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lunes, 3 de octubre de 2016

DE NOCHE, BAJO EL PUENTE DE PIEDRA - Leo Perutz

Hace varios años ya, leí dos novelas de Leo Perutz que me encantaron: El maestro del juicio final y Mientras dan las nueve, ambas de género inclasificable, a medio camino de lo detestivesco, lo metafísico, lo fantástico. Pero, he de admitir que los detalles de las tramas se han ido borrando de mi (mala) memoria, solo quedando una sensación general satisfactoria. No obstante, sí recuerdo muy bien que Perutz se tomaba su tiempo en desarrollar la historia, sin prisas, sin pretender que el lector fuera atrapado de primeras en una trama apasionante llena de acción. Todo lo contrario, la historia se iba desempeñando de forma algo extraña, con un punto onírico y neblinoso que envolvía todo en el misterio. También recuerdo un sutil sentido del humor. Pero, tal y como digo, los detalles y pormenores de esos libros se han ido esfumando.

No volví a leer nada más de este escritor checo, de hecho quedó un poco relegado en algún lugar de mis estanterías, perdido entre otros tantos autores. Hasta que hace poco vi en una librería esta nueva edición de De noche, bajo el puente de piedra y de repente recordé que este escritor me gustaba. Consideré que no estaría mal darle otra nueva oportunidad, de lo cual me alegro mucho porque he disfrutado de su lectura de la primera hasta la última página.

Esta reedición (la tercera, siendo la primera en castellano en 1967), de la mano de Libros del Asteroide, cuenta con la traducción de Cristina García Ohlrich, la misma que en su anterior edición en la editorial Aleph en 1988. No podría comparar (que más quisiera yo) con la versión original en alemán, pero da la sensación que es una buena traducción, al menos la lectura es fluida y conserva ese aire de narración oral que el autor parece haber querido impregnar en su historia. 

Perutz era lo que se denomina un judío secular, es decir, no practicante de las tradiciones hebreas tanto en lo que respecta en lo religioso como en lo cultural o social. Aunque nacido en una ciudad cercana a Praga, su vida estuvo muy vinculada a Viena, ciudad adoptiva donde desarrolló su arte narrativo volviéndose muy popular a comienzos del siglo XX (hubieron adaptaciones cinematográficas de sus libros ya en la década de los 20). Se relacionó, tanto en persona como epistolarmente, con gente como Bertolt Brecht, Robert Musil o Karl Krauss, todos ellos vinculados al sector intelectual más crítico con el auge del fascismo. 

Exiliado a Jerusalem a causa de la llegada de los nazis al poder, sin embargo Perutz nunca defendió la causa sionista, ni vió con buenos ojos la ocupación de Palestina, ni la manera en que se creó el estado de Israel, considerando que el nacionalismo era una de las causas de los males del mundo. No obstante, aunque rechazara el judaísmo ortodoxo, esta novela que reseñamos aquí es una clara muestra de como las tradiciones y leyendas hebreas de sus antepasados tuvieron su influencia en él, o al menos sirvieron como inspiración. Quizás por basarse en esas fuentes, este libro transmite el espíritu de la narrativa oral y popular, y sobretodo un innegable aura de realismo mágico. Porque sería excesivo definirlo como fantástico, ya que la intención de Perutz no parece ser esa, sino colocarse en ese punto intermedio donde el principio de realidad es frágil y lo maravilloso de las tradiciones populares entra y sale con perfecta naturalidad. 

La cábala y los poderes mágicos de los rabinos, la astrología, la alquimia, los fantasmas, los sueños lúcidos, los poderes del azar, la presencia de lo divino, son todos ingredientes importantes en la novela, aunque al final no sean más que una excusa para hablarnos de temas universales tan humanos como son el amor, la amistad, la venganza, la ambición, la locura o la soledad, todo ello regado con un fino e irónico sentido del humor. También hay un poco de revancha del autor respecto a los sempiternos prejuicios y tópicos contra los judíos, pero de una forma ciertamente mesurada y sutil, porque todos,  cristianos, protestantes y judíos se llevan su parte de varapalo, quedando claro que la religión no es más que una excusa para ocultar o dignificar las miserias y mezquindades de nobles y plebeyos.


Por lo demás, este libro tiene también algo de ficción histórica, puesto que figuran algunos personajes y acontecimientos reales, como el emperador Rodolfo II, coleccionista compulsivo, famoso por su mecenazgo de artistas que se salían de lo normal, de magos y alquimistas, siempre rodeado de toda clase de individuos peculiares. También desfila por sus páginas el matemático Johannes Kepler, básico en el desarrollo de las ciencias modernas (aunque también astrólogo por encargo para no morirse de hambre). En todo caso, personajes ficticios o históricos, todos quedan envueltos por la verdadera protagonista de la novela: la ciudad de Praga y las callejuelas ya perdidas en el tiempo del viejo gueto judío, donde los espectros y los borrachos, los amantes y los gatos, los ricos y los pobres, se dirigen cada cual a su destino.

Hasta el momento estamos hablando de novela, pero habría que aclarar que el libro está compuesto por relatos unidos entre sí de forma no siempre aparente. Las historias no están ordenadas de forma cronológica ni temática, formando una especie de rompecabezas literario que el lector debe ir reordenando en su cabeza. Sin embargo, que no parezca que me refiero a algo muy experimental, no se trata de eso, pero lo cierto es que Perutz utiliza una forma muy original de ir desmadejando su historia, aunque al final todo queda unido de forma convincente y natural. 

En definitiva, un libro realmente delicioso, sobresaliente literatura que seguro te dejará un buen sabor de boca. 

Reseña de Antonio Ramírez

martes, 22 de octubre de 2013

LA PIEL FRÍA - Albert Sánchez Piñol

Primera edición en catalán en 2003
Publicada en castellano por Edhasa en 2005
Traducción de Claudia Ortego Sanmartin
288 páginas.

Sinopsis.

Un antiguo combatiente del IRA decide aceptar un puesto de oficial atmosférico en un islote perdido en el océano. Lo que en principio parecía un aburrido trabajo en tierra de nadie termina por convertirse en una pesadilla. 

Comentario del libro.

Tras el éxito y correspondiente repercusión mediática que recibió Victus me ha sido imposible no sentir curiosidad por los libros de Albert Sanchez Piñol, autor del que, tengo que admitirlo, no tenía la más mínima noticia hasta el momento. Un buen amigo (y colaborador de este blog) me recomendó leer su primera novela y he aquí que me dispongo a realizar la reseña de esta obra, la primera de ficción que publicó este autor catalán (tras Payasos y monstruos, un ensayo sobre varios dictadores africanos) y que desde su aparición ya fuera considerada una obra de culto por muchos lectores más avispados que un servidor.

Seguramente podría decirse muchas cosas de La piel fría, puesto que son numerosas las perspectivas desde las que puede ser valorada y analizada. No me cabe duda de que esta multiplicidad de interpretaciones se deba, ante todo, a que no pertenece a un género perfectamente delimitado. En un primer momento parece que estemos ante un relato fantástico o de terror, pero pronto descubrimos (pues el autor lo deja claro rápidamente) que lo que leemos está atravesado además por otros propósitos no tan fáciles de ubicar.

La piel fría es un excelente ejemplo de libro que crece en nosotros una vez se ha terminado, tanto por lo que en él se cuenta como por lo que solo se insinúa o directamente queda inexplicado y se deja para la imaginación del lector. Albert Sánchez Piñol logra conmovernos a fondo, ya sea por su cuidada planificación o por su filigrana lingüística, ya sea por los conceptos puestos en juego, a medida que avanzamos en la novela tenemos la creciente sensación de que estamos desentrañando una trama de implicaciones muy complejas, todo eso pese a ser una historia de apariencia muy sencilla debido a su limitación de elementos (un escenario muy reducido, pocos personajes, acción repetitiva y desarrollo circular), pero hecha con tal certeza y economía de medios que por fuerza entrevemos que estamos siendo conducidos por un talento literario sobresaliente.

En menos de 300 páginas vivimos una introspectiva odisea que, aunque rebosante de acción, la mayor parte del tiempo toma su fuerza del delirio, de la duermevela, de la confusa desesperación del protagonista, pero no por ello se crea que hablamos de una historia de tintes oníricos o estrictamente subjetivistas. El autor nos coloca en una situación improbable (dos seres humanos abandonados en una isla que es asediada constantemente por monstruos marinos), pero a falta de lo que podríamos llamar una fase intermedia entre lo real y lo fantástico, el protagonista (y de paso el lector) debe aceptar, sin más preámbulos, que un escenario de locura sea la pura realidad. Y paradójicamente, a partir de ese momento, la lucidez ordinaria, ese estado despreocupado (y casi podríamos decir que mecánico) que nos embelesa en la vida cotidiana, es substituida en el protagonista por el permanente estado alterado de consciencia propio del instinto de supervivencia llevado a sus extremos. Resulta chocante, por tanto, que una vez asumidos los elementos fantásticos del libro (es decir, los monstruos, o como son llamados por sus protagonistas: los carasapos) se transformen en algo perfectamente normal, una fuerza más de la naturaleza a la que cualquier isla perdida en mitad del océano podría estar expuesta, como los tifones o los huracanes. En realidad poco más llegamos a saber de ese tema, pues la novela no pretende, ni mucho menos, dar explicaciones en torno a estos seres. Son los personajes humanos (el protagonista principal y su extraño compañero de armas) los que aportan mediante sus comportamientos y pensamientos cada vez más enajenados el factor verdaderamente insólito y delirante del relato. Los monstruos, por mucho que suene a tópico decirlo, funcionan como el crisol simbólico mediante el cual los personajes evolucionan, se redimen o se condenan. Especialmente en el caso de Aneris, la carasapo hembra que ocupa el tercer ángulo en el triángulo (¿o debería en este caso decir trío?) de personajes principales. Pareciera que su función fuera encarnar el límite tras el cual se transgrede cualquier orden moral, cultural o psicológico considerado como civilizado, la pura perturbación de “lo humano” una vez es enfrentado al infinito deseo/repulsión que se oculta en las profundidades del espíritu. Hasta tal punto que este magnífico personaje puede llegar a sospecharse como una pura proyección mental de los dos personajes auto-condenados a un exilio tanto físico como psíquico. Por ello, no faltan momentos en los que uno piensa que quizás todo transcurra en una especie de limbo a medio camino de lo imaginario y lo tangible. Así, la isla y la estrambótica aventura que los dos protagonistas viven en ella, por mucho que estén precisadas con contornos bien definidos y perfectamente materiales, terminan por cobrar el sentido de una pesadilla de la que fuera imposible evadirse. Todos los componentes violentos, sexuales y extremos de la historia parecen apuntar a ello.


En todo caso, la novela también funciona como un rabioso ataque al antropocentrismo (y ya puestos, a cualquier posición unilateral en el sentido que sea; imposible es, por tanto, no relacionarlo con ciertas circunstancias biográficas brevemente esbozadas del protagonista en cuanto a su pertenencia al IRA). Toda conjetura, toda explicación para desentrañar la naturaleza y motivaciones de los monstruos (en su empeño por destruir a los dos humanos), también los esfuerzos por comprender el comportamiento de Aneris y su, al parecer, crucial papel en el conflicto, están condenados de ante mano al fracaso y al error más absoluto. Cualquier interpretación, por muy expansiva y extravagante que esta pudiera ser, está encaminada a reflejar la limitada perspectiva humana. ¿Cuál es, por tanto, la alternativa al enfrentamiento y la violencia? ¿Cómo es posible una vía de comunicación o al menos de comprensión?

No obstante, Sanchez Piñol, lejos de solucionar el dilema por la vía del humanismo (por ejemplo, la consabida lección moral de tolerancia y la aceptación del Otro), juega magistralmente con una ambigüedad (que podríamos definir como deliciosamente perversa) que enriquece exponencialmente las concomitancias de su novela. Y quizás ahí está la máxima potencia de La piel fría, su mayor logro: ese espacio de incertidumbre por el que se cuelan los más diversos sentimientos y significados, un abismo insondable que lleva a la sempiterna duda y la desesperación del protagonista… ¡y al puro placer literario del lector! Porque lejos de acomodarse a soluciones fáciles, pero también sin caer en excesivas pajas mentales para salvar el escollo, Sanchez Piñol sabe armarse de recursos literarios propios de un verdadero gran escritor para afrentarse a un disyuntiva sin posible solución, pero que aun así siempre queda reclamando algún desenlace, sea cual sea, reflejando de esta manera ese inmenso hueco de incertidumbres sin resolver que al fin y al cabo es la condición humana.

En suma, estamos ante una más que reseñable novela, quizás imperfecta en muchos sentidos, aparentemente modesta en su concepción, pero amplia e imprevisible en sus repercusiones en el lector, lo cual no es precisamente poco.

 Muy recomendable.

Reseña de Antonio Ramírez.

lunes, 2 de septiembre de 2013

LOS INVISIBLES - Jose María Merino

Editado por Cátedra (Colección Letras populares) en 2012. 
Introducción y notas de Santos Alonso.
336 páginas.

Sinopsis.

El joven Adrian está sufriendo una profunda crisis existencial y familar. Para complicar más las cosas se encuentra en mitad del bosque con la Flor de San Juan, una mítica aparición que dota de invisiblidad a quien la toca. A partir de ese momento deberá sobrevivir bajo su nuevo estado y soñar con recuperar de alguna manera la normalidad.

Comentario del libro.

Es notorio que entre los actuales escritores españoles más reconocidos (esto es, que publiquen de forma regular en grandes editoriales) es bastante raro encontrarlos que traten temas de carácter fantástico, de terror o de ciencia-ficción. José María Merino supone una rara excepción a esta norma, ya que es un autor que desde sus comienzos ha ido cultivando intermitentemente el género fantástico y, si bien es verdad que ha hecho de todo, puede ser que gran parte de su fama se deba sobre todo a ese tipo de obras. Pero no solo es remarcable la dedicación de Merino al género (repito, siendo como es un autor consagrado, pues existen escritores del género fantástico en España, otra cosa es que muy pocos, contados, logren un mínimo de atención por parte de las editoriales, ya sean las pequeñas o las grandes), lo más relevante, en este caso, es que aun así haya conseguido acceder a toda una plaza en la Real Academia Española de la lengua, lo cual es un verdadero logro dado el carácter genuinamente rancio de nuestra cultura patria. Ser académico de la lengua es algo así como tener un sitio más o menos seguro en la infraestructura mediática tan necesaria para ser alguien en este país: cadenas de radio, televisión, revistas dominicales, periódicos, etc., ser académico te puede hacer ser visible para el gran público, pero sobretodo te dota de un prestigio intelectual más allá de la dependencia del impacto comercial. A veces vender mucho no tiene por qué ser sinónimo de escribir bien, pero ser elegido académico de la lengua es como tener un carnet de buen escritor, vendas o no, y lo más importante y paradójico: seas buen escritor o no. En todo caso, lo verdaderamente reseñable del asunto es que Merino ha conseguido ser académico de la lengua aun siendo un escritor muy relacionado con lo fantástico.

Una vez dicho esto hay que admitir que Merino escribe, ciertamente, como todo un señor académico. En comparación con la prosa más bien funcional de la inmensa mayoría de autores (españoles o no) adscritos al fantástico, especialmente entre los contemporáneos, el estilo de Merino pudiera quizás resultar peculiar. En un género como el fantástico, tan dependiente de la trama, de los personajes y de una clara transmisión de unas historias e ideas que deben resultar persuasivas, siempre ha arraigado la rémora en cuanto al tema del estilo. Cuando lo más difícil en este género es resultar mínimamente convincente (dado que se trabaja con ideas imaginarias que en ocasiones pueden resultar estrambóticas), la cosa puede complicarse mucho por una excesiva “presencia” del autor. Son numerosos los libros fantásticos que han resultado fallidos a causa de un escritor más preocupado por demostrar su personal estilo o sus dotes estéticas que por desarrollar ideas, ambientes o personajes con la suficiente convicción. Lo cual dice mucho de este género, pues será popular, será incluso un gueto subcultural si queremos verlo así, pero lo cierto es que es un tipo de literatura que no perdona, así de simple. Ser un maestro del fantástico supone ante todo asumir la humildad del artista ante lo imaginario, saber encontrar el difícil equilibrio entre tener algo bueno que contar y saberlo contar bien. No obstante, la otra cara de la moneda es que a causa de este dilema muchísimos escritores deciden reducir su estilo al mínimo, convirtiéndose en meros emisores casi neutros (aunque en el fondo eso no sea posible) de ideas imaginativas, sean éstas mejores o sean peores. Pero en el caso de Merino no hablamos, por ejemplo, de experimentalismo o de una modalidad extremadamente personal o difícil, él sencillamente se restringe a ejercer lo mejor posible el oficio de escritor en un campo repleto de escritores estilísticamente mediocres: en comparación sus textos resultan muy fuera de la norma. En sus manos el lenguaje es como una substancia densa, muy rica en matices, significados y expresividad, no tanto tendente a la filigrana o al exhibicionismo, algo que podría ir en su contra, sino guiado por un deseo palpable por exprimir el idioma en todas sus posibilidades, lo cual es de agradecer. Pero, ¿Consigue Merino ese equilibrio entre estilo e ideas que implacablemente exige el género? Pienso que en el caso de Los invisibles la respuesta es una contundente afirmación.

Mi primer contacto con la obra de Merino fue cuando me hice con Historias del otro lugar, una compilación de sus colecciones de cuentos (casi todos fantásticos) publicados de 1982 hasta 2004. Resultó ser un libro excepcional, repleto de buenos relatos y en el que podemos observar la evolución de Merino a lo largo de tantos años. Pero todavía no había leído ninguna de sus novelas, aunque tenía en la reserva un volumen editado por Alfaguara que engloba tres de sus libros adscritos a lo que Merino ha denominado “novelas del mito”. Pero la reedición de Los invisibles por parte de Cátedra (acompañada de un cuidado texto introductorio y varias notas, todo ello obra de Santos Alonso) en su interesante colección de Letras populares me ha animado a adelantar esta novela en la siempre creciente pila de lecturas pendientes.


Los invisibles se divide en tres partes, primera: la historia de Adrián, el joven que se vuelve invisible tras tocar la legendaria flor de San Juan; segunda: la descripción de como José María Merino termina siendo el narrador de esta historia (que según Adrián es real, aunque Merino exprese una y otra vez sus dudas sobre ese punto); tercera: una conclusión donde se desvelan algunas cuestiones cruciales sobre la peculiar relación literaria establecida entre Adrián y Merino, así como sobre la finalidad secreta del libro. Así pues, estamos ante una novela que aúna lo fantástico con eso que se ha venido a llamar la metaficción o metaliteratura, ya que el propio autor termina convirtiéndose en personaje de su libro, y lo que es más importante, la novela misma acaba siendo diseccionada en la historia que está contenida dentro de sí, en lo que viene a ser un laberíntico juego especular que resulta extremadamente interesante. Por si fuera poco, aparte de esta relación ambigua entre realidad y literatura que Merino se esfuerza por mostrar, Los invisibles también resulta ser un perfecto vehículo simbólico para ciertas inquietudes de carácter más social. En realidad no es que el libro tire mucho por ahí, pero pienso que las alusiones en ese sentido son demasiado importantes como para no hablar de ello en esta reseña. El tema de la invisibilidad es lo suficientemente sugestivo como para relacionarlo con ciertas cuestiones candentes como son las desgracias del tercer mundo o la miseria en nuestras propias calles.  En la novela se habla de la invisibilidad de aquello que la sociedad prefiere no ver, por mucho que se sepa que está ahí clamando por soluciones; también de aquello que es ocultado interesadamente con mentiras o mediante su extremada exposición hasta conseguir la insensibilidad del que mira, como ocurre con el uso que los medios de comunicación hacen de tantas cuestiones terribles. Pero Merino se asegura de contraponer diferentes puntos de vista para no resultar excesivamente tendencioso (pese a que se le note sus inclinaciones sociales, lo cual no es ni mucho menos negativo) y deja al lector que opine por sí mismo. Así que, siendo invisibles físicamente y por tanto sensibles a la analogía entre su estado y el de otros tantos “invisibles” de nuestro sociedad, el personaje de Rosa (una joven que también ha tocado la Flor de San Juan y que Adrian encuentra en su camino) encarna a la idealista activista, aquella que prefiere aprovechar la oportunidad para pasar a la acción, aunque a veces este paso no sea quizás bien medido en sus posibles consecuencias; por otro lado, Adrián representa el que no se entera de nada, ya sea por su posición acomodada o por puro egoísmo, su apatía le lleva primero a la extrema introversión, luego a la inevitable (pero tardía) sorpresa ante los males del mundo. Ambos representan dos extremos de un arco ideológico y existencial que difícilmente pueden reconciliarse.

Gracias a sus tres partes bien delimitadas, Los invisibles resulta un libro con varios posibles estratos interpretativos, pero lo incuestionable es que a la larga termina fundiéndose en un único aglutinado, indivisible a costa de perder todo el conjunto su sentido más profundo. Pero vamos a explicarnos. La novela podría haberse restringido perfectamente a la primera parte, la historia de Adrián narrada en tercera persona, de esa manera hubiera resultado un libro con elementos fantásticos, sin más, con una trama bien urdida y espléndidamente escrita, con los suficientes ingredientes para resultar entretenida e interesante, aunque tampoco sin resultar especialmente destacable. No obstante, el autor opta por complicar la cosa, añadiendo su intervención y su punto de vista en primera persona, donde explica que todo lo que hemos leído hasta ese momento está escrito en función de la historia (como decimos supuéstamente real dentro de la lógica del relato) que le ha propuesto Adrián. Apareciendo como personaje de su propia novela, Merino introduce lo cotidiano, el mundo real sin prodigios ni misterios, describiendo aspectos de su vida (¡dándonos envidia con sus hábitos de escritor, sus viajes y su casa en el campo!) y de lo que se oculta tras las bambalinas de la literatura. Así, aprovecha su intervención para hacer comentarios, bastante irónicos y propios de un sutil sentido del humor, sobre aspectos que no le cuadran de la historia de Adrián, considerándolos como claramente peliculeros o demasiado delirantes para ser novelizados de forma adecuada, aunque el joven se afane en que aparezcan en el libro porque considera que son cruciales para la relación de sus extraordinarias vivencias. Por ejemplo, en un momento dado leemos:

<<Adrián, eso del Cazador me parece un poco disparatado>>, le dije y me miró con aspecto de no comprender. <<La aparición de ese elemento llevará el libro al género de aventuras>>, añadí. <<!Un cazador de seres humanos, aunque sean invisibles, vestido de Robin Hood! No puede darse tal quiebro en la trama. No se pueden dar esos bandazos, pasar de hablar de los problemas del hambre en África a esa cacería de película de Mad Max, o de un Predator al revés. Es como si metiésemos un rock en mitad de un adagio. El libro tiene que responder a una línea homogénea. >>

De esta manera Merino acomete un análisis tan divertido como sesudo de su propio relato aprovechándose de la oportunidad que le otorga su aparición como personaje, razonando sus puntos débiles y poniendo en duda los elementos en juego más conflictivos, mostrando así las interioridades de su labor creativa e incluso justificándose de cara al lector por los posibles excesos o fallos que podría haber cometido. Teoriza también, en ocasiones muy bellamente, sobre las cualidades de la literatura en comparación con la vida tangible, reflexionando sobre temas diversos como el paso del tiempo o la incapacidad contemporánea para percibir el misterio implícito del mundo, apoyándose para ello con referencias a Fernando Pessoa y otros autores. <<La realidad es más extraña que la ficción porque no necesita ser verosímil>>, escribe en un momento dado, dándose la paradoja de que en ningún momento hemos abandonado una novela. Pero lo cierto es que esta situación paradójica es la base central para el buen funcionamiento de Los invisibles, pues, al fin y al cabo, esa realidad a la que el Merino ficticio se refiere como tan extraña es a la vez la imaginaria, la realidad de los personajes, y también es la propia realidad que lo engloba todo, la historia ideada por el Merino real y a nosotros mismos, los lectores.

Así que tenemos el relato plenamente fantástico, después su respuesta dialéctica en clave realista y, por último, una especie de síntesis que solo es posible en el no lugar de la literatura, donde lo real y lo imaginario no tiene por qué quedar totalmente delimitados y es posible enredar el criterio del lector. Merino escenifica así su tesis de que la verosimilitud es la cualidad necesaria de toda ficción, de toda “verdadera ficción”, como dice él, aunque esta verosimilitud dependa a veces (y ahí entra el talento del escritor) de la suspensión momentánea de la lógica racional y la incredulidad, como suele ser en el caso del género fantástico.

Ahí está el juego en marcha: haciendo literariamente creíble una situación absolutamente improbable (que alguien se vuelva invisible tras tocar una flor mágica) y a la vez juzgándolo como una locura, y aun así introduciendo algunos detalles enigmáticos que le hacen dudar de su propio escepticismo y por tanto quebrando hasta cierto punto, solo lo justo, la actitud racionalista que define la intervención del Merino ficticio. El autor logra así que nos balanceemos en una exquisita ambigüedad literaria, dudando entre el deseo de dejarnos llevar del todo por el sentido de maravilla de lo fantástico o prestar atención a las pujantes exigencias de la razón que no dejan de recordarnos que solo estamos ante una ficción, un mero juego de ilusiones. Evidentemente, siempre logra vencer la razón, pero solo cuando hemos cerrado el libro y desactivamos ese mecanismo tan misterioso como genuinamente humano que es nuestra capacidad para ensimismarnos con una narración bien ideada y escrita, como precisamente es el caso de Los invisibles.

Reseña de Antonio Ramírez

domingo, 7 de abril de 2013

PROMETHEA - Alan Moore

Sinopsis. 

Sophie Bangs es una estudiante universitaria que busca toda la información posible sobre Promethea, un personaje ficticio que desde finales del siglo XIX  ha ido apareciendo intermitentemente en poemas, revistas pulp, comics e incluso en leyendas urbanas de diversa índole. Para su sorpresa esta investigación le llevará a vivir una aventura de dimensiones literalmente cósmicas. 

Comentario.  

Alan Moore anunció que iba a convertirse en Mago en 1993, justo el mismo día que cumplía 40 años. Esta drástica y en apariencia extraña decisión no tenía nada de sorprendente. Examinando la obra del barbudo cualquiera puede encontrar pistas suficientes como para comprobar hasta qué punto la Magia (o ciertas ideas que preparaban el camino hacia esa meta) ya estaba dando vueltas en su hiperactivo cerebro desde hacía mucho tiempo. Pero no sería hasta From Hell, cuya realización abarcó 10 años, cuando terminó por profundizar en el tema con páginas memorables en torno a cuestiones como la arquitectura masónica o los cultos paganos. Ya posteriormente, con la representación teatral Serpientes y Escaleras (adaptada después al comic junto a Eddie Campbell) o la serie que reseñamos aquí, Moore se lanzó a compartir de una forma mucho más desarrollada sus investigaciones y experiencias en torno al Tarot, la Cábala o la Magia Ritual.

Es necesario señalar, por eso de situarnos bien en el contexto, que si bien Serpientes y Escaleras estaba dirigido a un público relativamente minoritario, en el caso de Promethea hablamos de un comic que fue publicado a través de America's Best Comics, la misma línea editorial donde vieron la luz títulos tan comerciales de Alan Moore como Tom Strong o Top Ten. Esto significaba que sus lectores potenciales iban a ser los aficionados a los superhéroes, lo cual no tenía por qué plantear en principio ningún problema. Promethea ofrecía altas dosis de acción trepidante, individuos con poderes extraordinarios, parafernalia de ciencia-ficción y un tono tenebroso que lo acerca a cosas como Hellblazer, todo ello sazonado al gusto actual. Sin embargo, esta apariencia tan común de Promethea, algo así como una Wonder Woman modernizada, pronto se desveló como una treta para que Moore llevara a cabo su verdadero plan: bombardear la mente de los lectores con toda una extraña amalgama de conceptos provenientes del cabalismo, el tarot, Aleister Crowley, la Golden Dawn, Carl Jung, Austin O. Spare, el discordianismo y mil fuentes más entremezcladas en un coctel explosivo.  El trago no tuvo que ser fácil para los aficionados que esperaban seguir una sencilla y entretenida historia de superhéroes, de hecho, cuando la serie entró a saco en la parte de la Magia llegó a perder de golpe varios miles de lectores. [1]

Tal estampida de lectores no pudo ser evitada ni por la gran espectacularidad visual de la colección, la cual supera por mucho la media de calidad de las series comerciales yanquis. No obstante, más allá de lo puramente estético, el constante uso de simbología (no solo iconográfica sino en lo que respecta a los colores) y de recursos visuales muy diversos suele responder a razones muy determinadas por la historia. La fama de Moore de ser un guionista exigente y milimétrico que exprime lo mejor de sus dibujantes se confirma más que suficientemente en esta serie por lo que es justo señalar que todo este despliegue de páginas dobles, simetrías, juegos visuales, combinación de diferentes técnicas artísticas (dibujo, pintura, fotografía) y efectos cromáticos de todo tipo no hubiera sido posible sin el magnífico equipo de artistas que le acompaña, principalmente J. H. Williams III (Dibujo), Mick Gray (Tinta) y Jeromy Cox (Color).


Pero volvamos a la historia en sí. Como decíamos antes, Promethea es una serie claramente dividida en dos: es un comic de superhéroes y a la vez es una especie de manual de iniciación a la Magia. Es bastante complicado decidir si el conjunto está bien equilibrado, si realmente merecía la pena suavizar el contenido esotérico con los elementos típicos del género de superhéroes, puede que entretenidos y hasta ingeniosos, pero evidentemente chirriantes en relación a la atmósfera tan especial conseguida en la parte mágica. No obstante, hay que admitir que estas concesiones a la “normalidad” están más que justificadas en el plan global de la obra, fundamentalmente para recordarnos que después de todo Promethea es un tebeo. ¿Por qué es tan importante que Promethea sea un comic? 

Ante todo, tengamos en cuenta que Moore sugiere una teorización de la magia que toma como punto de partida la imaginación, o eso que él llama la Inmateria, ya sea como vivencia interior de un individuo (mediante la meditación, los sueños, las visiones provocadas por las drogas u otros medios), ya sea tomando parte de  un contexto simbólico que se vive intersubjetivamente (los mitos, las religiones y en muchos casos la ideología). A medio camino entre estas dos vías nos encontramos con las ficciones, según Moore equiparables a los mitos y las parábolas religiosas. Bajo este punto de vista, dioses, ángeles y demás imaginería sobrenatural no son más que ficciones, aunque cargadas de tal potencia simbólica que en ciertas circunstancias pueden llegar a aparentar autonomía, por no decir vida propia (especialmente para quien cree en ellas de forma literal). Moore no tiene ningún problema en conceder ese poder a las ficciones ordinarias (personajes de cuentos, novelas, películas, comics). Incluso nos recuerda que los Magos de la antigüedad transmitían su sabiduría a través de ideogramas y jeroglíficos, por lo que dioses como Osiris o Seth serían los protagonistas  de relatos transmitidos de una manera muy similar a los comics. De ahí su defensa de que la enseñanza de la Magia (teórica y práctica) pueda aplicarse perfectamente a una ficción como Promethea. 


Este concepto de lo imaginario, tan caro en su más reciente trayectoria creativa, lo aleja radicalmente de otros autores que también han tratado el tema en un contexto similar. En este caso hay que señalar las argumentaciones de Henry Corbin [2] sobre la diferencia entre lo IMAGINARIO (el producto meramente psicológico de la mente por estímulo del mundo sensible) y lo IMAGINAL (el estado intermedio entre el espíritu humano y la naturaleza incognoscible de lo divino). Lo imaginal sería, por tanto, el mecanismo interior donde se forman (tras una serie de prácticas muy precisas) los símbolos que por analogía harán posible al místico comprender lo sagrado. La evidente divergencia entre Moore y Corbin está en que el primero no desprecia en ningún momento los sueños comunes, los merodeos mentales o incluso, como ya hemos visto, las fantasías incitadas por un tebeo de superhéroes,  pues bajo su punto de vista suponen posibles puentes hacia estados más complejos. Corbin es mucho más estricto, alertando sobre el caracter perversamente mundano de la imaginación cotidiana. Sin embargo, lo irónico es que lo imaginal ideado por Corbin, así como toda la simbología de gnósticos, cabalistas, místicos de cualquier tipo y cuantas tradiciones esotéricas han existido en torno a la idea de que el mundo material es una emanación de Dios, dependen de los productos de lo imaginario, aunque insertados en unas tradiciones que por antiguas y herméticas se revisten de una profundidad y sentido arcano que le falta a la imaginación común. De todas formas, la correspondencia de estos símbolos con una existencia objetiva  es imposible de demostrar, ya que solo depende de la fe, por mucho que Corbin u otros exégetas se hayan esforzado por crear jerarquías. Alan Moore intenta, al menos, buscar un nexo entre la mera fantasía y el contenido de las visiones místicas y lo hace a través de una ficción que recorre en igualdad muchos posibles estratos de la invención humana, ya se trate de elementos realistas y cotidianos, superhéroes, ciencia-ficción, demonios o dioses. Pero siempre queda claro que nunca hemos abandonado un tebeo de 24 páginas. Eliminando con verdadera soberbia el carácter secretista de los textos mágicos que le sirven de inspiración (algunos son incunables de más de 1000 años), Moore se las ingenia para hacer convivir ideas por las que han ardido multitud de místicos con invenciones para adolescentes llenos de granos, elevando así la fantasía de los comics a la más profunda especulación mística, o si se prefiere, rebajando los altos vuelos del misticismo a la humildad de los superhéroes. Igualmente podríamos decir que socializa la noción de lo mágico, dejando claro que, al margen de liturgias y grados de iniciación, cualquiera puede investigar los laberintos de la Magia. Si la capacidad de imaginar es común a todos, entonces la Magia también lo es, pues todo ser humano es libre de sumergirse en el océano de símbolos que surgen del subconsciente para interpretar lo que nos rodea o por el mero hecho de sentir ese placer. 

No es de extrañar esta forma de interpretar y aplicar conceptos tan tradicionales pueda resultar arriesgado y poco riguroso para los puristas. De hecho Moore admite que se toma muchas libertades en sus conjeturas, como por ejemplo cuando interpreta el Tarot y sus conexiones con la Cábala, ambos sistemas considerados por él como vivos y cambiantes, y por tanto susceptibles de ser desarrollados libremente. En este sentido, pongamos como perfecto ejemplo el número 12 de la serie, donde se las ingenia para contar la historia del universo y el porvenir de la humanidad a través de la simbología de los 22 arcanos del Tarot. De esta manera, si en From Hell se permitía hacer una interpretación imaginaria de un hecho histórico (los asesinatos no resueltos de Jack el Destripador) en esta ocasión lo hace nada menos que con el destino del ser humano. Aun así, pese a su libertad de inventiva, muchos aspectos de Promethea dependen de ideas que abiertamente han sido fusiladas de aquí y de allá, en una mezcla de heterogeneidad y sesudo estudio de los maestros mágicos. Es el caso de su deuda con Aleister Crowley, del que, por ejemplo, toma prestada su fascinante (seguro que incluso para muchos ateos, como es el caso de un servidor) interpretación de Dios como el Yo supremo, la Voluntad (concepto especialmente crowleyano) del universo encarnado en el ser humano. El ascenso exitoso por el Arbol de la Vida cabalístico, supondría, por tanto, el reencuentro con nuestra verdadera naturaleza cósmica, la cual quedó escindida en algún momento del pasado (aunque toda noción temporal sea también simbólica en lo que respecta  la Magia). Y lo cierto es que ésta no es, ni mucho menos, la única referencia a las ideas del tan mitificado como denostado Aleister Crowley [3], ya que se trata de una presencia permanente en todas las fases del viaje que la protagonista de la serie emprende en su búsqueda de la Magia. Así, Moore también parece asumir enteramente su doctrina (aunque rebajada en cuanto al evidente machismo que hay en los escritos de Crowley) de que hay principios mágicos femeninos y masculinos, con símbolos e instrumentos rituales que representan ambos polos. La Espada (masculino) como fuerza motriz y creadora; el cáliz (femenino) como fuente y recipiente de compasión; tales son los símbolos del juego de atracciones (el Amor) que fundamenta el universo y que designa que todos los magos (sean del sexo que sean) son hombres que buscan la feminidad. En ese sentido, Moore nos cuenta un pequeño chiste en el número 10 (especialmente dedicado a la magia sexual): todos esos valientes y robustos caballeros que buscaban el  Grial en la leyenda artúrica adoraban inconscientemente la feminidad, su más profundo deseo era convertirse en mujeres. [4]

Vale, es muy posible que a estas alturas se nos haya disparado la alarma del escepticismo. Pero tranquilos, tengamos en cuenta que Moore desarrolla en Promethea su personal apología de la no lateralización de la Magia. Lo cual significa que lo mágico no está en los símbolos como tales, por mucho que éstos puedan parecer dotados de autonomía y poder en sí mismos, sino en el efecto que mediante su representación ritual producen en la realidad humana. Por tanto, creer que el Mago produce cambios físicos y tangibles a voluntad, como podría ser levantar una mesa del suelo con solo la fuerza de su deseo o con ayuda de entidades sobrenaturales, es caer en la burda literalidad del mito creado alrededor de su figura. La intervención sobrenatural o los poderes paranormales no son más que aspectos simbólicos (aunque cargado de significados especialmente trastornadores) de un proceso que depende del ser humano, y solo del ser humano. Caer en la literalidad de esos símbolos, depender de la creencia de su existencia objetiva, nos arrebata irremisiblemente nuestra libertad de imaginación (y podríamos que toda libertad), la cual ha caído atrapada en sus propias redes. 

Es necesario conservar la distancia y la ironía, tal y como propugna el discordianismo (del que Moore ha tomado muchas cosas) y otros movimientos contraculturales que han jugado con ideas religiosas sin por ello dejar de burlarse ferozmente de la religión [5]. No obstante, con Moore no podemos hablar tanto de burla como de una falta absoluta de prejuicios para mezclar lo que le venga en gana, siempre sin perder la perspectiva de la salida de emergencia de la cordura. A esta heterogeneidad se suma una enorme y apasionada capacidad especulativa, resultando de ello tal combinación de ideas que el lector puede terminar por desear que sean verdaderas. Al fin y al cabo son ideas que se refieren a los fundamentos de la existencia... ¡sería muy bonito y fácil encontrar el sentido del universo en un comic! Pero Moore repite incansablemente que “[…] no existe la Magia salvo en la ficción. No existen los dioses, salvo en la mente del ser humano. La Magia no existe, y por lo tanto, fuera de la ficción y el engaño, los magos no existen[…] Como cualquier niño te diría, la Magia solo es apariencia”. [6]


Sin embargo, aunque no exista tal y como la ha soñado el ser humano en su niñez y en tantos relatos legendarios, con portentos y señales que escapan al orden natural, según Alan Moore en la Magia si está en la posibilidad tangible de reordenar el mundo que nos rodea a través del agente que posibilita la apariencia y el truco: el lenguaje y sus mecanismos. El Mago (como el Artista o el Poeta, pero también los medios de comunicación, las técnicas publicitarias, el totalitarismo ideológico) manipula el lenguaje para manipular nuestra forma de entender y vivir el mundo, en suma transformando nuestra consciencia. Por ejemplo, creemos que el dinero es real o asumimos la autoridad de ciertas instituciones políticas o sociales porque hemos interiorizado el mito que los hace posibles (aunque claro está, con la ayuda de un alto grado de coerción). Toda civilización depende de un condicionamiento colectivo a unos factores provenientes (y a veces permanecen ahí) de lo imaginario, mediante símbolos que cristalizan a través un proceso que podríamos definir con toda razón como mágico. En ese sentido, Alan Moore propone la Magia como una herramienta de escapar a ese condicionamiento, una forma de contrarrestar los símbolos que apresan nuestra consciencia con otros que nosotros podríamos escoger y manipular. Y aunque en un primer paso lo plantea como una forma individual de percibir la realidad desde una perspectiva imposible para el pensamiento pragmático y reduccionista que parece haber colonizado todos los aspectos de nuestra vida, en un segundo movimiento podría ser algo generalizado. Por ello Promethea se cierra con una catarsis y un gran cambio a nivel colectivo, una de las principales constantes en la obra de este guionista. Ya sea a través de la destrucción de gran parte de Nueva York en Watchmen, la rebelión de las masas por incitación de V, el sacrificio final en From Hell o la batalla final en Miracleman… en casi todas las historias de Moore sobreviene un profundo aunque doloroso cambio de paradigma. En el caso de Promethea se trata del mismísimo apocalipsis el que llega para traer una nueva era donde lo material y lo inmaterial puedan convivir. 

Moore ha logrado por el momento introducir en la cultura popular una serie de conceptos y cuestionamientos que por sí mismos son perturbadores, más allá de una simple (aunque necesaria) crítica al burdo materialismo o la excesiva proliferación de la tecnología en el mundo contemporáneo (mientras tanto no parece olvidar también otras formas más concretas y tangibles de lucha, como su apoyo al movimiento Ocuppy London y otros frentes), Promethea escenifica (aunque de una manera muy peculiar) una exigencia presente en buena parte del pensamiento crítico y utópico de los últimos siglos: frente al desencantamiento del mundo llevado a cabo por el totalitarismo racionalista/patriarcal/capitalista, el ser humano debe rebelarse y oponer su reencantamiento. Habrá de verse si la Magia será o no una verdadera herramienta de liberación.

[1] Lo comenta el propio Moore en una entrevista incluida en Serpientes y Escaleras. Recerca/Aleta 2005.
[2] Filósofo e islamista francés especializado en el sufismo. Sobre lo imaginal ver por ejemplo su libro El Imán Oculto. Losada. 2005
[3] Un interesante biografía, que ni cae en el culto ni en la demonización, es Su Satánica Majestad, Aleister Crowley. Melusina. 2008
[4] Todas estas ideas de Crowley (y al fin y al cabo de Alan Moore) sobre el sexo, al menos en lo que suponen de liberación en las relaciones sexuales o en las convenciones sobre la noción de género, pueden ser equiparables a las que circularon en las décadas de los 60 y 70 durante eso que se vino a llamar la Revolución sexual, una amalgama de discursos y prácticas provenientes de Freud, Wilhem Reich, el surrealismo, el feminismo, Sade y todo un extenso repertorio de conceptos a medio camino entre el pensamiento libertino y libertario.
[5] Ver mucha información en http://es.wikipedia.org/wiki/Discordianismo
[6] Serpientes y Escaleras. Recerca/Aleta 2005.

Reseña de Antonio Ramírez

jueves, 14 de febrero de 2013

LAS AVENTURAS DEL CAPITAN TORREZNO - Santiago Valenzuela

Aunque la tendencia genérica de una buena parte de los lectores está asociada a la idea de entretenimiento, de buscar enminentemente en la lectura un pasarratos que nos mantenga en una especie de paréntesis que nos haga momentaneamente olvidar las cargas y penurias de la vida cotidiana, el placer que se obtiene de gastar córneas y meninges puede ir bastante más lejos que lo meramente sedativo. El arte entendido como ocio en estos términos es una merma considerable tanto de sus posibles funciones como limitación del alcance a que éste puede llegar. La fantasía en su trayecto comercial ha acabado practicamente por ser un género domesticado que se asocia o a la niñez o a la adolescencia. Una suerte de reducto en donde conformarse en la evasión a la manera de parche que evite mirar directamente lo real, estableciendo con ello una frontera algo soez y simplista entre lo real y lo imaginario. La aventura pasa a ser un camino que no deja huella, en donde cada paso se diluye en el siguiente y de resultados vacuos, un artificio a la manera de pirotecnia de fin de fiesta acentuándose en un juego de fuegos artificiales potenciando esto último en detrimento de lo primero. Lo fantástico es también un modo de quemar lo real en otra cosa, convertir en cenizas parte de los presupuestos previos, un ejercicio de crítica que permite ver lo vacuo como denso y lo denso como vacuo. Especular es tanto reflejar como diseccionar, descubrir en la totalidad bruta elementos que nos pasan desapercibidos por lo común, y con ello ser capaz de ver mecanismos aparentemente sólidos como lo que son: puro humo.

El tan cacareado "sentido de la maravilla" puede ser meramente un espectáculo entendido como puro ocio evanescente o bien un instrumento de no conformidad con lo que se consensúa como real. Esta función inquisitiva, o si se quiere hilar más fino, este órgano auditor no debe ser ignorado si lo que se busca es un enriquecimiento real.

Las aventuras del Capitán Torrezno derrocha "sentido de la maravilla" por sus cuatro costados. A pesar de que podemos hacer inventario de sus débitos, parentescos e influencias, con todo es una obra de una solidez casi inaudita. Capaz de aunar los más diversos elementos, muchos de ellos en apariencia contradictorios, en una obra firmemente cohesionada, en donde por separado todo funciona perfectamente engranado pero que en su gestalt engrandece el conjunto de manera magistral. Capaz de maravillarte desde esa parte de la niñez que el aficionado carga y al mismo tiempo encandilar al adulto calloso que ha crecido con los años. Una fantasía que lejos de solazarse en la negación de lo real convierte la sátira, la crítica, en un aspecto lúdico pero inquisitivo.

Como un torbellino brillante en su devenir, lo grotesco se da la mano de lo sublime, el sarcasmo de bar pasa a ser filosofía de calado, lo chusco aparece como elegante, y nada, repito, nada es discordante. Amalgama la tradición al más puro estilo Berlanga con la elegante mala leche de un Gulliver, Cerebus con Superlópez, lo épico con lo más cutre de lo mundano. No importa cuantos parecidos encuentres, que son muchísimos, desde la surrealista aparición de Dark Vather o Daredevil, la elegancia de Moebius con el llavero más casposo de la Virgen de Regla, la revista El Jueves y el Tardi más inspirado. Así un funcionario del ministerio más gris puede hacer de Yahvé, la Síndone un viejo DNI perdido o un billete de cien pesetas la más seria reliquia del Imperio.

Torrezno es un antihéroe de esos que uno ve de continuo en cualquier bar de barrio, un borrachín metido con calzador en una vorágine épica que por azar y desde el mayor de los desconocimientos sostiene una aventura grandilocuente y ambiciosa sin abandonar nunca lo cañí más prosaico y es capaz, a la vez, de alcanzar alturas y profundidad, epicidad y filosofía. Todo un universo complejo y vivo que cabe en el sótano aledaño al Bar Denver, en el que una bombilla, un viejo sofá o el más triste de los bonsáis pasa a ser escenario de una Guerra Santa sin que el conjunto peque de la menor falta de coherencia. En el que el Génesis te calza una sonrisa en la cara al mismo tiempo que te emociona.


La serie va progresivamente a más en todos los aspectos, el dibujo y la composición narrativa se hacen paulatinamente más complejos, la feroz crítica teológica con el chiste chusco y facilón conviven sin que el lector note la más mínima discordancia. Y todo ello con una engañosa facilidad que asombra. No son pocas las veces que alzas la mirada de las viñetas para preguntarte cómo es posible tal batiburrillo sin que la extrañeza se haga decepción, que de estos elementos tan distantes, tan contradictorios, surga un sentido de la maravilla tan profundamente satisfactorio.

Textos largos, diálogos brillantes, personajes maravillosamente perfilados con poquísimos elementos y que no quedan pobres, líneas argumentales solapadas con maestría, una ambientación espectacular, con edificios y ciudades detalladas hasta la obsesión, viñetas con perspectivas sublimes, en fin, todo un universo fantástico recreado con un mimo que apabulla, que por momentos recuerda a la mejor tradición del fantástico y al mismo tiempo no ha dejado de moverse un milímetro de lo más prosaico, de lo pequeño, lo mundano.

Creo que sin rubor puedo decir que es lo mejor que he leído en años, de esas lecturas que te apetece comentar extensamente a posteriori.

Reseña de Jose Luis Martinez

sábado, 12 de enero de 2013

OLVIDADO REY GUDÚ - Ana María Matute

Primera edición en castellano en 1996.
Editada por Espasa Narrativa.
869 páginas.
 
Sinopsis

En el remoto reino de Olar la joven reina Ardid prepara a su hijo para la venganza, consciente del dolor que ésta va a causarle. La infancia, el olvido, el amor y el desamor, la magia, las promesas y la crueldad del ser humano son los temas que recorre esta novela de Ana María Matute.

Comentario del libro

Olvidado rey Gudú es un libro de una belleza bastante singular y de naturaleza inclasificable, mezcla de cuento de hadas y novela de fantasía, parece dirigido a lectores de una edad difícil de establecer. Además, sus primeras setenta páginas resultan una lectura bastante enojosa, por la sucesión de personajes esbozados en una acumulación casi sin hilo conductor, sin embargo, esta escritura acelerada cambia radicalmente cuando aparece su protagonista y comienza verdaderamente la historia. En el extraño Olvidado rey Gudú se unen personajes infantiles de una inocencia abrumadora con unos adultos que espían sus movimientos sin comprender las risas, los juegos y la inconstancia de los niños, por eso su princesa no puede más que llamarse Tontina. Y para rematar el desconcierto, conforme avanza la obra, ésta se va sumergiendo poco a poco en la desolación de la vejez de unos personajes que han perdido todo en manos de un destino absurdo. 

Ana María Matute sigue la tradición de los cuentos de hadas con esa combinación de inocencia infantil y crueldad de los mayores, quienes arrojan a los niños a la edad adulta a través del desprecio, la falta de amor o el olvido. Parecería que el ser humano cae consciente o inconscientemente en esta forma de actuar, introduciendo así el mal en el mundo, sembrando el dolor en los seres más inocentes, es decir, en los niños y los amantes. 

De este modo, Matute nos presenta un universo en el que las personas, a pesar de compartir las pasiones (el amor o la sed de aventuras), acaban dividiéndose en la clásica distinción entre malos y buenos, tal y como los niños comprenden el mundo que les rodea. Los malos, con una oscuridad innata que anida en ellos, que repele y exhala daño, están movidos por fuerzas incomprensibles que les llenan de pena, que les provoca la frustración por la que son tan ruines. Como el pequeño Gudulín, ese príncipe borracho, torpe, pálido y desmañado que se recrea en el descuartizamiento de pequeños animales y en la tortura de la única criatura que le quiere, el Trasgo. Unos malos que son imbéciles, desvalidos e incapaces de superar sus taras. 

Mientras que al otro lado se encuentran las víctimas de los brutales ataques, los inocentes que no saben protegerse, que no pueden hacer otra cosa que sucumbir en ese afán de preservar su propia bondad y ante la ausencia de alguien que les proteja. La impunidad rodea al mal, aunque de vez en cuando alguien es castigado, justo a tiempo de permitirnos creer en la necesidad de la justicia. 



Solo la reina Ardid trata de escapar a esta dualidad estancada e intenta superar el dolor sufrido a través de una trama de venganza en la cual sabe que conseguirá que caiga su odiado rey, pero también ella misma, pues el mal no se siembra impunemente. El conjuro que pone en marcha Ardid es aquel imposible de cumplir, el que se romperá de la manera más dolorosa e inevitable. Y ella misma acabará por darse cuenta de su fracaso y su incapacidad maternal para salvar a los suyos. 

Mientras tanto, Matute presenta, de manera constante y desde diferentes enfoques, esas dos pasiones que son el amor y la atracción por lo desconocido. Los bárbaros con su fuerza indomable, su voluntad inquebrantable y su belleza son la fuerza atractora para los reyes conquistadores. El misterio que rodea a las mujeres bárbaras y su indocilidad sexual es la razón última que empuja a la guerra más sanguinaria y estúpida. En este universo opresivo, el fabuloso dragón aparece prometido y nunca visto en el temblor de la tierra, en la fuerza de los hombres y en la sangre derramada. Por otro lado, el amor es tanto momento de tránsito a la edad adulta, de pasión platónica con esa predestinación mágica que reúne a los amantes, como en la historia de Tontina y Predilecto. Y, sin embargo, en la perspectiva contrapuesta, Matute coloca el placer sexual más hedonista, ese que ciega a Ardid en la isla de la reina Leonia, cuyo trasgresor placer la provoca el olvido del verdadero amor que aguarda su vuelta. En este sentido, la obra resulta innecesariamente moralista, pues el sexo acaba convirtiéndose en otra de las formas de hacer daño, un modo inconsciente, quizá difícil de evitar, pues viene disfrazado de goce. 

El reino húmedo, oscuro, pobre y triste de Olar bien podría haber sido una metáfora de la España de posguerra que tanto ha retratado Matute y en este caso a nadie le extraña la necesidad de que dicha historia sea barrida por el olvido sin dejar rastro. Es difícil abandonar Olar, su tristeza y el declive de sus protagonistas acaban por dejar un gustoso regusto amargo en la memoria.

Reseña de María Santana