guión ajeno, el de Carlos Echevarría. Más: aunque no he encontrado a ningún autor o técnico que pudiera decirme algún defecto de Auraléon, ya que todos hablan bien de él, nunca llegó a integrarse en la camaradería que reinaba en el ambiente sobre todo durante los primeros años de la agencia. Él estaba ahí casi desde el principio, pero nunca se le ve en ninguna foto de grupo, nunca acudía a los (frecuentes) eventos organizados por los propios autores… Era una persona muy reservada, con una sensibilidad especial. Quizás todo esto, el hecho de que estuviera más aislado, que no elaborara historias propias o que no se diera a valer fuera del seno de Toutain, provocó quizás el hecho que yo veo más soprendente siendo uno de los autores más ubícuos: nunca se le dedicó un libro de historietas exclusivo, ni dentro ni fuera de la editorial que lo protegía.

Es decir, que era un rara avis dentro de la editorial. ¿Qué o quién le impulsa a dar un paso adelante para dejar de ser ese conformista artesano de la viñeta?

Por lo que me han comentado los compañeros de profesión que lo conocieron, Auraleón era más bien una persona tímida y poco emprendedora. Eso podría explicar su larga carrera en Selecciones Ilustradas sin necesidad de explorar nuevos campos o buscar nuevos editores. De hecho, la creación de las historietas de “Caos” no supuso un paso adelante que abriera las puertas de una nueva etapa en su vida, sino que lamentablemente fueron el principio del fin. Después de esto, Auraleón dibujó otra serie de historietas con guión ajeno (de Carlos Echevarría), y después, nada.

Una figura tan carismática como la de Toutain, ¿hasta que punto es determinante en la posterior carrera de Auraleón?

Como ya he comentado antes, la carrera de Auraleón está unida indisolublemente al desarrollo de Toutain. Comenzó con él en la agencia y terminó con él en las revistas, sin apenas interferencias exteriores. Pero no he sido capaz de encontrar ninguna declaración de Toutain sobre el autor, a pesar de que creo que Aura fue el segundo con más protección, después de Pepe González. 
  

¿Protección en que sentido?

En el sentido paternalista del término. En el caso de Pepe González ha quedado más claro porque hay más testimonios, tanto de otros autores como del propio Toutain. Pero en el caso de Auraleón pienso que había el mismo sentimiento, un espíritu protector por parte de Toutain que dirigía el camino del autor y que explicaría esa dependencia (laboral) durante tantos años. Eso sí, es una especulación mía, no hay nada escrito sobre el tema.
 
¿Por qué crees que Auraleón escoge el género de la ciencia ficción para realizar un cómic adulto y no el terror en el que era un consumado maestro?

En algunas historietas de Warren ya había tenido experiencias con la ciencia ficción, y dentro de las historias que abarca “Caos” el elemento terrorífico está algunas veces presente o subyacente, pero es cierto que llama la atención esta elección. Quizás fuera por imperativo de Toutain, ya que por esa época (principios de los ochenta) el horror estaba pasando de moda, o por propia iniciativa de Auraleón, que quizás estaba harto de la temática terrorífica. La verdad es que en sus siguiente (y última) obra continuó en un ambiente de ciencia ficción, ya que las historias de “Viaje al infierno” transcurren en una nave espacial. Nunca lo sabremos con certeza, ya que las personas implicadas lamentablemente ya no están entre nosotros. 

¿Pudo haber escogido la ciencia ficción por recomendación de su amigo Josep María Beá?

Es posible. Pueden haber varios factores para esta elección. Quizás hacía falta rellenar las páginas de 1984 y como ésta era una revista de ciencia ficción no había más remedio que hacerlo, o el género permitía expresar ideas experimentales en entornos distintos pero apegados a la humanidad o, como tú dices, simplemente le gustó el trabajo que Beà estaba desarrollando en aquel momento o éste le alentó a seguir por ese camino. Beà me comentó en una entrevista que apoyó a Auraleón en sus últimos años como historietista (de hecho gracias a él se publicaron sus últimos trabajos), pero no me refirió específicamente nada sobre la obra de Auraleón en 1984.

A lo largo de la obra se constatan fuertes influencias de clásicos modernos como Moebius, Bilal y Toppi, ¿qué toma de cada uno de ellos?

No solo en sus últimos años, la evolución de Auraleón en el aspecto gráfico fue constante. Al principio su dibujo era más clásico pero muy tosco, después añadió carcterísticas gráficas de Alberto Breccia, con la expansión de los autores españoles en Warren experimentó con las técnicas que éstos incorporaron (como el rayado con cuchilla o el entintado con texturas), y acabó convirtiéndose en un maestro de la aguada. En los setenta su estilo ya estaba formado y era rápidamente identificable como propio. Pero siguió evolucionando, y sobre todo en las historietas publicadas en “Caos” se observan influencias del por entonces omnipresente Sergio Toppi, con sus composiciones de páginas majestuosas y orientalistas. En estos años Auraleón estaba muy influenciado por “lo alternativo”, y creo que parte de eso quedó expresado en su dibujo. Por supuesto, el impacto que supuso la obra de Jean Giraud / Moebius y, más tarde, Enki Bilal, no pasó desapercibido para Auraleón, y de alguna forma las incorporó en su obra. Pero como ya digo, esta influencia fue gráfica. La verdadera influencia en la historia y el guión fue Josep Maria Beà, con esa mezcla de iconoclastia e ironía.
 
¿De qué modo evoluciona a lo largo de estos relatos?

No observo un claro cambio de estilo en su evolución, Auraleón coge ideas de aquí y de allá y las plasma como mejor puede o sabe desde el principio. Desde la primera historieta se observa un trabajo muy elaborado, yo diría que el más complejo que realizó el autor. Solo al final parace que las páginas están menos elaboradas, o al menos prescinde de los fondos con grafito o aguada y se limita a la línea de tinta.
 
¿Cuáles son las principales características de su estilo? ¿Qué lo eleva por encima de la media de los autores de la revista?

Es difícil decir qué autor es mejor o cuál “se eleva” por encima de los demás… Creo que el nivel gráfico de los autores de SI fue en muchos casos excelente, sobre todo los más conocidos. A Auraleón se le podía tachar de repetitivo, de poco original, de cierto estatismo… pero fue un maestro en la técnica de la aguada, era capaz de afrontar cualquier reto y dibujó de forma muy especial la belleza femenina. Simplemente el hecho de haber dejado un estilo muy reconocible ya le sitúa como autor significativo.
 
¿Realizó anteriormente obras de la misma complejidad técnica?
La época gloriosa de Warren, en la década de los setenta, coincidió con la época gloriosa de Auraleón. En las decenas de historietas que realizó para la editorial utilizó todo tipo de técnicas, con predominio de la sombra de tinta y el rayado cuando estaba más influenciado por Breccia, pasando después al uso masivo de la aguada, o más adelante al entintado con plumilla. La obra de Auraleón es muy respetada por los coleccionistas estadounidenses, que pagan fortunas por sus originales.
 
El contenido crítico de estos relatos, ¿a qué crees que responde? ¿Exigencia de género o afán por remover la conciencia de los lectores?

Por una parte, era lo que se estilaba. Muchos recordarán (para mal) las historias cortas de las revistas de los ochenta, que creo que están excesivamente despreciadas. Todo el mundo alaba el aspecto gráfico pero existe una actitud generalizada de menoscabo con los guiones, como si todos los días nos encontráramos con obras maestras de ocho páginas. En los guiones de Auraleón se aprecia esto, o al menos la inexperiencia del autor como escritor, con algunos textos excesivamente farragosos o, incluso, innecesarios. Pero si estas obras se leen sin prejuicios y detenidamente, más que lo que se puede pretender con la escasa longitud de las mismas, dejan un poso de reflexión sobre el ser humano interesante. O al menos, la reflexión que el autor se hacía sobre ello. Auraleón no intenta ofrecer historias completamente terminadas, con todos los detalles explicados, y lo que es más desasosegante, no ofrece finales felices, lo que a veces frustra al lector. 


¿Por qué crees que Auraleón decidió abandonar el camino de la autoría? ¿Se sentía inseguro a la hora de escribir?

El único experimento que se le conoce a este respecto es el conjunto de historietas que hemos editado como “Caos”. Ni antes, ni mucho menos después, volvió a ser autor completo. Él se consideraba sobre todo dibujante, y así lo dejó reflejado en alguna que otra entrevista. La escasa respuesta a su labor como autor completo y su estado de salud en aquella época imagino que le hicieron desistir de seguir intentándolo.
 
Los cuentos recopilados en Caos, ¿tuvieron la repercusión que merecían?

He estado rebuscando en las revistas de la época, en los textos teóricos, en prensa, en los correos de los lectores… Nada, ni una sola mención a estas historias salvo la escasa publicidad que le dieron las publicaciones de Toutain. Salvo alguna mención al autor como uno de los preferidos del público, no se llegaba a ahondar más en su obra ni se llegó a hacer crítica alguna, ni buena ni mala, de este “experimento”. No es solo que esta parte de su obra no tuviera la repercusión que merecía, es que su obra en general fue olvidada.
 
¿Qué lleva a Auraleón a abandonar la historieta?

Independientemente de la respuesta que tuviera su obra, creo que el hecho de que abandonara por completo el mundo artístico estuvo en relación con sus trastornos mentales. Auraleón siempre había tendido a la depresión, y en sus últimos años de “vida pública” ya se mostraba muy alejado de su entorno y más cercano a posturas místicas que se fueron intensificando por las personas de su entorno. Lamentablemente, el asilamiento que él mismo había buscado en los años previos provocó que tampoco hubiera nadie en ese momento para ayudarle. Un caso muy desgraciado en el que no solo se perdió al artista, sino también a la persona.
 
¿La edición de Isla de Nabumbu ha conseguido revitalizar su figura como esperabas? ¿Será alguna vez Auraleón profeta en su tierra?

Al menos ha servido para reivindicar su figura. Muchos lectores jóvenes no lo conocían, y bastantes de los lectores veteranos se habían olvidado de él. La edición de “Caos” ha llamado la atención, y ha supuesto poner en librerías al menos un libro realizado por Auraleón, que es lo que pretendíamos. Pero es necesario insisitir mucho, hacer mucha promoción, que el libro esté presente en todos los puntos de venta, y eso a una editorial microscópica como la nuestra le resulta muy difícil. Con respecto a la segunda pregunta, es muy difícil que un autor ya fallecido alcance tanta notoriedad como para ser “profeta en su tierra”, pero por nuestra parte no vamos a cejar en el empeño.
 
¿De qué materiales habéis partido? ¿Habéis podido acceder a algún original?

Esa ha sido una de las principales dificultades del proyecto, ya que no disponíamos de los originales a partir de los cuáles hacer una edición decente. Los originales de las historietas que Auraleón realizó para Warren se hallan en manos de coleccionistas, la mayoría estadounidenses, pero del material que se produjo para España no se sabe nada. Solo disponíamos del material impreso, en un papel con casi cuarenta años de envejecimiento. El escaneado y restauración de ese material se debe a Antonio Moreno, que ha realizado un trabajo titánico para obtener unas digitalizaciones que permitieran una impresión óptima. Y creo que el resultado ha sido espectacular, nunca se habían visto esas páginas tan bien como ahora. El único original del que hemos podido disponer ha sido la ilustración de la cubierta, que amablemente nos ha cedido la sobrina de Aura, Natalia, y que ha supuesto una alegría para nosotros ya que previamente deconocímos su existencia. Esta ilustración ha supuesto un valor añadido importante a la edición en sí.
 
¿Cómo calificarías vuestra reedición: necesaria o indispensable?

¡Las dos cosas! Bueno, ante todo necesaria. No era de recibo que uno de los autores más prolíficos de la historieta española en general, y de Selecciones Ilustradas en particular, no tuviera ninguna obra dedicada a él.
 
¿Cuáles son los planes de futuro de Isla de Nabumbu?

En primer lugar completar lo que hemos denominado la primera fase del Proyecto Auraleón, que consta de dos libros de historieta y uno teórico. El primero, “Caos”, ya está publicado. El segundo, “Viaje al infierno”, con guión de Carlos Echevarría, saldrá publicado a mediados de 2019. Y el tercero es el más bonito, aunque más complejo de hacer, ya que hay que reunir mucha información dispersa para hacer un volumen atractivo. Si todo sale bien y vemos que los lectores muestran interés, intentaremos pasar a la segunda fase del proyecto. Digo “intentaremos” porque ya no depende tanto de nostoros, ya que pretendemos publicar el material que Auraleón realizó para Warren, y actualmente existen dos editoriales estadounidenses que están publicando el material de dicha editorial, Dark Horse y Dynamite. Hasta ahora los contactos no han fructificado, pero seguiremos insistiendo.

Pero no solo de Auraleon se quiere nutrir nuestra pequeña isla. Recuperaremos obras de otros autores nacionales, incluso queremos prodicur material nuevo y no solo en el ámbito de la historieta, sino también en el de la literatura. Los lectores dirán si interesa o no.

Entrevista de Javier Mora


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Más información:

Isla de Nabumbu



sábado, 16 de marzo de 2013

LA ESQUINA - David Simon y Ed Burns

Primera edición en inglés en 1997.
Editada en castellano por Principal de los libros en 2011.

681 páginas. 

Sinopsis.

David Simon y Ed Burns exploran, durante un año, la cara oculta de la polis norteamericana (violencia congénita, rechazo social, falta de educación y oportunidades, drogadicción…) a través de los avatares de la familia McCullough (padre, madre e hijos). Sus penurias, sus alegrías, su caída, su espíritu de superación y lucha, retratan fielmente el espíritu contradictorio de la condición humana, campo de batalla perenne entre la realidad y el deseo.

Comentario del libro.


“En cuanto a los inspectores, la mayoría aceptó que 'La esquina' era una historia legítima, narrada con ecuanimidad”. […] “Pero otros policías consideraban que el segundo libro era algo parecido a una traición: era una historia que no estaba escrita desde el punto de vista de los incólumes oficiales de Baltimore, sino que daba voz a los perseguidos”.

David Simon.
  
         Vidas cruzadas entre ficción y realidad: por un lado, David Simon descontento en su fuero interno con el resultado final de Homicidio. Lo que concibió como una crónica que revelase el lado más “humano” (para bien o para mal) del cuerpo de policía de Baltimore, se ha convertido en una exitosa (más a nivel de crítica que de público) teleserie. A Simon este hecho no le desagrada. Pero no le llena su rol: simplemente es el autor del libro a quien se le compró los derechos, a quien por cortesía se le invita a escribir algunos episodios[1]; alguien que, a pesar de tener una dilatada carrera periodística, no deja de ser un novato todavía en las artes del guión televisivo y a quien, por lo tanto, no se le permite aportar nada en la producción final. Así, impotente, asiste al paulatino abandono de la crítica social que envolvía su provocativa narrativa. Como muestra un botón: el poder establecido no debe estar muy preocupado cuando conceden, a los actores principales, el título de baltimorenses de adopción[2] o cuando el acalde de Baltimore y el gobernador de Maryland hacen sus cameos. La ficción ha fagocitado el análisis de lo real; lo ha asimilado, como una especie de crítica constructiva, dentro del sistema. En definitiva, en esta etapa, Simon se encuentra en una encrucijada vital: o convertirse en un autor transigente y conformista, o continuar con su compromiso con la verdad por mucho que esta duela.

Por otro, Ed Burns, el ex soldado en Vietnam, el ex inspector de homicidios (coincidió con Simon), que acaba convertido en profesor de matemáticas en un barrio de bajo postín, por decirlo suavemente. ¿El motivo? Más que un carácter polifacético, hablamos de alguien con un profundo sentido del deber en la máxima expresión del término. Hacía falta gente comprometida ante los escasos medios de los servicios educativos, y Burns se presenta a pesar de tener una mínima preparación docente. Alumnos conflictivos por los que nadie vela, a quienes nadie quiere. Como él mismo explica, la tensión psicológica es similar a la que vivió en combate[3]. Disciplina, enseñar respeto al prójimo y a uno mismo, amén de comprensión y cariño. Son los ideales pedagógicos (sentido común ante todo) de un torpe (o mejor dicho primerizo) profesor de matemáticas Burns de quien sus alumnos más de una vez se ríen, se burlan, se jactan; a quien más de una vez le hacen perder los estribos, los papeles y las programaciones; quien se mantiene firme e impertérrito hasta que logra con el tiempo su confianza. Impresiones que posteriormente se traducirán en las experiencias del ex agente Pryzbylewski en la excelsa cuarta temporada de The Wire, donde se analizan las causas y consecuencias del desastroso programa educativo estadounidense más preocupado en las estadísticas de los exámenes de reválida de cada etapa, que en la propia educación de cada alumno[4].

Al igual que su personaje, Burns comprende lamentablemente que luchar cada año contra un modelo escolar que devora, como Cronos, a sus alumnos; contra las ansias de autodestrucción de estos mismos en la jungla de viales y asfalto; contra el desencanto generalizado de la comunidad escolar y su escasa fe en el futuro, es entrar en un berenjenal de batallas sin provecho y sentido. Energías malgastadas en múltiples caminos sin retorno. Energías que debe concentrar en un esfuerzo común y concreto. Porque si bien antes resolvía asesinatos, ahora trabaja con las causas directas y su esfuerzo siempre será insuficiente. La realidad es superior a sus fuerzas. Por eso, si quiere hacerla más asequible, para abordarla con convicción, deberá destilarla a través del filtro de la ficción, el único medio capaz de aunar contenido crítico, con la capacidad para soñar despierto en la bendita utopía.

Pero, ¿cómo y cuándo confluyen los, aparentemente, opuestos caminos de nuestros autores? Hagamos un poco más de intrahistoria. Es 1992: el tráfico de drogas en Baltimore se duplica cada año; las cifras de muertes por sobredosis o como consecuencia directa del tráfico de drogas, se disparan; el deterioro del entorno social cada vez es más dantesco… No es algo nuevo. El modelo de ciudad industrial estadounidense de los años cincuenta, ha dejado de ser próspero por las continuas fluctuaciones del mercado. Los barrios se empobrecen paulatinamente. Los obreros y sus hijos sufren las consecuencias del paro. La impotencia crecerá a ritmos insospechados. Más de uno, necesitará evadirse de su propia podredumbre… Otros, por el contrario, serán más listos: harán dinero fácil a costa de esos otros. Y como nadie sabrá poner freno a la situación, los barrios darán paso al gueto con la marcha de la escasa clase media que les quedaba. A esto le sumamos peores servicios sociales, promesas políticas incumplidas día sí y día también, sentimientos generalizados de ser ciudadanos de segunda…

Fruto de este caos primigenio, surgirá un nuevo mundo: la esquina. Entendidas como territorios para bandas, en ellas se comercializarán todo tipo de sustancias. Supermercados de la droga abiertos 24 horas. Marginalidad a la vista como mercado o escaparate, y que seguirá protocolos bien establecidos, rutinarios, para no ser descubierta ni condenada: el correo (habitualmente niños en edad escolar) a quien los clientes harán su “pedido” y entregarán su dinero; este lo llevará a la mano derecha quien dará el visto bueno a la operación y les señalará el rincón oscuro donde otro “encargado” les dará su material. American way of life: el trabajo en cadena. Nada se deja al azar. Se cuidan los detalles: se tienen a mano cantidades pequeñas del producto en cuestión (al que, atendiendo a la moda, se le dará nombres llamativos) para deshacerse lo más rápidamente del mismo o evitar un molesto arresto; el jefe o encargado de la siempre al margen, sentado en la sombra, observando detenidamente la fluctuación de compre y venta del mercado.

Pero no es esta agresiva campaña de mercadotecnia lo más representativo. La esquina es también lugar de peregrinaje, cruce de caminos sagrado, de paso y encuentro. A lo largo y ancho, como auténticos muertos vivientes, deambulan un sinfín de tipos humanos en busca de su santo grial. Un microuniverso de la aguja y el vial, donde el dolor y el vacío interior condicionan, como un martirio, la existencia de sus habitantes. Su única motivación es sobrevivir, proceso que se traduce en obtener cada día el dinero tan necesario para su pedazo de felicidad en la tierra. No importa el medio, aunque, como nos relata el libro, la gran mayoría se decanta por pequeños trabajos como la venta de chatarra o el sableo a los familiares de turno.

Lejos quedan los niños jugando alegremente en la calle, los rellanos de las puertas como punto de reunión, la camadería entre vecinos con fresco sabor a Coca Cola (evitemos chistes fáciles)… La esquina, revela el verdadero rostro de una Norteamérica desquiciada y perdida, construida para el beneficio de unos pocos poderosos donde la moral es relevada por el espíritu de supervivencia. El capitalismo, como vemos, no se ocupa del bienestar de sus ciudadanos si no de generar mercados incluso entre la miseria. ¿Cómo no pensar entonces que es un verdadero símbolo de nuestro tiempo? En cualquier caso, es hacia aquí a donde Simon y Burns, respectivamente, encaminarán sus pasos: hacia este paraíso perdido.

A la vista del panorama, ambos estaban más que condenados a encontrarse: Simon sabe que necesita reconducir su crítica hacia un punto de la realidad que no pueda asimilarse tan cómodamente y que muestre el deterioro del modelo social norteamericano. No es de extrañar que habiendo sido reportero de sucesos, habiendo participado como ayudante invitado de homicidios, pensara que la respuesta se hallase en los intricados vericuetos del submundo de las drogas origen de tantas víctimas inocentes o no culpables. Pero su visión en este inicio es sesgada, quizás hasta poco parcial: los yonquis son gente que se ha buscado sus problemas. Necesita conocerla en profundidad para analizarla y desentrañar la madeja. Necesita la esquina.

Burns, por el contrario, ya conoce de primera mano (de la mano de sus alumnos) esta cruda realidad. A cuantas familias no habrá visto destrozadas por su peligroso influjo, a cuantos alumnos no habrá visto echar por tierra su futuro… Y todo ha empezado en el mismo punto, ha tenido el mismo origen… Por eso, hacer un estudio en crudo no conduciría a nada. Unos simples legajos de papeles bienintencionadamentepedagógicos más. No. Necesita algo que remueva las conciencias y sea atractivo, un vehículo, ya hablamos que en este caso literario, que al mismo tiempo que facilite la expresión de su opinión personal, se apoye en una narración interesante de hechos. No es una tarea cómoda. Ante todo debe hacer valer un requisito para lograr esta total identificación con el lector: sustentar la ficción sobre los cimientos de la realidad más firmes que pueda. Y esto conlleva que necesite conocer de primera mano los miedos, temores, alegrías y deseos que subyacen en estas almas lastradas.

Un interés común, un mismo objetivo crítico… Da igual de quién partiera la idea de hacer una obra conjunta. El caso es que sus visiones se completaban y podían formar un caleidoscopio perfecto desde el que observar de forma ordenada las entremezcladas capas de la realidad. Sólo necesitaban tiempo material para volcarse de lleno en este complicado y arduo proyecto. Pero el que busca, halla… Burns deja la enseñanza y Simon pedirá un nuevo permiso en el Baltimore Sun que se prolongará durante tres años de septiembre de 1992 hasta finales del 95 (eso sí, los hechos relatados en la obra únicamente engloban a 1993; durante los dos restantes escriben la obra, le dan cuerpo, y contrastan datos). El equipo está conformado. Al igual que su método de trabajo: “nuestra metodología era bastante simple y podía describirse como periodismo de 'estar por ahí y observar'. Íbamos al barrio cada día con nuestras libretas y seguíamos a la gente”[5].

En este sentido cobra especial importancia el modelo textual: la crónica  periodística. Son varias las razones: ya la empleó exitosamente Simon en Homicidio; permite aunar una representación fidedigna del entorno, con una pulcra expresión (sin dejar de ser certera) más propia de lo literario. Hablamos de personas no de personajes. Personas con quienes se quiere compartir, minuto a minuto, sus vivencias. Sin ningún tipo de tapujo, ni de freno. Sin ninguna pretensión de juzgarlas. Sólo mostrarlas abiertamente, sin miedo. Para ello, la obra oscilará alrededor de secuencias escénicas.

Con las mismas, nuestros autores, recogerán de forma documental, aquellos momentos que estimen más representativos. Tarea nada fácil dado que “siendo como somos algo pálidos, nos plantamos en la calle Fayette, y al principio los habituales de la esquina pensaron que éramos policías, o informantes. Lo que es peor, algunos de los mayores recordaban a Ed [Burns] de su época de patrullero y detective en el Departamento de Policía de Baltimore, lo que concedió credibilidad al rumor de que éramos chivatos o policías de la secreta o algo peor”. De este modo, deben guardar distancias desde un principio, con las “fuerzas del orden y la ley”. Los antiguos compañeros de profesión, los conocidos de la brigada que le acogieron (para bien o para mal) como a uno más, no entienden en un principio el posicionamiento de los autores. Ni siquiera devuelven el saludo. Un contacto con los elementos discordantes puede condicionar, lógicamente, la reacción de sus confidentes. Ahora, no es que estén del otro lado. No están en ninguna parte. Fijan su mirada y se abstienen de opinar o de participar.

  Cada día, durante tres años, acuden a la esquina de Fayette con Monroe, el centro neurálgico elegido, y tratan de ganarse la confianza de esos “habituales”. Charlar informalmente, contar chistecitos subido de tono, repartir ejemplares de tu anterior trabajo, invitar a unos helados en verano… Al grano: se va sin miedo y se muestra uno abierto y complaciente. Eso explica que tardaran tan poco en convertirse en rostros comunes. Los escritores que estaban interesados y pendiente de todo y de todos. Pero que no molestaban. Iban de buen rollo. Con sus cuadernos de notas –como ya hemos señalado- y sus bolis a cuestas, actuando, como modernos Sanchos, ante sus mil y un Quijotes de papelina. Escuchan, atienden, como si no estuvieran allí (algo imposible), y transcriben los datos de la manera más fidedigna ya sea encima del capó de un coche, en una cafetería, sobre la espalda del compañero, o donde pillen. El mecanismo: como no quieren que sus libretas corten la forma de ser de nadie, las llevan escondidas en los bolsillos o en el coche o donde puedan. Si algo ocurría “nos alejábamos un momento y tomábamos notas de los detalles”. Quizás no sea el método más válido, pero como ellos mismos advierten: “los periodistas sabrán que éste no es el mejor método ni tampoco el más fácil para registrar los hechos, pero también saben que empuñar una libreta en mitad de una situación ilegal a buen seguro va a alterar o a detener el ritmo de los acontecimientos. Para este libro, el único camino posible era el más difícil”.  Sin quitar ni poner ni una coma. En estas escenas, recogen sus historias, escuchan sus “batallitas”, apuntan sus impresiones más íntimas y personales. Se convierten en sus confidentes: un hombro amigo sobre el que llorar, alguien con quien enfurecerse y encararse. Para muchos es la primera vez que alguien muestra cierto interés por su vida. Suena triste.

Al estar presentes como uno más, la gran mayoría de los acontecimientos relatados fueron presenciados por ambos autores. Pero en los pocos casos en los que no, el testimonio, la entrevista directa al sujeto implicado, se convierte en el eje central. Con el tiempo, la red de informantes, en este cerrado mundo, les advertía casi al instante, y desde distintas perspectivas, de los sucesos principales.  A ellos entonces sólo les quedaba “la tarea de separar el grano de la paja, un proceso esencial en cualquier tipo de periodismo”. El único peligro es que el protagonista quiera adornar los hechos de más, los suavice mejorando su posición o los tergiverse en pos de una mentira redentora. No importa. Algo que encumbra a esta obra es su largo proceso de investigación: tres años. En los casos dudosos, los autores dejan pasar el tiempo y éste siempre revela la verdad, la saca a la luz. Las cosas caen por su propio peso. Su responsabilidad como investigadores de lo cotidiano es poner en entredicho todo aquello que no sea observado, conocido y experimentado de primera mano. Y cumplen con su rol a la perfección. El alto grado de compromiso con su planteamiento periodístico es inapelable. A rajatabla. Cualquier “fantasía” perniciosa o espontánea, cae en el olvido.

 Sin embargo, es este mismo afán de objetividad, quien contamina su planteamiento inicial, aquel que les sirvió para alejarse de periodistas y policías. Simon y Burns son incapaces de evitar confraternizar con los sujetos de su estudio. Día tras día, durante tres años, viéndoles salir del hoyo (o intentarlo) o caer aún más profundo, les lleva a crear una línea de afecto que, en muchos casos, acaba en amistad. Como mínimo, respeto y consideración. Entienden que son personas que han sufrido en el alma, los males de una sociedad descuidada, los efectos de familias desestructuradas, la falta de habilidades sociales en un ambiente hostil. No caen en ningún tipo de mitificación pero tratan de entender el dolor que les causa su adicción, evitando justificaciones baratas: “llegamos a este proyecto como periodistas, pero con el tiempo nos descubrimos preocupándonos por nuestros personajes más de lo que habríamos esperado”. […] “Esa posición imparcial queda muy bien sobre el papel, hasta que un día el periodista se enfrenta a un individuo tan enfermo y cansado que se desmorona ante él y pide, llorando abiertamente, que alguien lo lleve a la clínica. O hasta el día en que ese mismo periodista se lleva a un drogata lejos de la esquina para hacerle una entrevista de dos horas y este se pone enfermo a causa del mono. Si el adicto hubiera estado en su entorno, para entonces ya habría conseguido el dinero para la dosis”. La mirada de nuestros periodistas se ha humanizado con su contacto. Empatizan. Les ven, con todos sus defectos, como luchadores que tratan de abrirse paso en la vida a pesar de las manifiestas dificultades a las que tienen que hacer frente. Y unos saldrán vencedores de esta batalla por su vida, mientras que otros renquearán en la cuerda floja.

Especial predilección sienten por los verdaderos protagonistas de esta obra, la familia McCullough. La acción gira en torno a las vicisitudes de cada uno de sus miembros. Gary el cabeza de familia, divorciado, despreocupado de los suyos, quien de empresario prometedor pasa, en una vertiginosa espiral autodestructiva, a simple adicto que únicamente vive para conseguir los chutes necesarios para el día a día. Fran, la ama de la casa, divorciada de Gary, mantiene a sus dos hijos (sólo el mayor es de Gary) con lo que puede, más pendiente de su chute y de una buena fiesta. Vive en un bloque de pisos de ayuda asistencial con la mayoría de sus hermanos (adictos al igual que ella) y los hijos de estos. DeAndre, el primogénito, agotado de la guerra fría que sostienen entre sí sus padres, más preocupado por conseguir las Nike último modelo que de su futuro, es un chico inteligente que a punto de arrojar la toalla en la escuela para dedicarse a tiempo completo al trapicheo. Él es quien realmente trae dinero a casa de Fran, quien a veces se apiada de su viejo y le pasa un chute gratis.

Estamos ante una familia desestructurada en la que cada uno va a su aire. Y lo mismo que no hacen nada por remediarlo (a pesar de quererse, a su forma), tampoco lo ocultan. Se prestan al estudio, al seguimiento documental. No esconden nada en su interior. No tratan de ofrecernos un rostro de pega. Se presentan como los seres representativos de un modelo social, como los embajadores de un régimen dictatorial que exige parca obediencia. Así, serán analizados atendiendo a una estética y línea naturalista. Se nos revelan sus errores (DeAndre como padre adolescente), sus temores (Fran, está a punto de echar por tierra su recuperación por culpa de un amante que trata de arrastrarla consigo al fondo), sus dudas (Gary querría pasar desapercibido, que todos se olvidaran de él; su técnica del avestruz nunca funciona). Hay momentos de alegría manifiesta (Fran y su nieto), de superación personal (DeAndre se atreve a participar en un concurso de oratoria representando a su instituto), de lucha interior (Gary encuentra la forma de aunar un sentimiento de paz y su chute diario, adornado con filosofía de todo tipo).

Pero es la esquina quien amamanta a sus vástagos y cortar sus lazos es imposible: Fran peleará lo indecible por entrar en un programa de desintoxicación de la ciudad pero descubre que lo peor es hacer frente día a día a la tentación para no sucumbir. Gary se deja llevar, pasa de todo, no tiene la suficiente autoestima para dar un paso adelante. DeAndre y sus amigos, caerán finalmente en el consumo diario; comienzan sus idas y venidas de prisión. Siempre les va a vencer. Como a tantos otros antes –el gordo Curt o R.C., por ejemplo-, como tantos otros lo seguirán haciendo después. Es una batalla perdida.       

De todos modos, ninguno de nuestros autores quiere entrar en una moralina fácil, estilo melodrama televisivo barato. Uno de los elementos que ensalzan esta obra es su capacidad para desahogarse, de complementar su visión realista de las escenas, con momentos de lucidez reflexiva en los que se detiene la acción y se trata de aportar respuestas a las situaciones mostradas. Gracias al carácter dual de la crónica, los autores pueden exponer su opinión con respecto a ella. Pero no lo harán de una forma meramente subjetiva. Tratan de buscar, ante todo, un patrón que explique las devastadoras consecuencias del presente. En estos pequeños ensayos se acentúa el espíritu crítico y contestatario del libro. Ante todo no se presenta una actitud timorata ante las drogas. Como ya señalamos anteriormente, los autores manifiestan que la misma no es más que otra consecuencia directa del deshumanizado planteamiento capitalista que asola el alma de los Estados Unidos. Las ciudades que dejan de ser rentables, son abandonadas a su suerte. Las faltas de recursos sociales y educativos no hacen más que potenciar un nuevo negocio seguro: el tráfico de drogas.   

Otro de los factores que relacionan con este generalizado despropósito, es la figura del drogadicto. El mismo ha sido presentado siempre por los sectores de poder establecido, o bien como el enemigo a batir por el honrado ciudadano de a pie (el horrible monstruo que ha provocado el caos y la caída de la prospera sociedad de antaño; quien ha creado la pobreza, los robos y la incultura), o bien se lleva al paroxismo la imagen del ser débil, mediocre y lamentable, capaz de engañar a los suyos en pos del chute diario. Un hijo, un hermano, un amante drogadicto, la peor de las desgracias. Que no me pase a mí. Un mal al que se culpabiliza a la familia (no al entorno social) con un vedado retintín al estilo algo habrán hecho.

Simon y Burns rompen con estas imposiciones y adoctrinamientos maniqueos. La guerra contra las drogas se convierte así en un arma de doble filo que más que procurar la detención y condena de los auténticos culpables, se orienta a la persecución de ciudadanos que han tenido la mala suerte de errar en sus vidas. La solución al tráfico, es congestionar las cárceles. El aumento de detenciones de drogadictos sumidos en delitos de poca monta, no son más que lavados de cara estadísticos para limpiar, por encima, las conciencias de los cuatro poderosos de turno (que seguramente serán consumidores de mayor diseño; para vicios los colores). El problema continuara latente hasta que no se busquen soluciones desde un primer momento. Han de atajarse las causas, no las consecuencias: “que algunos de los que viven persiguiendo el próximo chute de heroína son auténticamente peligrosos está más allá de toda disputa; la primera ola de la epidemia nacional de drogas contribuyó a engordar las estadísticas de criminalidad a finales de los setenta y principios de los ochenta”. […] “Más que dirigirse a los verdaderamente peligrosos, más que concentrarse en los asesinatos, los tiroteos, los atracos a mano armada, los robos, hemos decidido dar rienda suelta a todas nuestras furias. Más que aceptar la decisión personal de consumir drogas como un hecho –y buscar una solución al estilo de la bolsa de papel para la cada vez mayor cantidad de gente que hay en la esquina-, hemos intentado vivir con arrestos en masa”. […] “hemos perdido la posibilidad de cambiar la cultura de las drogas, de modificar la conducta de aquellos que persiguen una dosis, de podar los actos más violentos del esquema mental de la esquina, de atraer a aquellos que puede que hubieran estado dispuestos a escuchar ideas como comunidad, tratamiento y redención”.

Un símbolo es ofrecido como una vía de solución: la manida bolsa de papel. No es un chiste. Ésta, ha sido un recurso fácil y acertado para “evitar” el alcoholismo en la calle. No se puede (al menos, de momento) impedir que nadie ejerza su derecho a emborracharse pero está prohibido hacerlo en la vía pública. Y no son pocos los que lo hacen. Los que se reúnen con los amigos y se toman una cerveza fría, o no pueden esperar a llegar a casa, o… lo que sea. Está prohibido, pues más llama la atención y el riesgo, como el mayor de los deseos que es a veces, alentaba al consumo. En un primer momento, aumentarían los arrestos considerablemente. Pero congestionar los calabozos, un día tras otro, con este tipo de delitos menores, era una pésima política de gestión de recursos. El policía de a pie, perdía el tiempo con el borrachuzo de turno. Y la cosa iría en aumento, todos ofuscados, hasta que a algún lumbreras se le ocurrió esconder su botella de alcohol en la típica bolsa de papel de supermercado y voilá! problema resuelto. Se mira un poco a un lado. Todos ganan y pierden: unos beben pero saben que pueden ser detenidos si se pasan de la raya; otros, tienen las calles más calmadas aunque se hayan visto obligados a ceder en su exceso de celo por el cumplimiento de la ley.

Simon y Burns asumen las limitaciones de dicho planteamiento en relación al mundo de la droga: “Pero sin equivalente a la bolsa de papel en la guerra contra la droga no puede establecerse un equilibrio en las esquinas, no se puede establecer un acomodo entre la subcultura de la droga y aquellos encargados de vigilarla, no se puede relativizar la contemplación de pecados y vicios. Sin la bolsa de papel, la animosidad y, en último término, la violencia son las únicas posibilidades de comunicación entre la policía y los vigilados, porque no hay proporción ni propósito posible para la diplomacia cuando la guerra es una guerra total”. […] “Pero podríamos habernos salvado de los costes psíquicos de ese conflicto –el total alejamiento de la clase más baja de su gobierno, el matrimonio de esa alienación con un despiadado motor económico y, finalmente, el nacimiento de una filosofía sin ley tan horrible y árida como era de esperar puesto que es hija del odio y la desesperación- si hubiéramos abrazado el sentido común que representa la bolsa de papel”[6].

Habrá que esperar unos años más para llevar a cabo la realización metafórica de dicho planteamiento. No será hasta la tercera temporada de The Wire, a través de un profundo discurso dirigido a su ayudante de la comisaría oeste, en el que el comandante “Bunny” Colvin reflexiona en alto con la posibilidad de establecer una zona libre de intervención policial que se establecería como lugar único todo el tráfico de droga de la zona. El tráfico menor de las esquinas quedaría desterrado, desaparecería. Las esquinas recuperarían su antiguo esplendor, serían de nuevo un punto de encuentro pero esta vez entre vecinos. Mientras, en una serie de bloques abandonados, elegidos ex profeso por el comandante, se crearía esa zona cero de exclusión, Hamsterdam (es evidente el juego de palabras: la meca del consumidor) como popularizaran sus parroquianos. En esta zona, acordonada por la policía, estará todo permitido (salvo delitos de sangre, agresiones y venta a menores) tanto la venta como el consumo libre por igual. La esquina alcanza así una dimensión como espacio propio y reconocible, adquiere su reconocimiento como entidad propia.

Asistimos por tanto, a la creación de un arduo escenario por el que pasa y desfila la comedia humana, en el sentido más estricto del término. Al igual que con Balzac, creador del término, estamos ante un arduo proyecto narrativo. La influencia de La esquina no sólo se extenderá a la de las páginas que componen este libro. En primer lugar, Simon junto a su amigo David Mills, desarrollarán el planteamiento de la miniserie de seis episodios The Corner. La misma, dirigida por Charles S. Dutton, se presenta como una fiel adaptación del libro. El control de Simon es, esta vez, absoluto. Se trata de un planteamiento personal en el que reproducirá con exactitud dicho ambiente. Esta vez, no se mostrará un producto descafeinado. Las imágenes serán hirientes si es necesario. Para suavizar la carga crítica, empleará actores profesionales para los papeles de sus protagonistas. Como curiosidad, advertir que ni Burns ni él asumen en la pequeña pantalla su papel. Al contrario, son sustituidos por la figura de un director de documentales quien desde el primer episodio nos comunica la intención realista de la obra. La cámara subjetiva del autor acompaña a nuestros personajes en su deambular por las inhóspitas calles de Baltimore.

El escenario para la futura creación de Simon y Burns, The Wire, está ya conformado. Será el lugar omnipresente que aúne las distintas visiones críticas de la ciudad de Baltimore: el campo de batalla para la guerra de la droga (temporada 1), el modelo a aplicar en el puerto (temporada 2), el arma de doble filo en la pelea política (temporada 3), la única escuela para muchos críos (temporada 4), el tema predilecto del periodismo sensacionalista (temporada 5). En torno a ella, girará una acción que, con el tinte policiaco de trasfondo, se ocupa ante todo del crecimiento moral o la caída en los infiernos de unos personajes orgullosos de sus raíces. Personajes como Bubbles (una especie de pícaro incapaz de hacer daño a una mosca; el alma más noble, únicamente confundida por tanta adversidad), Omar (la justicia callejera: un asesino que roba a traficantes), Stringer Bell (el cerebro del mundo de los negocios en las calles; alguien de los bajos fondos puede ser un auténtico hombre de negocios), de un lado, o, McNulty (la incapacidad para hallar un lugar propio en este mundo atroz), Moreland (un hombre hecho a sí mismo, recto bajo su peculiar mirada), Carver (consigue aprender que existe una delgada línea entre el mal y el bien), de otro, nos muestran a sus herederos directos. Gentes que se dejan el corazón a cada paso, que muestran todas sus facetas –sentido y sensibilidad- a flor de piel. La esquina, en definitiva, es ese rincón oscuro de nuestra alma que revela nuestros miedos más profundos, aquellos que de ser superados, nos ayudan a crecer, a superarnos a nosotros mismos.


Reseña por Javier Mora Bordel.





[1] En el capítulo Post Mortem de Homicidio escribe Simon: “Y luego, ese guión, que escribí a cuatro manos con David Mills, les pareció tan terriblemente oscuro y desesperanzador a los ejecutivos de la NBC que no permitieron que se rodara durante la primera temporada de la serie. Sólo un año después, durante los cuatro episodios de la segunda temporada, rodaron el episodio”. Dicho episodio, fruto de un primerizo, gano el Writer´s Guild of American.

[2] “o baltimbéciles, como algunos de nosotros los llamamos”, también en Post Mortem.

[3] Psychologically, he compared the experience of teaching to the Vietnam War. He found the experience profoundly challenging because of the emotional damage that the vast majority of his students had already experienced before reaching the classroom. He saw his primary role as instilling caring behavior in his pupils” Ed Burns en Wikipedia.

[4] ¿Adivinan que país del sur de Europa quiere copiar este modelo comprobado de fracaso académico? ¡Bingo! Spain isn´t different!

[5] Salvo caso contrario, esta y el resto de notas pertenecen al epílogo elaborado por los autores en la primera edición de La esquina.


[6] Extractos de la escena 3 del capítulo Invierno.

jueves, 31 de enero de 2013

HOMICIDIO. (UN AÑO EN LAS CALLES DE LA MUERTE) - David Simon


Primera edición en inglés en 1991 por Houghton Mifflin.
Editada en castellano por Principal de los libros en 2010.

699 páginas.

Sinopsis. 

David Simon convive durante un año, 1988, con los detectives de la unidad de homicidios de Baltimore. Fruto de sus impresiones, de su aprendizaje sin trabas de los métodos policiales, surge esta visión descarnada y naturalista de la figura clásica del detective norteamericano. 

Comentario del libro. 

Homicido, responde al firme propósito de ser una elaborada crónica periodística de la violencia implícita en el estilo de vida norteamericano. Y no nos encontramos ante el típico devaneo de periodista progre con ínfulas de Norman Mailer. Su propósito crítico es absolutamente coherente e intachable tanto en su concepción como en su forma. Y así lo atestigua el paso del tiempo. No sólo porque esta denuncia siga teniendo vigencia. Ante todo nos encontramos con la primera piedra de un vasto proyecto multidisciplinar (que va de la mera crónica al medio televisivo) que ha tratado de ofrecer todos los puntos de vista (igualmente válidos) de esta degradación y que en su búsqueda constante de la verdad (o de una simple explicación) ha llegado a transcender fronteras: las del mero escenario, Baltimore; la del grupo objeto de estudio y observación, el cuerpo de homicidios de la misma ciudad; y la más importante, la existente entre realidad y ficción.

Tan arduo proceso de aprendizaje nace como una imperiosa necesidad. En 1987 la carrera de David Simon básicamente giraba en torno a la sección de sucesos del Baltimore Sun. Pero problemas con unos nuevos dueños que abogan más por recortes sindicales que por el interés editorial y el hastío de un trabajo hecho mecánico y repetitivo (sorprendentemente en una de las ciudades con mayor índice de asesinatos), le llevan a tomar una determinación radical: solicitar un año de excedencia y, al mismo tiempo, su ingreso como observador civil (“policía becario” era el título oficial) dentro del cuerpo de homicidios de la policía de la capital de Maryland. Algo bastante inusual como relata el mismo autor: “Hasta el día de hoy, aún no sé por qué tomé esa decisión (1). El capitán responsable de la unidad de homicidios se oponía a la idea, y también el comisionado adjunto, el número dos del departamento. Y una breve encuesta entre los inspectores reveló rápidamente que pensaban que era una idea horrible dejar que un periodista husmeara en la unidad. Para mi inmensa suerte, un departamento de policía es una organización paramilitar con una rígida cadena de mando. No es, de ninguna manera, una democracia”. Únicamente debía cumplir con unas sencillas reglas: Simon acompañaría a los distintos equipos de detectives (2) para recabar información de primera mano, si bien, no podría hacer uso de la misma de cara al periódico. Sólo con destino a un libro que, en forma de manuscrito, debía ser revisado por la división jurídica, simplemente para asegurarse de que no se revelaran datos esenciales en los casos pendientes de juicio. 

Y el material resultante sería polémico o, como mínimo, revelador. Simon de “un mueble más de la unidad” durante sus primeros días, pasa a convertirse en un elemento recurrente. Un observador silencioso pero preciso y consciente que registra, procesa, trata de descifrar la complejidad de un universo caótico. Una mirada que obviamente, tras un año de contacto directo y camaradería, no puede ser objetiva: “y compartí con los inspectores un año entero de comida rápida, discusiones de bar y humor de comisaría: incluso para un observador entrenado resultó difícil mantener la distancia”; pero sí, desmitificadora: “no estaba frente a asesinatos que cambiaran el curso de la actualidad política. Ni tampoco eran carne de obras teatrales perfectamente montadas que rezumaran moralidad. En verano, cuando el número de víctimas subió tanto como la temperatura de Baltimore, comprendí que estaba en realidad en una fábrica. Era investigación criminal en cadena, un sector en creciente expansión para el cinturón industrial de una América que había dejado de fabricarlo prácticamente todo, excepto corazones destrozados”.

Investigar un crimen tiene horarios, turnos. Lo demás, horas extras. Hay que llegar a fin de mes. Nada de policías obsesionados que hacen el caso suyo. Se habla constantemente de “trabajo policial”, y este tiene un método concreto, ajeno a esos golpes de intuición maestra propios de la figura literaria y, sobre todo, televisiva del agente de la ley. No hablamos de casos fuera de lo común; hablamos de gente con problemas graves de conducta fruto del tráfico y consumo de drogas o de simples espíritus desesperados por un afán desmedido de supervivencia para salir del hoyo, del abismo... Hablamos de gente de la calle, mundana, a quienes Simon no juzga. Entiende que cualquiera podría haber caído en su abismo personal. Sólo una decisión errónea puede ser suficiente. No son criminales fríos y calculadores con una innata capacidad para hacer el mal. Tienen problemas y son problemáticos. Sus razones para hacer el mal nos pueden parecer ridículas e injustificables, del estilo me debían unos cuantos dólares, unos viales o era una zorra que me faltaba al respeto. Pero son auténticas, ciertas, lo que las hace terribles. No son fruto de un guión costumbrista. Responden a ese lado oscuro y deshumanizado de nuestra personalidad que todos poseemos. ¿Quién puede estar libre de pecado? 


Tampoco brillan por su inteligencia maquiavélica: las escenas del crimen dejan pistas (huellas, sangre, restos corporales…) imperceptibles para el asesino con prisas por huir pero evidentes para el ojo avezado, entrenado, inmerso en la rutina de la búsqueda del culpable. Gran parte de ellas. Otras, son simples actos de brutalidad (un tiroteo y su huida posterior) o sobre los que se guarda consciente silencio (los testigos se esfuman por miedo a represalias, la mayoría de los casos, o porque no es su problema, simple y llanamente). En estos casos, brota el mayor miedo del avezado inspector de homicidios, su terror oculto cada vez que descuelga el teléfono de la oficina: el del caso imposible de resolver. La bola roja. Y es preocupante cuando lo importante para cada brigada que conforma la unidad, y así se recalca una y otra vez, son sus estadísticas. El desinterés por el sufrimiento ajeno es llevado al extremo. Las víctimas son meros números de expedientes expuestos en una pizarra (¡cuántas veces no la hemos visto en The Wire!). Y todo es mecánico. Repetitivo. Únicamente se lucha (mejor dicho, se compite) por evitar esas bolas que hagan bajar tu media de asesinatos resueltos en una ciudad asediada por la pobreza y la corrupción. Eso es lo que importa. La burocracia se instaura en la muerte y ésta entiende y exige números pulcros.

Aun así, Simon relata las vivencias de dos casos fundamentales que rompen esta dinámica. Casos que hacen bueno aquello de la realidad supera a la ficción. Casos de maldad pura, sin destilar, que conmocionaron a la opinión pública. Casos de cuya resolución hicieron algo personal sus investigadores. Cada uno con distinto desenlace: uno cerrado, el de la “viuda negra” Geraldine Parrish, una dulce y religiosa ancianita quien, gracias a su carisma, hizo firmar varios seguros de vida a miembros dispares de su familia y a un sinfín de maridos que parecían esperar obedientes su turno en el matadero, algunos incluso compartiendo piso con ella misma; el otro, por resolver, la violación y posterior asesinato de la niña Latonya Wallace. En ningún momento el inspector encargado, Tom Pellegrini, consigue una pista sólida. Y si únicamente te mueves por una intuición, es normal que tu principal sospechoso (el llamado “pescadero) eluda tus envites con facilidad y te haga dudar hasta de ti mismo. Más allá de si estamos ante el culpable o no (muchos compañeros del inspector creían que estaba errado), los hechos (ese fallido interrogatorio a finales de año que conlleva la puesta en libertad del sospechoso) brindan a Simon el final más acertado para su crónica, agrio, crudo y revelador:  

“[El pescadero] no confesó. Latonya Wallace no sería vengada. Pero para entonces había visto suficiente para aceptar que el final ambiguo y vacío era el correcto. Llamé a John Sterling, mi editor en Nueva york, y le dije que era mejor así”.
 “-Es real- dije-. Es así como funciona el mundo, o como no funciona”. 

Nada escapa a esta tiranía de lo real, ni siquiera los actos más nobles. Si sacrificas tu vida en la persecución de un sospechoso, ten claro que no tendrás más recompensa que unas ligeras palmaditas en la espalda. Si eres un héroe, vale: a esos sólo hay que hacerles un entierro bonito con salvas al aire, y con una pensión mundana a la viuda todos contentos. Pero si eres un herido en acto de servicio, como el agente Gene Cassidy, eres un engorro. Te quedas ciego y además sin sentido del olfato y del gusto. Te jubilan del trabajo. Drama familiar día sí y día no. Y si tus antiguos compañeros organizan un acto de homenaje tendrás a los altos cargos ocupados (distinto era en el hospital, al borde de la vida y de la muerte, y con las cámaras de televisión pendientes; era buena prensa, amén de un acto de lo más humanitario). Y si es detenido tu agresor, aunque sea con pruebas apabullantes, costará el alma y la vida que lo condenen si no tienes que pactar y dar las gracias. Así son, gotas que colman el vaso, los entresijos legales de todo sistema judicial. El laberinto de sin sentidos donde todos, ya sean culpables o inocentes, se pierden sin excepción. 

Incluso un “trabajo policial” bien hecho, puede ser puesto en tela de juicio si las pruebas que lo amparan no son del todo sólidas, o si un abogado hábil consigue hacerlas circunstanciales. Ley de vida: la justicia es del color del billete con el que se mira. Esta es otra de las denuncias claves de la obra. Y aquí hablamos de asesinatos no de crímenes callejeros de poca monta. El sistema se preocupa más de que el procedimiento sea el adecuado que de las personas. Otro caso, borrón y cuenta nueva. 

En este sentido, como un aspecto más del trabajo, hay que obrar con astucia e ingenio para revertir la situación. Para ello hay que obtener la mejor información posible para conseguir el éxito en un juicio. En la ficción se acorrala al presunto culpable, se le apabulla de tal modo que acaba por confesar. En la realidad, la verdad es moldeable, ha de hacerse a fuego lento. El interrogatorio se convierte en un arte de guerra. La técnica se orienta más a la persuasión que al engaño. Conseguir la confesión y tras la lectura típica de sus derechos civiles, convencerles para que renuncien a la presencia de su abogado. Casi nada. Algo que sólo ocurre en contadas ocasiones. Lo habitual en esta cadena (industrial como ya vimos que señalaba Simon) es la comparecencia del abogado, si se tienen pruebas el traslado del sospechoso a una cárcel del condado, la fianza, el juicio, y, en más ocasiones de las que se pueda creer, el trato entre fiscal y abogado defensor antes de la celebración del mismo. El sistema gana, hace girar lentamente todos y cada uno de sus engranajes. Pero, eso sí, su sentido de la justicia parece ahogarse entre tanto papeleo.

Como vemos, Simon describe con detalle a los agentes de la ley y su método de “trabajo” dentro de una sociedad cada vez más deshumanizada donde el ciudadano de a pie no es más que un número estadístico. La maquinaria social elevada por encima del hombre, el carbón (por no decir otra cosa) que alimenta la misma llama que lo consume. ¿Cuál es la solución a esta tesitura? ¿Cómo evitar sumergirse en ese mar de vacío y abandono interior? La respuesta es sencilla: mejor reír que llorar. Un humor negro y ácido inunda las páginas, reflejo manifiesto de la tragicomedia mundana que las asola. En la medida de lo posible todo se toma a mofa. Bromas pesadas a los compañeros en cualquier situación incluida la escena del crimen, anécdotas rocambolescas hasta con las víctimas a punto de expirar, ridiculizar a todos aquellos estamentos que ponen trabas a tu labor… lo que sea para aliviar la tensión de cada instante.

Tragicomedia humana de la que dará debida cuenta a lo largo de casi una década, ampliando paulatinamente su horizonte. Dejamos al margen la versión televisiva de Homicidio. Es demasiado ajena a Simon. El proceso se reinicia a los pocos años con un cambio de visión. Una nueva crónica pero esta vez del lado opuesto, la del drogadicto de a pie. Hablamos de La esquina. Durante otro año, nuestro autor en compañía de Ed Burns (ex investigador de homicidios, donde lo conoce Simon, y ex profesor de matemáticas en un instituto conflictivo; hablamos de alguien polifacético y controvertido que ha tratado de cambiar el sistema desde dentro), seguirán los pasos de la desestructurada familia McCullough y allegados del barrio. Como en el caso anterior, los sentimientos de amistad se unirán al rigor periodístico ofreciendo un relato certero pero plenamente respetuoso con la situación de los hijos del dolor de E.E.U.U. La suma de ambas, constituyen los lados de una misma moneda. Dotan al análisis del autor de un potencial y un rigor que disecciona la decadencia de una sociedad. Dotan de voz y presencia al agente del orden que se ve incapacitado para hacer su trabajo, y, a quien se aleja a posta del mundo en busca de un artificial paraíso interior. Sólo quedaba ofrecer la visión global. 

Esta llegará, como consecuencia directa del éxito de crítica y público de la adaptación televisiva de La esquina, a través de The Wire. A lo largo de cinco espléndidas temporadas termina la exploración de la realidad de Baltimore. Ahora, ya habiendo sido presentados y estudiados en las dos obras anteriores los grupos sociales en conflicto, se nos presenta un campo de análisis naturalista que tratará de mostrar objetivamente la creación y destrucción de una ciudad postindustrial. Una visión escalonada (el tráfico de drogas, los sindicatos de estibadores, la vida política, la educación y el periodismo sensacionalista) cuyo propósito no será el de dar respuestas fáciles al drama humano, si no el de plantear las preguntas adecuadas que logren renovar nuestras conciencias. 

Reseña de Javier Mora Bordel



[1] Se refiere al comisionado de la policía de Baltimore, Edward J. Tilghman quien fallece antes de la publicación del libro.


[2] Bromea con el hecho de que tuvo que vestirse para el papel: “tuve que cortarme el pelo, comprarme varias americanas, corbatas y pantalones de vestir y quitarme un pendiente con un diamante que me había ayudado poco a granjearme el cariño de los inspectores.