martes, 14 de abril de 2015

EN AUSENCIA DE LO SAGRADO - Jerry Mander

“Los que celebran la tecnología dicen que ésta nos ha dado un nivel más alto de vida, lo que significa mayor velocidad (la gente puede viajar más rápidamente y obtener más objetos e información con mayor prontitud), mayores opciones (a menudo interpretado como el correlativo de la libertad de elección y generalmente referido a la posibilidad de elegir entre varios trabajos y productos), mayor tiempo libre (ya que la tecnología supuestamente ha reducido la carga y el tiempo vinculados al trabajo), y mayor lujo (más artículos de consumo y mayor confort material). Ninguno de estos beneficios nos informa acerca de la satisfacción humana, la felicidad, la seguridad o la capacidad de mantener la vida sobre la Tierra. Tal vez el poder llegar más rápido a los lugares hace más contentos a algunos o sentirse más realizados, pero no estoy tan seguro de ello. Tampoco me convence que una mayor gama de productos disponibles en el mercado otorgue la satisfacción, comparada, digamos con el amor, la amistad o el trabajo significativo. Tampoco creo que la elección equivalga a la “libertad”, si es que se define esta última como la sensación de que uno tiene verdadero control sobre la propia mente y la experiencia.

En cuanto al tiempo libre, creo que lo que se llama comúnmente “ocio” en nuestra sociedad es en realidad un rellenar el tiempo: ver televisión o comprar cosas (…) Las sociedades paleolíticas tenían más de dos veces el tiempo libre que tenemos hoy, lo que dedicaban al estudio de materias espirituales, a las relaciones personales y al placer. Finalmente, gente como Iván Illich han dicho que si sumamos todo el tiempo necesario para ganar el dinero que cuesta comprar y reparar todos los costosos artefactos “ahorradores de tiempo” en nuestras vidas, encontraremos que de hecho, la tecnología moderna nos priva de tiempo”.


Este es uno de los fragmentos recogidos en la obra de J. Mander En ausencia de lo sagrado, donde su autor realiza un análisis exhaustivo sobre el impacto de la tecnología y su influencia en las sociedades actuales, conduciéndonos irrevocablemente a lo que algunas corrientes de la filosofía contemporánea, tales como el estructuralismo, el postestructuralismo e incluso el postmodernismo han dado en llamar deshumanización.
 

Estos párrafos seleccionados son un ejemplo del carácter crítico que el autor mantiene a lo largo de la obra, donde defiende y fundamenta una tesis básica para todos aquellos que en algún momento han puesto en entredicho a la cultura occidental y todo el sistema sobre el que esta se sustenta: “la tecnología no nos ha hecho más felices”.

Desde el comienzo de la Historia Moderna han sido muchos los pensadores, las doctrinas o las corrientes de pensamiento que han denunciado la artificialidad a la que los seres humanos estábamos sometiendo nuestras vidas, en aras del progreso, del bienestar o la comodidad personal. Pero es a finales del S.XIX y especialmente a lo largo del XX, cuando la tecnología se instaura en nuestro quehacer cotidiano hasta el punto de no poder concebir nuestra vida sin ella.

La tecnología se ha convertido en la mejor aliada del sistema y del orden establecido, ya que resulta ser el principal elemento de control sobre la ciudadanía, presente en todas las facetas de nuestra vida, y a pesar de ello sus graves consecuencias pasan desapercibidas para gran parte de la población, repercusiones que resultan ser destructivas tanto para el planeta como para el propio individuo y las relaciones humanas, al alejarnos de aquello que somos en realidad, de nuestro mundo interior y de nuestros caracteres naturales más elementales.

En esta obra, Mander pone de manifiesto todas estas cuestiones siguiendo la estela de algunos pensadores y corrientes de la filosofía, la sociología, la psicología o la antropología (como S. Freud, la Escuela de Frankfurt, el segundo Heidegger, L. Strauss o M. Foucault, por citar solo a algunos) que han denunciado desde sus campos de estudio las consecuencias que trae consigo el distanciamiento entre el hombre y la naturaleza, vínculo roto casi en su totalidad en el mundo tecnológico en que vivimos.

En contraposición a la cultura occidental, Mander describe en su obra el modo de vida de los pueblos indígenas que han conseguido resistir a los envites de la tecnología, mostrándonos su cosmovisión particular, su manera de entender el mundo y las relaciones humanas y sobre todo, cómo viven realmente felices manteniendo una cultura milenaria de absoluto respeto hacia la naturaleza, donde los conocimientos se transmiten de forma oral en cada generación, priman valores como la cooperación o la ayuda mutua, y donde los niños crecen en libertad, en contacto permanente con sus padres y seres queridos, disfrutando todos de un auténtico tiempo libre, que en Occidente vemos reducido con suerte a domingos y festivos, momento en que podemos llevar a cabo algunas de las actividades de ocio dirigidas por el sistema para este fin, entre las que destacamos algunas de las más solicitadas, como los paseos por los centros comerciales, ver televisión o entablar relaciones humanas a través del ordenador.

En ausencia de lo sagrado nos invita cuanto menos a reflexionar sobre el constructo artificial en el que vivimos y en el mejor de los casos, a reaccionar ante ello e iniciar la difícil tarea de cambiar nuestra mentalidad y nuestra concepción del mundo, curándonos de la ceguera a la que la tecnología nos tiene sometidos. Y esta toma de conciencia es de especial importancia dado el fracaso al que irremediablemente está condenada la tecnología, ya que esta se sostiene gracias a unos recursos energéticos finitos, al igual que todo nuestro sistema, con lo que será impracticable cuando la explotación de tales recursos sea físicamente imposible. Y puesto que las llamadas energías alternativas no son capaces de sustentar un mundo como el que hemos construido, ni pueden hacer que mantengamos nuestro actual estilo de vida (ya que no cuentan con la eficiencia energética de los combustibles fósiles) nuestra única alternativa para un futuro no muy lejano pasa por la vuelta a la naturaleza, restableciendo el vínculo con esta, perdido hace mucho tiempo.

Reseña de Patricia Terino Aguilar

martes, 7 de abril de 2015

LA CONSPIRACIÓN CONTRA LA ESPECIE HUMANA - Thomas Ligotti

Thomas Ligotti es lo que suele calificarse como un escritor de culto. Su literatura, pese a levantar furor entre sus más fieles seguidores, no es precisamente para todos los gustos. Cuando me hice con su libro de relatos Noctuario (editado por Valdemar en 2012) me costó bastante digerirlo, todo sea dicho. Su estilo repleto de imágenes retorcidas y situaciones macabras me era muy atrayente, pero por alguna razón los relatos se me hicieron muy áridos, al menos en un comienzo. No obstante, a medida que iba avanzando en el libro e iba adaptándome a su particular universo, especialmente a sus aspectos más extraños y visualmente elaborados, lo que leía se desplegaba en mi mente con una textura siniestra y cambiante, como si se tratara de una transcripción literaria de la mezcla de imágenes de artistas como Alfred Kubin, Odilón Redón, Zdzisław Beksínski y el propio José Hernandez (un óleo suyo ilustra la cubierta, con gran acierto por parte de Valdemar). Así que no tuve más remedio que rendirme ante su talento, si bien otra parte de mí, seguramente la más racional, me avisaba que bajo esa tremenda capacidad visual de Ligotti también latía algo más, como un amenazante núcleo de oscuridad... aquellos no eran simples relatos de terror.

Ahora que ha llegado a mis manos el extraordinario ensayo que reseño aquí esas sensaciones ambiguas se han concretado un poco más. El espíritu primordial y siniestro que anima cada una de las páginas de Noctuario se presenta ahora descarnado, desprovisto de las triquiñuelas literarias (pero con un estilo igual de florido y desgarrador), totalmente expuesto para ser examinado y enfrentado sin filtros de ningún tipo por el lector. Así que, como una confirmación de esa sensación de oscuridad impenetrable que tuve con sus relatos, este ensayo apuntala aun más mi sentimiento de que realmente Ligotti se mueve en el lado más resbaladizo de lo imaginario.

Pero podríamos pensar que todo es parte de una representación teatral, que el autor se ha montado a lo largo de los años un personaje con la intención de rodearse de un halo penumbroso acorde con el talante de sus ficciones. En ese caso, este ensayo no sería sino una parte más del atrezo destinado a cautivarnos y hacer engrandecer su estatus de autor esquivo y siniestro... Pero todo lleva a suponer que no, parece que Ligotti es totalmente honesto con nosotros mostrando el fruto amargo de sus reflexiones más fúnebres. Quizás por ello sea aun más difícil reseñar este libro desde una perspectiva crítica, pues, como algo que se ha tomado de forma muy personal y armado con una inteligencia pavorosa, las trampas que Ligotti ha dispuesto a lo largo de sus páginas en previsión de lecturas contrarias a lo que él propone son muchas y muy efectivas.

¿Cómo contradecir los argumentos expuestos por un pesimista tan radical como Thomas Ligotti cuando lo que dice es terriblemente cierto en su amplia mayoría? Pero la cuestión es que uno se siente obligado a contradecirle, porque la alternativa (tal y como el propio Ligotti avisa desde la primera página de este ensayo) es insoportable. Así que estaremos con él o muy posiblemente contra él, no hay demasiadas opciones. En mi caso, me he sentido impelido a leer este libro buscando todos los resquicios posibles para escapar de su lógica. Aunque, claro está, existe una tercera vía para afrontar el contenido altamente venenoso de este ensayo: insistir en tomarlo como una mera elucubración cínica pero imaginaria, quizás fascinante, turbadora, morbosa, original, pero al fin y al cabo solamente otro exabrupto literario rayano en lo patológico que se suma a los producidos por otros tantos autores malditos o marginales deseosos de provocar el pánico o de difundir su misantropía a los cuatro vientos, pero que a la larga solo sirven para poner algo de picante en nuestra dieta cultural, pues en palabras del propio autor: “La tragedia como entretenimiento desempeña una función crucial como contrapeso en la rematada fatuidad de la vida humana: la de cubrir la nada dispersa de nuestras vidas con un barniz de grandeza y estilo, cualidades del mundo teatral pero no del cotidiano”.

Pero sería una pena que la cosa acabara así, creo que este ensayo de Legotti merece una lectura más meditada por parte del lector, por mucho que este libro pueda provocar (y lo hará en muchos lectores, estoy seguro) un instintivo rechazo, puede suponer un fascinante experimento personal para todo aquel que lo lea. No obstante, como decíamos más atrás, resulta ser un libro blindado conceptualmente frente a todas las posibles críticas o desviaciones de lo que él expone. Y lo peor es que lo hace de tal manera que aquellos que quieran atreverse a negar sus argumentos o aceptarlos como un simple (y extraño, se vea como sea vea) entretenimiento quedarán insertados automáticamente en la categoría de imbéciles existenciales que el autor desprecia abiertamente. Por tanto, hay que decir que al margen de lo que pensemos de este libro debemos conceder que cumple al cien por cien la máxima exigencia de Ligotti: si hablas consecuentemente de condenación, de inutilidad, de desesperación cósmica, no puedes terminar abriendo una puerta sorpresa de emergencia para el lector (o el espectador, como por ejemplo pasó en la serie True Detective, plagiadora, dicen las malas lenguas, de muchas de las ideas que aparecen en este libro), hay que llegar hasta el final en la danza macabra. Como diría Ligotti, si alguien queda con esperanza tras aceptar la verdad que él lanza a los cuatro vientos serán los críos que prefieren jugar al borde del abismo sin percatarse (o sin admitir que se han percatado) de que ya tienen un pie colgando. Y aun así, repito, por mucho que gracias a la maligna inteligencia del autor corramos el peligro de quedar catalogados como insulsos y timados optimistas, aceptar sin más, hasta la última consecuencia, la propuesta de este libro es una opción imposible si amas la vida aunque sea en lo más mínimo.

Pero vayamos por partes:

Ligotti usa como hilo conductor de este ensayo algunas obras de Peter Wessel Zapffe, un oscuro filósofo noruego casi desconocido fuera de su país. Tomando prestadas (y hasta cierto punto haciéndolas suyas, aunque con bastantes matices) algunas de las tesis apocalípticas y antinatalistas de Zapffe lo que Ligotti expone en La conspiración contra la especie humana es lo siguiente: el ser humano es una estirpe condenada a penar por causa del primigenio surgimiento de la consciencia. Conocedores de nuestra muerte segura y del dolor y el sufrimiento inherentes a la existencia, somos seres vivos expulsados del curso normal de la vida, pues sabemos de su falta de sentido y la más ínfima gratificación final. La única alternativa es la extinción, acabar con el sufrimiento presente y futuro de la especie humana mediante una desaparición programada y lo más absoluta posible. Todo lo demás son excusas, es sumarse estúpidamente al inmenso juego de autohipnosis y sumisión a las mentiras que hemos ido construyendo a lo largo de la historia con el único fin de convencernos a nosotros mismos de que vivir merece la pena.

Esa es la base de este ensayo, con lo cual queda claro que la tal “conspiración” del título no se refiere, por una vez, a ningún plan secreto para llevar a nadie a la destrucción (al menos no inmediata), sino precisamente a todo lo contrario: mantenernos a todos con esperanzas, a toda costa. Es una conspiración que no proviene de ningún grupo o sociedad secreta, sino que se cuece en nuestro propio ser y a través de toda nuestra cultura.

De esta manera, a la sombra de las tesis poco halagüeñas del filósofo noruego, Ligotti recorre la tradición del pesimismo filosófico o literario desde aquellos escritores que son netamente desesperanzados (y desesperanzadores), como pueden ser Schopenhauer, Cioran, E. A. Poe, Lovecraft o Roland Topor hasta aquellos que matizan su pesimismo mediante un discurso que varía de lo “heróico” (Albert Camus, Unamuno, Nietzsche, etc.) hasta aquellos que el autor considera (al margen de la calidad literaria que puedan tener) como un camelo del pesimismo (Tolstói, Pirandello, etc). El resultado es un magnífico y absorbente itinerario lleno de valiosa información (con numerosos libros y autores citados), escrito con una fluidez pasmosa, pero sobretodo, a medida que el texto avanza y vamos desenrollando la madeja, quedamos envueltos en la irremediable fascinación iniciática que emana de cualquier documento que promete desvelarnos los fundamentos de nuestra realidad... aunque lo que se desvele sea algo que quizás hubiéramos preferido no saber.

No obstante, ¿Realmente se nos desvela en este libro algo que no sepamos ya? Está claro que no, todo el mundo es consciente (y ha sido testigo directo de una manera u otra) de la finitud de la vida y de los sufrimientos y vicisitudes que ésta encierra, pero como al parecer somos los únicos seres de la Tierra plenamente conscientes de ello Ligotti usa esto último para denunciar un proceso de escisión de lo natural (que de hecho, según él, nos coloca en la sobrenaturalidad) que es interpretado como una de nuestras peores calamidades, pues nos hizo abandonar el estado de ingenua inocencia en el que viven los animales respecto al absurdo de la muerte y otras desdichas de la existencia.

Y aquí comienzan mis pegas con los argumentos de Ligotti. Ciertamente podemos percibir esta escisión del ser humano con el resto de seres vivos, lo cual nos ha condicionado, entre otras cosas, para explotar y maltratar el mundo que nos rodea, pero obviamente, que tengamos consciencia y que ello nos haga sabedores del absurdo en que vivimos no es lo único que nos separa del resto de seres vivos. También es justo admitir, por mucho que eso le corte el rollo a quienes solo gusten de los aspectos macabros del asunto, que también nos coloca en una posición única para ser testigos de otros muchos aspectos de lo real que no son tan necesariamente siniestros. Ante nosotros se despliega el grandioso bullir de la vida en todas sus innumerables formas, también las fascinantes formaciones geológicas de nuestro planeta y por extensión el propio universo que gira silenciosamente a nuestro alrededor. También los somos de nuestra cultura en todo su variedad de etnias y circunstancias, con sus problemáticas, sus conflictos y desastres, pero también con sus oportunidades de colaboración, de amistad, de empatía... Que sepamos por ahora, somos los únicos seres vivos en el universo con un mínimo de consciencia para profundizar en todo esto. Pues bien, donde unos solo pueden ver el drama más absoluto otros también pueden encontrar una fuente repleta de misterios por estudiar o por hacer germinar en la imaginación, de vivencias que merecen la pena. ¿Realmente son éstos motivos insuficientes para Ligotti? 

Yendo aun más allá, Ligotti no se contenta con minar nuestro sentido vital en un contexto que podríamos calificar como cósmico, sino que otra de sus metas es cuestionar la propia concepción que tenemos de lo que es ser humanos. Para ello echa mano de la neurología o la genética, especialmente de aquellas teorías que versan sobre el supuesto de que no somos más que un montón de mecanismos interconectados que dan como resultado la ilusión de un ser con identidad y libre albedrío. Como sabemos esto no es nada nuevo (ya no solo respecto a la ciencia, numerosas corrientes místicas nos han hablado de ello a lo largo de la historia), pero Ligotti, curiosamente, expone este asunto de una manera que no deja bien parados a los lumbreras de la ciencia avanzada. Su posición es que si es posible demostrar que el ser humano es poco más que una marioneta guiada por fuerzas inaccesibles a su control, un “biorobot copiador de genes” según sus propias palabras, lo chistoso es que todos y cada uno de los científicos que así piensan terminen por conceder que en la práctica es lo mismo que si no fuera así, con lo cual, al parecer, todo queda en una especie de paradoja sin consecuencias reales. Somos y no somos entidades reales, tenemos y no tenemos voluntad, pero lo importante es establecer lo más objetivamente nuestra naturaleza, en nombre del sagrado saber humano, pero eso no tiene porque alterar necesariamente nuestra existencia. Así que, ya sea porque tienen miedo de caer en lo políticamente incorrecto, ya sea porque en realidad no tienen tantas pruebas en la mano, Ligotti se burla de la falta de valor de estos científicos para llegar a las últimas consecuencias de sus teorías, las cuales podrían caer como un jarro de agua fría sobre el ímpetu de nuestra especie... o quizás no. Esto sirve a nuestro autor para denunciar que la ciencia también forma parte de la gran conspiración que denunció Zapffe, pues no deja de acatar el sentido general: la vida merece la pena vivirse, sea como sea, por mucho que la ciencia “tenga pruebas” de que nuestras identidades sean una ilusión y no seamos dueños de nuestros actos o el propio universo no sea más que un torbellino de ondas y partículas que se dirigen al apocalipsis entrópico... ¡el show debe continuar sea como sea!


Pero Ligotti parece ofrecerse como el primer voluntario kamikaze en la guerra por un modelo absolutamente determinista del ser humano, un mundo de no-egos vivientes conscientes de su vaciedad. Fuera todos los adornos metafísicos, morales, simbólicos y del tipo que sean que nos protegen de lo que él considera una sencilla verdad: el universo es un mortal absurdo por mucho que queramos verlo de otra manera. Así que el enemigo a combatir es nuestra propia consciencia y todo aquello que alimente nuestra ilusión de un ego, así como nuestras emociones y todos los demás procesos relacionados con lo subjetivo que a la vez que nos informan de un mundo atroz también nos convencen por otro lado de que es posible (y deseable) vivir en tales condiciones. Así pues, la consciencia es para Ligotti (y otros autores que el saca a relucir) algo así como un error en el caldo de cultivo evolutivo, un factor tenebroso surgido inexplicablemente que nos aleja de los animales y su paraíso inconsciente y nos arroja en la máquina de picar carne que es el mundo. Ser conscientes no nos conviertes en seres superiores, sino en monstruos, aberraciones.

Sublimamos, representamos simbólicamente, retrasamos con mil remedios inútiles, adornamos de multitud de maneras el hecho de que vamos a morir y a fuerza de hacerlo, según el autor, hemos terminado por identificar la misma vida con estas infinitas formas de eludir su eterno contrario. Ligetti hace de ello motivo para una sorna magistralmente hilada, a veces con muestras de un sentido del humor tan negro que nuestra sonrisa se torcerá por la duda de si realmente es humor o más bien la señal de un resentimiento sin límites hacia sus prójimos (aunque obviamente ambas actitudes no sean incompatibles).

Así que podemos imaginar a nuestro escritor mirando por su ventana y examinando con ironía la sonrisa de una niña jugando en el parque (algún día será vieja y morirá), el abrazo de los enamorados (pura química que se evaporará tarde o temprano), el andar decidido del joven ejecutivo rumbo a su oficina (un robot cabezahueca que cree tener la sartén por el mango)... Nuestros días están asentados en los mil trucos y simulacros que nos ayudan a mirar hacia otro lado cuando la muerte o el sinsentido asoma mínimamente, pero eso no impide que la tragedia termine llegando, puede que de forma fulminante. Esto nos convierte en seres paradójicos que vivimos despreocupados en el proceso de una muerte segura, seres terrible y profundamente absurdos. Cómo se puede ser feliz en medio de esta carnicería se pregunta Ligotti... ¡Que mejor desquite que escribir algo que les prive del sueño a todos esos ilusos!

“Estar vivo: décadas de levantarse a la hora, luego recorrer penosamente otra ronda de emociones, sensaciones, pensamientos, deseos -la gama completa de agitaciones-, para desplomarse finalmente en la cama a sudar en el pozo negro del sueño profundo o hervir a fuego lento en las fantasmagorías que importunan nuestras mentes cuando sueñan. ¿Por qué aceptan tantos de los nuestros una cadena perpetua en vez del extremo de una soga o la boca de una pistola? ¿Acaso no meceremos morir?”
 
Y ciertamente somos seres absurdos, pero personalmente pienso que no solo por el hecho de que vayamos a morir sino más tristemente por el hecho de que vivamos como vivimos aun sabiendo que vamos a morir. Es posible que Ligotti haya tenido esto en cuenta, pero en su escrito no parece tener la más mínima importancia. Aunque a veces parece que va a tirar por ahí siempre termina negándolo, pues siempre opta por tomar la vida tal cual la vivimos como si fuera algo inevitable, precisamente consecuencia del absurdo. Así, examinando la vida desde una perspectiva estrictamente siniestra, muy propia del escritor de terror que es, el absurdo no es más que la fuente de una estupidez sin paliativos y frente a esto solo cabe la muerte voluntaria o una depresión tan negra que incluso el suicidio es una opción inalcanzable. Pero, ¿Qué pasa con la posibilidad de que podamos vivir de otras maneras? Esto parece no tener lugar en sus tesis, quizás porque eso sería admitir que el ser humano tiene márgenes por conquistar, por muy estrechos que estos puedan see. Algo que a oídos de Ligotti debe sonar terriblemente optimista, pero que ha sido proclamado una y otra vez por generaciones y generaciones de inmensos pesimistas como pueden ser Bakunin, Walter Benjamin o Günther Anders.


Haciendo una leve concesión, Ligotti cita a Camus como un pesimista “heroico” porque predicaba el vitalismo pese a que no negaba (¿cómo podría?) la muerte segura. Pero pasa de puntillas por la concepción que Camus tenía del absurdo del mundo y de lo que según él podría engendrar: el hombre rebelde, el reverso del Sísifo que cumple el mandato eterno y demencial de los dioses. Pero no solo el hombre rebelde en el aspecto más explícito de una sublevación política (que también) sino en el más amplio sentido de un asalto a niveles metafísicos, cognitivos e incluso puramente materialistas, llegando hasta la raíz del propio absurdo del mundo: la negación de todos los condicionantes, sean reales o imaginarios, tangibles o simbólicos. Partiendo de la abjuración de Dios o de cualquier otro tipo de sentido metafísico, nada es absolutamente verdad (salvo la muerte): el hombre es libre de construir como buenamente pueda las condiciones que afectan a su existencia. En su mano queda que camino tomará, nada está escrito.

Pero la vida que Ligotti describe en la cita que puse más atrás, por mucho que el marco sea la muerte, el dolor, la enfermad, también es el reflejo de una muy determinada estructura social, económica o cultural. De la misma manera lo es la imagen del ser humano robótico que algunos científicos intentan imponernos y que nuestro autor toma como base para minar la esencia de lo humano. No son productos de una verdad absoluta ni de la fatalidad inherente a nuestro ser, sino el producto de intereses relacionados con ciertos seres humanos e instituciones humanas muy concretos. Por lo tanto son perfectamente cuestionables y combatibles, por mucho que una enorme cantidad de cretinos las acepten con gusto. Por ello, la vida será absurda, falta de un sentido incuestionablemente verdadero, delimitada por la muerte y nuestra “deficiente” biología, pero también contiene el germen de una posible libertad personal y colectiva. Camus, así como otros tantos autores, pensadores y artistas, cada cual a su manera, han encarnado el Gran Corte de Mangas a cualquier determinismo de la condición humana, pese a que sea un gesto más tragicómico que verdaderamente heróico, pero siempre presidido por un espíritu de la ironía que quizás nos redime frente a la muerte y a la supuesta autoridad de la religión, la ciencia, la filosofía y cualquier otra institución que pretenda encarrilarnos sumisamente al matadero. En la rebelión está el sentido de la vida.

En todo caso, Ligotti no entra demasiado en estos asuntos, salvo por vagos comentarios, dejando así a un lado de un plumazo toda la sensibilidad revolucionaria vinculada a lo irracional, al existencialismo, al nihilismo o incluso al mero ateismo, lo cual, al menos para mí, anula mucho rigor a su pesimista exposición. Seguramente él dijera que todo eso entra en el terreno de los demás entretenimientos para eludir la Verdad Absoluta (la muerte), no lo sé, pero si así fuera me parecería demasiado simplista, para que negarlo.

En fin, no es necesario alargarse más en esta reseña, creo que más o menos he dado una idea de algunas de mis reservas ante lo que Ligotti expone en este ensayo. Aun habría mucho que decir, pero lo mejor será que cada cual se atreva a lanzarse en sus páginas como el que se tira al vacío. Es éste un libro extraordinario, lleno de grandes verdades terribles, pero también de ideas que solo pueden ser realmente compartidas por alguien que viva en la depresión más profunda. Querer vivir, tener hijos, amar tantísimas cosas de esta pesadilla que a veces es la vida, no es solo cosa de optimistas sonrientes y lobotomizados por el sistema. En todo caso, Ligotti alimenta con su libro la gran conspiración de la que habla... ¡tras leerlo es imposible no amar un poco más aquello que nos hace felices!

Reseña de Antonio Ramirez