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sábado, 12 de enero de 2013

LA TRILOGÍA DE NUEVA YORK - Paul Auster

Primeras ediciónes en inglés entre 1985 y 1987
Editada en castellano por Anagrama.
344 páginas.

Sinopsis.

Este volumen recoge tres novelas cortas. La ciudad de cristal: Una misteriosa llamada telefónica provoca que un escritor de novelas policiacas entre de lleno en los misterios del lenguaje y la identidad; Fantasmas: Un detective recibe el encargo de vigilar a un hombre que no hace practicamente nada; La habitación cerrada: La misteriosa desaparición de un amigo de la infancia confronta a un hombre con sus recuerdos.

Comentario del libro.

Hace poco decidí releer alguna cosa de Paul Auster y que mejor que probar con la llamada La trilogía de Nueva York, formada por La ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada, los tres primeros libros que leí de este autor. Y ahora que lo he hecho puedo decir que han vuelto a fascinarme casi tanto como la primera vez, pero no de la misma manera ni por los mismos motivos. 

Como otros tantos lectores de mi generación, “caí en las redes” de Paul Auster allá a mediados de los años noventa. Un amigo me lo recomendó como un autor misterioso, algo raro, “Te va a gustar”, me dijo. Y vaya si me gustó. El palacio de la Luna, La invención de la soledad, La música del azar, etc. Los libros se sucedieron durante una buena temporada, pero en un momento dado mi entusiasmo por Auster empezó a decaer. Cuando salió El libro de las ilusiones no puedo decir que me disgustara del todo, pero me decepcionó bastante, y a partir de ahí no he vuelto a leer nada suyo que me gustara, de hecho dejé de prestar atención a sus novedades. Pero mentiría si no admitiese que los tres libros que forman La trilogía de Nueva York son altamente valiosos no ya solo como novelas, sino como inequívocas señas de identidad de una época muy concreta. 

La editorial Anagrama vende estas novelas como thrillers y lo cierto es que pueden adscribirse perfectamente en ese género, aunque de una forma muy peculiar, pues el lector queda envuelto en una oscuridad que aparentemente apunta a algo mucho más sofisticado que el típico misterio de las novelas de suspense de toda la vida. El problema es que al final ese misterio no es para tanto, pues en un comienzo la lectura parece encaminarnos hacia algo muy grande, una resolución muy profunda y trascendente, pero después resulta que solo eran fuegos artificiales literarios. Auster se desvela como un hábil manipulador de palabras, un malabarista de conceptos e ideas que sin duda son muy interesantes e estimulantes, pero a mi entender todo queda en una colección de reflexiones y vagas referencias con erudita apariencia insertadas en una trama que te puede gustar más o te puede gustar menos, pero que como conjunto no tiene la suficiente solidez. Pero espero que no se me malinterprete, opino que esta circunstancia no resta valor a los tres libros. Paul Auster no hace más que cumplir su papel de narrador en un mundo donde los misterios han sido abolidos según la versión oficial y donde la aventura en las ficciones supone poco más que revolcar a los personajes en las ruinas de una realidad en descomposición. Él, como paladín de la novela posmoderna, y nosotros, como lectores en un mundo al parecer rendido a los ideales posmodernos, solo podemos limitarnos a poner en funcionamiento e interpretar como buenamente podamos este juego de apariencias y simulacros en que se ha convertido la literatura. 

Muchos de los libros de Auster están llenos de referencias autobiográficas, algo que abunda en La trilogía de Nueva York. De hecho podría decirse que estos tres libros son algo así como un viaje a las interioridades de este autor, y a un nivel más complejo como una puerta abierta a sus procesos creativos. Pero esta relativa transparencia deja paso a un enigma, un muro de oscuridad que para bien o para mal termina por convertirse en el verdadero protagonista de la lectura. Auster se muestra infinitamente honesto en su papel como narrador, podría ofrecernos una historia que nos entretenga sin más, un thriller con asesinatos y romances sórdidos, o una fantasía de cuento de hadas con apariencia adulta (tal y como hace en El palacio de la Luna), pero prefiere arriesgar el todo por el todo desnudando sus interioridades y rebelando una vaciedad e impotencia que no disimula en ningún momento, la misma vaciedad que está presente en el núcleo de toda la cultura que nos rodea. 

Todo lo que nos cuenta, las historias en sí y todos sus personajes, cumplen su función determinada en una especie de juego de espejos donde el reflejo principal es el propio Auster. De hecho, en La ciudad de cristal el autor mismo figura explícitamente como personaje (en los otros dos libros también, pero de forma más simbólica o velada). En un momento dado, este personaje (que repetimos es él mismo) expone una rebuscada teoría sobre Don Quijote de la Mancha que versa sobre la que podría ser la verdadera autoría de la obra y la posible realidad histórica de su contenido. Pienso que este pasaje sirve a nuestro autor para poner sobre la mesa algunas de las claves de interpretación para la trilogía al completo. No es que Auster quiera compararse con Cervantes, vale que es un escritor tendente a la automitificación, pero afortunadamente a tanto no llega. Simplemente pretende hacer un ingenioso paralelismo: Don Quijote fue una de las obras que abrieron paso a la literatura moderna; en contraposición, la literatura de Auster es considerada como el paradigma de la literatura posmoderna, la reafirmación a niveles populares (y desde luego comerciales) de una actitud que pretende romper con la larga tradición literaria iniciada con la obra de Cervantes. No queda claro hasta qué punto Auster se suma con gusto a ese proceso de ruptura, pero ciertamente no es un Borges que deseoso de demostrar sus raíces juega y retuerce las ideas cervantinas sin dejar de rendir a la vez completa pleitesía. 



La verdad es que con esta trilogía Auster expresa muy contundentemente su impotencia para convertirse en un creador de mitos consistentes, a cambio de quedarse en vocero de la desintegración contemporánea. Exponiendo su teoría del Quijote lanza un mensaje a su público: ya no podemos leer libros como se leían en el siglo XVII. El Quijote es el arquetipo del lector moderno, aquel que se impregna de lo que lee y a la vez sirve de motivo para nuevas historias, símbolo de una sociedad que comenzaba a retroalimentarse con sus propios productos culturales (los libros impresos en serie y con fines seculares) a unos niveles que la cultura tradicional oral o de los copistas religiosos no había conseguido nunca. La literatura como forma de expresión, fuente de conocimiento e identidad para generaciones y generaciones de lectores. En cambio, la posmodernidad supone el cuestionamiento de toda esa reserva de intersubjetividad acumulada. El relativismo, como dogma de fe que a la vez niega todos los dogmas. 

Así pues, Auster, como buen autor posmoderno, nos ofrece una novela que destruye las bases de la literatura tradicional poniendo en cuestión la sacrosanta relación entre autor y lector. “Aquí está mi novela. ¿Qué vas a hacer con ella?”, parece decirnos. Ante una obra que parece negarse a sí misma, lo más fácil es caer en la trampa de simular que estamos ante un libro más, una historia para pasar el rato y hasta cierto punto envolvernos en su halo de trascendencia. Con ello no haríamos más que reafirmar nuestra condición de fantasmas, aquellos a los que hace referencia el título de la segunda novela de esta trilogía, livianos habitantes de un mundo que se pretende sin amarres, cada vez más rendido ante lo virtual y lo efímero, sin verdades, sin utopías, sin identidades. En suma, Auster parece decirnos que si estos libros produjeran Quijotes sin duda serían demasiado ridículos como para motivar ninguna historia, ningún mito. 

Pienso que la única reacción coherente ante estas novelas es la de tomarse la revancha con ellas, rebelarse ante la vaciedad que dejan ver. De otra manera sería (exponiendo un paralelismo, lo admito, muy rebuscado, pero que aun así me parece adecuado), como esos fans de la película Matrix que están felices de encontrar analogías de esa película en el mundo real, deseosos de hundirse de una vez por todas en la total realidad virtual. 

¿Cuáles son las intenciones de Auster al plantear esta trilogía? ¿Hacernos reaccionar o que nos regodeamos en la vaciedad de su literatura? ¿Que aceptemos los términos de la posmodernidad o que nos rebelemos ante la levedad del ser que estipula?
Vayamos por partes: 

La Ciudad de Cristal es un escrito que puede considerarse bastante experimental, en él se mezcla lo narrativo con lo teórico de una forma casi inseparable. Auster lanza todas sus propuestas principales centradas en la indigencia del lenguaje o la identidad. Hasta cierto punto podemos pensar que está de nuestra parte, que desea situarnos en un contexto lo suficientemente explícito como para que tomemos conciencia de su vaciedad. La segunda novela, Fantasmas, es un libro mucho más esquemático, lo narrativo, la historia en sí, queda reducido a un esqueleto donde solo queda lo básico para poder seguir considerándolo una novela. Una vez más se reafirma la sensación de que Auster es un saboteador de la literatura posmoderna que actúa desde dentro. Este pequeño librito de 126 páginas es, por tanto, algo así como un artefacto explosivo. Esencialmente se nos repite lo mismo que en la anterior novela, aunque añadiendo nuevos matices. Los personajes parecen intercambiables, no tienen nombres verdaderos, la realidad de confunde con lo literario como un pez que se muerde la cola. 

Pero después llega La habitación cerrada y ya no puedo evitar el sentir que Auster nos ha traicionado. La conspiración no ha llegado a término, en el camino nuestro agente doble se ha vendido al enemigo sin solución alguna. Por lo pronto, la habitación cerrada es mucho más novela que las otras dos, cuenta una historia más definida, describe mucho más las motivaciones y sentimientos de los personajes. Esto, por supuesto, no es nada negativo en sí mismo. Pero la cuestión es que la trama pretende dar sentido a los libros precedentes, cerrando el círculo argumental y englobándolas de alguna manera. Para ello el autor hace, en mi opinión, muchas trampas y cae en una simpleza que hasta ese momento parecía impensable, hasta un punto que con esta tercera novela hace precisamente aquello que solo bordeaba en las anteriores: caer en la complacencia. Donde en La ciudad de cristal y Fantasmas explicitaba la vaciedad mediante auténticos manifiestos tan teóricos como literarios, dando al lector herramientas para reflexionar, en el tercer libro pasa a su mera escenificación, pero no como ejemplificación de lo que antes expuesto, sino para anular de un plumazo el poder crítico de los otros dos libros. Al recuperar la normal relación entre autor/lector nos da la oportunidad de acomodarnos en la lectura. 

En fin, quizás Auster nos avisaba de sus verdaderas intenciones ya desde un principio, cuando en La ciudad de cristal se describe a si mismo tras haber soltado una serie de reflexiones con aires de sabiduría:

“Auster se recostó en el sofá, sonrió con cierto irónico placer y encendió un cigarrillo. Era evidente que estaba disfrutando, pero a Quinn se le escapaba la naturaleza precisa de aquel placer. Parecía una especie de risa muda, una especie de chiste que no llegaba a su culminación, un regocijo sin objetivo.”


Así pues, es el propio lector, ya sin la complicidad del autor, quien debe establecer su propia emancipación, quien debe rechazar su pasivo papel de jefe de ceremonias de este simulacro de sofisticación y trascendencia que es la literatura contemporánea. No obstante, si así lo prefiere, puede tomarse el libro como un entretenimiento más en un mundo donde tomarse las cosas demasiado en serio es un pecado. 

Reseña de Antonio Ramírez