sábado, 16 de marzo de 2013

LA ESQUINA - David Simon y Ed Burns

Primera edición en inglés en 1997.
Editada en castellano por Principal de los libros en 2011.

681 páginas. 

Sinopsis.

David Simon y Ed Burns exploran, durante un año, la cara oculta de la polis norteamericana (violencia congénita, rechazo social, falta de educación y oportunidades, drogadicción…) a través de los avatares de la familia McCullough (padre, madre e hijos). Sus penurias, sus alegrías, su caída, su espíritu de superación y lucha, retratan fielmente el espíritu contradictorio de la condición humana, campo de batalla perenne entre la realidad y el deseo.

Comentario del libro.


“En cuanto a los inspectores, la mayoría aceptó que 'La esquina' era una historia legítima, narrada con ecuanimidad”. […] “Pero otros policías consideraban que el segundo libro era algo parecido a una traición: era una historia que no estaba escrita desde el punto de vista de los incólumes oficiales de Baltimore, sino que daba voz a los perseguidos”.

David Simon.
  
         Vidas cruzadas entre ficción y realidad: por un lado, David Simon descontento en su fuero interno con el resultado final de Homicidio. Lo que concibió como una crónica que revelase el lado más “humano” (para bien o para mal) del cuerpo de policía de Baltimore, se ha convertido en una exitosa (más a nivel de crítica que de público) teleserie. A Simon este hecho no le desagrada. Pero no le llena su rol: simplemente es el autor del libro a quien se le compró los derechos, a quien por cortesía se le invita a escribir algunos episodios[1]; alguien que, a pesar de tener una dilatada carrera periodística, no deja de ser un novato todavía en las artes del guión televisivo y a quien, por lo tanto, no se le permite aportar nada en la producción final. Así, impotente, asiste al paulatino abandono de la crítica social que envolvía su provocativa narrativa. Como muestra un botón: el poder establecido no debe estar muy preocupado cuando conceden, a los actores principales, el título de baltimorenses de adopción[2] o cuando el acalde de Baltimore y el gobernador de Maryland hacen sus cameos. La ficción ha fagocitado el análisis de lo real; lo ha asimilado, como una especie de crítica constructiva, dentro del sistema. En definitiva, en esta etapa, Simon se encuentra en una encrucijada vital: o convertirse en un autor transigente y conformista, o continuar con su compromiso con la verdad por mucho que esta duela.

Por otro, Ed Burns, el ex soldado en Vietnam, el ex inspector de homicidios (coincidió con Simon), que acaba convertido en profesor de matemáticas en un barrio de bajo postín, por decirlo suavemente. ¿El motivo? Más que un carácter polifacético, hablamos de alguien con un profundo sentido del deber en la máxima expresión del término. Hacía falta gente comprometida ante los escasos medios de los servicios educativos, y Burns se presenta a pesar de tener una mínima preparación docente. Alumnos conflictivos por los que nadie vela, a quienes nadie quiere. Como él mismo explica, la tensión psicológica es similar a la que vivió en combate[3]. Disciplina, enseñar respeto al prójimo y a uno mismo, amén de comprensión y cariño. Son los ideales pedagógicos (sentido común ante todo) de un torpe (o mejor dicho primerizo) profesor de matemáticas Burns de quien sus alumnos más de una vez se ríen, se burlan, se jactan; a quien más de una vez le hacen perder los estribos, los papeles y las programaciones; quien se mantiene firme e impertérrito hasta que logra con el tiempo su confianza. Impresiones que posteriormente se traducirán en las experiencias del ex agente Pryzbylewski en la excelsa cuarta temporada de The Wire, donde se analizan las causas y consecuencias del desastroso programa educativo estadounidense más preocupado en las estadísticas de los exámenes de reválida de cada etapa, que en la propia educación de cada alumno[4].

Al igual que su personaje, Burns comprende lamentablemente que luchar cada año contra un modelo escolar que devora, como Cronos, a sus alumnos; contra las ansias de autodestrucción de estos mismos en la jungla de viales y asfalto; contra el desencanto generalizado de la comunidad escolar y su escasa fe en el futuro, es entrar en un berenjenal de batallas sin provecho y sentido. Energías malgastadas en múltiples caminos sin retorno. Energías que debe concentrar en un esfuerzo común y concreto. Porque si bien antes resolvía asesinatos, ahora trabaja con las causas directas y su esfuerzo siempre será insuficiente. La realidad es superior a sus fuerzas. Por eso, si quiere hacerla más asequible, para abordarla con convicción, deberá destilarla a través del filtro de la ficción, el único medio capaz de aunar contenido crítico, con la capacidad para soñar despierto en la bendita utopía.

Pero, ¿cómo y cuándo confluyen los, aparentemente, opuestos caminos de nuestros autores? Hagamos un poco más de intrahistoria. Es 1992: el tráfico de drogas en Baltimore se duplica cada año; las cifras de muertes por sobredosis o como consecuencia directa del tráfico de drogas, se disparan; el deterioro del entorno social cada vez es más dantesco… No es algo nuevo. El modelo de ciudad industrial estadounidense de los años cincuenta, ha dejado de ser próspero por las continuas fluctuaciones del mercado. Los barrios se empobrecen paulatinamente. Los obreros y sus hijos sufren las consecuencias del paro. La impotencia crecerá a ritmos insospechados. Más de uno, necesitará evadirse de su propia podredumbre… Otros, por el contrario, serán más listos: harán dinero fácil a costa de esos otros. Y como nadie sabrá poner freno a la situación, los barrios darán paso al gueto con la marcha de la escasa clase media que les quedaba. A esto le sumamos peores servicios sociales, promesas políticas incumplidas día sí y día también, sentimientos generalizados de ser ciudadanos de segunda…

Fruto de este caos primigenio, surgirá un nuevo mundo: la esquina. Entendidas como territorios para bandas, en ellas se comercializarán todo tipo de sustancias. Supermercados de la droga abiertos 24 horas. Marginalidad a la vista como mercado o escaparate, y que seguirá protocolos bien establecidos, rutinarios, para no ser descubierta ni condenada: el correo (habitualmente niños en edad escolar) a quien los clientes harán su “pedido” y entregarán su dinero; este lo llevará a la mano derecha quien dará el visto bueno a la operación y les señalará el rincón oscuro donde otro “encargado” les dará su material. American way of life: el trabajo en cadena. Nada se deja al azar. Se cuidan los detalles: se tienen a mano cantidades pequeñas del producto en cuestión (al que, atendiendo a la moda, se le dará nombres llamativos) para deshacerse lo más rápidamente del mismo o evitar un molesto arresto; el jefe o encargado de la siempre al margen, sentado en la sombra, observando detenidamente la fluctuación de compre y venta del mercado.

Pero no es esta agresiva campaña de mercadotecnia lo más representativo. La esquina es también lugar de peregrinaje, cruce de caminos sagrado, de paso y encuentro. A lo largo y ancho, como auténticos muertos vivientes, deambulan un sinfín de tipos humanos en busca de su santo grial. Un microuniverso de la aguja y el vial, donde el dolor y el vacío interior condicionan, como un martirio, la existencia de sus habitantes. Su única motivación es sobrevivir, proceso que se traduce en obtener cada día el dinero tan necesario para su pedazo de felicidad en la tierra. No importa el medio, aunque, como nos relata el libro, la gran mayoría se decanta por pequeños trabajos como la venta de chatarra o el sableo a los familiares de turno.

Lejos quedan los niños jugando alegremente en la calle, los rellanos de las puertas como punto de reunión, la camadería entre vecinos con fresco sabor a Coca Cola (evitemos chistes fáciles)… La esquina, revela el verdadero rostro de una Norteamérica desquiciada y perdida, construida para el beneficio de unos pocos poderosos donde la moral es relevada por el espíritu de supervivencia. El capitalismo, como vemos, no se ocupa del bienestar de sus ciudadanos si no de generar mercados incluso entre la miseria. ¿Cómo no pensar entonces que es un verdadero símbolo de nuestro tiempo? En cualquier caso, es hacia aquí a donde Simon y Burns, respectivamente, encaminarán sus pasos: hacia este paraíso perdido.

A la vista del panorama, ambos estaban más que condenados a encontrarse: Simon sabe que necesita reconducir su crítica hacia un punto de la realidad que no pueda asimilarse tan cómodamente y que muestre el deterioro del modelo social norteamericano. No es de extrañar que habiendo sido reportero de sucesos, habiendo participado como ayudante invitado de homicidios, pensara que la respuesta se hallase en los intricados vericuetos del submundo de las drogas origen de tantas víctimas inocentes o no culpables. Pero su visión en este inicio es sesgada, quizás hasta poco parcial: los yonquis son gente que se ha buscado sus problemas. Necesita conocerla en profundidad para analizarla y desentrañar la madeja. Necesita la esquina.

Burns, por el contrario, ya conoce de primera mano (de la mano de sus alumnos) esta cruda realidad. A cuantas familias no habrá visto destrozadas por su peligroso influjo, a cuantos alumnos no habrá visto echar por tierra su futuro… Y todo ha empezado en el mismo punto, ha tenido el mismo origen… Por eso, hacer un estudio en crudo no conduciría a nada. Unos simples legajos de papeles bienintencionadamentepedagógicos más. No. Necesita algo que remueva las conciencias y sea atractivo, un vehículo, ya hablamos que en este caso literario, que al mismo tiempo que facilite la expresión de su opinión personal, se apoye en una narración interesante de hechos. No es una tarea cómoda. Ante todo debe hacer valer un requisito para lograr esta total identificación con el lector: sustentar la ficción sobre los cimientos de la realidad más firmes que pueda. Y esto conlleva que necesite conocer de primera mano los miedos, temores, alegrías y deseos que subyacen en estas almas lastradas.

Un interés común, un mismo objetivo crítico… Da igual de quién partiera la idea de hacer una obra conjunta. El caso es que sus visiones se completaban y podían formar un caleidoscopio perfecto desde el que observar de forma ordenada las entremezcladas capas de la realidad. Sólo necesitaban tiempo material para volcarse de lleno en este complicado y arduo proyecto. Pero el que busca, halla… Burns deja la enseñanza y Simon pedirá un nuevo permiso en el Baltimore Sun que se prolongará durante tres años de septiembre de 1992 hasta finales del 95 (eso sí, los hechos relatados en la obra únicamente engloban a 1993; durante los dos restantes escriben la obra, le dan cuerpo, y contrastan datos). El equipo está conformado. Al igual que su método de trabajo: “nuestra metodología era bastante simple y podía describirse como periodismo de 'estar por ahí y observar'. Íbamos al barrio cada día con nuestras libretas y seguíamos a la gente”[5].

En este sentido cobra especial importancia el modelo textual: la crónica  periodística. Son varias las razones: ya la empleó exitosamente Simon en Homicidio; permite aunar una representación fidedigna del entorno, con una pulcra expresión (sin dejar de ser certera) más propia de lo literario. Hablamos de personas no de personajes. Personas con quienes se quiere compartir, minuto a minuto, sus vivencias. Sin ningún tipo de tapujo, ni de freno. Sin ninguna pretensión de juzgarlas. Sólo mostrarlas abiertamente, sin miedo. Para ello, la obra oscilará alrededor de secuencias escénicas.

Con las mismas, nuestros autores, recogerán de forma documental, aquellos momentos que estimen más representativos. Tarea nada fácil dado que “siendo como somos algo pálidos, nos plantamos en la calle Fayette, y al principio los habituales de la esquina pensaron que éramos policías, o informantes. Lo que es peor, algunos de los mayores recordaban a Ed [Burns] de su época de patrullero y detective en el Departamento de Policía de Baltimore, lo que concedió credibilidad al rumor de que éramos chivatos o policías de la secreta o algo peor”. De este modo, deben guardar distancias desde un principio, con las “fuerzas del orden y la ley”. Los antiguos compañeros de profesión, los conocidos de la brigada que le acogieron (para bien o para mal) como a uno más, no entienden en un principio el posicionamiento de los autores. Ni siquiera devuelven el saludo. Un contacto con los elementos discordantes puede condicionar, lógicamente, la reacción de sus confidentes. Ahora, no es que estén del otro lado. No están en ninguna parte. Fijan su mirada y se abstienen de opinar o de participar.

  Cada día, durante tres años, acuden a la esquina de Fayette con Monroe, el centro neurálgico elegido, y tratan de ganarse la confianza de esos “habituales”. Charlar informalmente, contar chistecitos subido de tono, repartir ejemplares de tu anterior trabajo, invitar a unos helados en verano… Al grano: se va sin miedo y se muestra uno abierto y complaciente. Eso explica que tardaran tan poco en convertirse en rostros comunes. Los escritores que estaban interesados y pendiente de todo y de todos. Pero que no molestaban. Iban de buen rollo. Con sus cuadernos de notas –como ya hemos señalado- y sus bolis a cuestas, actuando, como modernos Sanchos, ante sus mil y un Quijotes de papelina. Escuchan, atienden, como si no estuvieran allí (algo imposible), y transcriben los datos de la manera más fidedigna ya sea encima del capó de un coche, en una cafetería, sobre la espalda del compañero, o donde pillen. El mecanismo: como no quieren que sus libretas corten la forma de ser de nadie, las llevan escondidas en los bolsillos o en el coche o donde puedan. Si algo ocurría “nos alejábamos un momento y tomábamos notas de los detalles”. Quizás no sea el método más válido, pero como ellos mismos advierten: “los periodistas sabrán que éste no es el mejor método ni tampoco el más fácil para registrar los hechos, pero también saben que empuñar una libreta en mitad de una situación ilegal a buen seguro va a alterar o a detener el ritmo de los acontecimientos. Para este libro, el único camino posible era el más difícil”.  Sin quitar ni poner ni una coma. En estas escenas, recogen sus historias, escuchan sus “batallitas”, apuntan sus impresiones más íntimas y personales. Se convierten en sus confidentes: un hombro amigo sobre el que llorar, alguien con quien enfurecerse y encararse. Para muchos es la primera vez que alguien muestra cierto interés por su vida. Suena triste.

Al estar presentes como uno más, la gran mayoría de los acontecimientos relatados fueron presenciados por ambos autores. Pero en los pocos casos en los que no, el testimonio, la entrevista directa al sujeto implicado, se convierte en el eje central. Con el tiempo, la red de informantes, en este cerrado mundo, les advertía casi al instante, y desde distintas perspectivas, de los sucesos principales.  A ellos entonces sólo les quedaba “la tarea de separar el grano de la paja, un proceso esencial en cualquier tipo de periodismo”. El único peligro es que el protagonista quiera adornar los hechos de más, los suavice mejorando su posición o los tergiverse en pos de una mentira redentora. No importa. Algo que encumbra a esta obra es su largo proceso de investigación: tres años. En los casos dudosos, los autores dejan pasar el tiempo y éste siempre revela la verdad, la saca a la luz. Las cosas caen por su propio peso. Su responsabilidad como investigadores de lo cotidiano es poner en entredicho todo aquello que no sea observado, conocido y experimentado de primera mano. Y cumplen con su rol a la perfección. El alto grado de compromiso con su planteamiento periodístico es inapelable. A rajatabla. Cualquier “fantasía” perniciosa o espontánea, cae en el olvido.

 Sin embargo, es este mismo afán de objetividad, quien contamina su planteamiento inicial, aquel que les sirvió para alejarse de periodistas y policías. Simon y Burns son incapaces de evitar confraternizar con los sujetos de su estudio. Día tras día, durante tres años, viéndoles salir del hoyo (o intentarlo) o caer aún más profundo, les lleva a crear una línea de afecto que, en muchos casos, acaba en amistad. Como mínimo, respeto y consideración. Entienden que son personas que han sufrido en el alma, los males de una sociedad descuidada, los efectos de familias desestructuradas, la falta de habilidades sociales en un ambiente hostil. No caen en ningún tipo de mitificación pero tratan de entender el dolor que les causa su adicción, evitando justificaciones baratas: “llegamos a este proyecto como periodistas, pero con el tiempo nos descubrimos preocupándonos por nuestros personajes más de lo que habríamos esperado”. […] “Esa posición imparcial queda muy bien sobre el papel, hasta que un día el periodista se enfrenta a un individuo tan enfermo y cansado que se desmorona ante él y pide, llorando abiertamente, que alguien lo lleve a la clínica. O hasta el día en que ese mismo periodista se lleva a un drogata lejos de la esquina para hacerle una entrevista de dos horas y este se pone enfermo a causa del mono. Si el adicto hubiera estado en su entorno, para entonces ya habría conseguido el dinero para la dosis”. La mirada de nuestros periodistas se ha humanizado con su contacto. Empatizan. Les ven, con todos sus defectos, como luchadores que tratan de abrirse paso en la vida a pesar de las manifiestas dificultades a las que tienen que hacer frente. Y unos saldrán vencedores de esta batalla por su vida, mientras que otros renquearán en la cuerda floja.

Especial predilección sienten por los verdaderos protagonistas de esta obra, la familia McCullough. La acción gira en torno a las vicisitudes de cada uno de sus miembros. Gary el cabeza de familia, divorciado, despreocupado de los suyos, quien de empresario prometedor pasa, en una vertiginosa espiral autodestructiva, a simple adicto que únicamente vive para conseguir los chutes necesarios para el día a día. Fran, la ama de la casa, divorciada de Gary, mantiene a sus dos hijos (sólo el mayor es de Gary) con lo que puede, más pendiente de su chute y de una buena fiesta. Vive en un bloque de pisos de ayuda asistencial con la mayoría de sus hermanos (adictos al igual que ella) y los hijos de estos. DeAndre, el primogénito, agotado de la guerra fría que sostienen entre sí sus padres, más preocupado por conseguir las Nike último modelo que de su futuro, es un chico inteligente que a punto de arrojar la toalla en la escuela para dedicarse a tiempo completo al trapicheo. Él es quien realmente trae dinero a casa de Fran, quien a veces se apiada de su viejo y le pasa un chute gratis.

Estamos ante una familia desestructurada en la que cada uno va a su aire. Y lo mismo que no hacen nada por remediarlo (a pesar de quererse, a su forma), tampoco lo ocultan. Se prestan al estudio, al seguimiento documental. No esconden nada en su interior. No tratan de ofrecernos un rostro de pega. Se presentan como los seres representativos de un modelo social, como los embajadores de un régimen dictatorial que exige parca obediencia. Así, serán analizados atendiendo a una estética y línea naturalista. Se nos revelan sus errores (DeAndre como padre adolescente), sus temores (Fran, está a punto de echar por tierra su recuperación por culpa de un amante que trata de arrastrarla consigo al fondo), sus dudas (Gary querría pasar desapercibido, que todos se olvidaran de él; su técnica del avestruz nunca funciona). Hay momentos de alegría manifiesta (Fran y su nieto), de superación personal (DeAndre se atreve a participar en un concurso de oratoria representando a su instituto), de lucha interior (Gary encuentra la forma de aunar un sentimiento de paz y su chute diario, adornado con filosofía de todo tipo).

Pero es la esquina quien amamanta a sus vástagos y cortar sus lazos es imposible: Fran peleará lo indecible por entrar en un programa de desintoxicación de la ciudad pero descubre que lo peor es hacer frente día a día a la tentación para no sucumbir. Gary se deja llevar, pasa de todo, no tiene la suficiente autoestima para dar un paso adelante. DeAndre y sus amigos, caerán finalmente en el consumo diario; comienzan sus idas y venidas de prisión. Siempre les va a vencer. Como a tantos otros antes –el gordo Curt o R.C., por ejemplo-, como tantos otros lo seguirán haciendo después. Es una batalla perdida.       

De todos modos, ninguno de nuestros autores quiere entrar en una moralina fácil, estilo melodrama televisivo barato. Uno de los elementos que ensalzan esta obra es su capacidad para desahogarse, de complementar su visión realista de las escenas, con momentos de lucidez reflexiva en los que se detiene la acción y se trata de aportar respuestas a las situaciones mostradas. Gracias al carácter dual de la crónica, los autores pueden exponer su opinión con respecto a ella. Pero no lo harán de una forma meramente subjetiva. Tratan de buscar, ante todo, un patrón que explique las devastadoras consecuencias del presente. En estos pequeños ensayos se acentúa el espíritu crítico y contestatario del libro. Ante todo no se presenta una actitud timorata ante las drogas. Como ya señalamos anteriormente, los autores manifiestan que la misma no es más que otra consecuencia directa del deshumanizado planteamiento capitalista que asola el alma de los Estados Unidos. Las ciudades que dejan de ser rentables, son abandonadas a su suerte. Las faltas de recursos sociales y educativos no hacen más que potenciar un nuevo negocio seguro: el tráfico de drogas.   

Otro de los factores que relacionan con este generalizado despropósito, es la figura del drogadicto. El mismo ha sido presentado siempre por los sectores de poder establecido, o bien como el enemigo a batir por el honrado ciudadano de a pie (el horrible monstruo que ha provocado el caos y la caída de la prospera sociedad de antaño; quien ha creado la pobreza, los robos y la incultura), o bien se lleva al paroxismo la imagen del ser débil, mediocre y lamentable, capaz de engañar a los suyos en pos del chute diario. Un hijo, un hermano, un amante drogadicto, la peor de las desgracias. Que no me pase a mí. Un mal al que se culpabiliza a la familia (no al entorno social) con un vedado retintín al estilo algo habrán hecho.

Simon y Burns rompen con estas imposiciones y adoctrinamientos maniqueos. La guerra contra las drogas se convierte así en un arma de doble filo que más que procurar la detención y condena de los auténticos culpables, se orienta a la persecución de ciudadanos que han tenido la mala suerte de errar en sus vidas. La solución al tráfico, es congestionar las cárceles. El aumento de detenciones de drogadictos sumidos en delitos de poca monta, no son más que lavados de cara estadísticos para limpiar, por encima, las conciencias de los cuatro poderosos de turno (que seguramente serán consumidores de mayor diseño; para vicios los colores). El problema continuara latente hasta que no se busquen soluciones desde un primer momento. Han de atajarse las causas, no las consecuencias: “que algunos de los que viven persiguiendo el próximo chute de heroína son auténticamente peligrosos está más allá de toda disputa; la primera ola de la epidemia nacional de drogas contribuyó a engordar las estadísticas de criminalidad a finales de los setenta y principios de los ochenta”. […] “Más que dirigirse a los verdaderamente peligrosos, más que concentrarse en los asesinatos, los tiroteos, los atracos a mano armada, los robos, hemos decidido dar rienda suelta a todas nuestras furias. Más que aceptar la decisión personal de consumir drogas como un hecho –y buscar una solución al estilo de la bolsa de papel para la cada vez mayor cantidad de gente que hay en la esquina-, hemos intentado vivir con arrestos en masa”. […] “hemos perdido la posibilidad de cambiar la cultura de las drogas, de modificar la conducta de aquellos que persiguen una dosis, de podar los actos más violentos del esquema mental de la esquina, de atraer a aquellos que puede que hubieran estado dispuestos a escuchar ideas como comunidad, tratamiento y redención”.

Un símbolo es ofrecido como una vía de solución: la manida bolsa de papel. No es un chiste. Ésta, ha sido un recurso fácil y acertado para “evitar” el alcoholismo en la calle. No se puede (al menos, de momento) impedir que nadie ejerza su derecho a emborracharse pero está prohibido hacerlo en la vía pública. Y no son pocos los que lo hacen. Los que se reúnen con los amigos y se toman una cerveza fría, o no pueden esperar a llegar a casa, o… lo que sea. Está prohibido, pues más llama la atención y el riesgo, como el mayor de los deseos que es a veces, alentaba al consumo. En un primer momento, aumentarían los arrestos considerablemente. Pero congestionar los calabozos, un día tras otro, con este tipo de delitos menores, era una pésima política de gestión de recursos. El policía de a pie, perdía el tiempo con el borrachuzo de turno. Y la cosa iría en aumento, todos ofuscados, hasta que a algún lumbreras se le ocurrió esconder su botella de alcohol en la típica bolsa de papel de supermercado y voilá! problema resuelto. Se mira un poco a un lado. Todos ganan y pierden: unos beben pero saben que pueden ser detenidos si se pasan de la raya; otros, tienen las calles más calmadas aunque se hayan visto obligados a ceder en su exceso de celo por el cumplimiento de la ley.

Simon y Burns asumen las limitaciones de dicho planteamiento en relación al mundo de la droga: “Pero sin equivalente a la bolsa de papel en la guerra contra la droga no puede establecerse un equilibrio en las esquinas, no se puede establecer un acomodo entre la subcultura de la droga y aquellos encargados de vigilarla, no se puede relativizar la contemplación de pecados y vicios. Sin la bolsa de papel, la animosidad y, en último término, la violencia son las únicas posibilidades de comunicación entre la policía y los vigilados, porque no hay proporción ni propósito posible para la diplomacia cuando la guerra es una guerra total”. […] “Pero podríamos habernos salvado de los costes psíquicos de ese conflicto –el total alejamiento de la clase más baja de su gobierno, el matrimonio de esa alienación con un despiadado motor económico y, finalmente, el nacimiento de una filosofía sin ley tan horrible y árida como era de esperar puesto que es hija del odio y la desesperación- si hubiéramos abrazado el sentido común que representa la bolsa de papel”[6].

Habrá que esperar unos años más para llevar a cabo la realización metafórica de dicho planteamiento. No será hasta la tercera temporada de The Wire, a través de un profundo discurso dirigido a su ayudante de la comisaría oeste, en el que el comandante “Bunny” Colvin reflexiona en alto con la posibilidad de establecer una zona libre de intervención policial que se establecería como lugar único todo el tráfico de droga de la zona. El tráfico menor de las esquinas quedaría desterrado, desaparecería. Las esquinas recuperarían su antiguo esplendor, serían de nuevo un punto de encuentro pero esta vez entre vecinos. Mientras, en una serie de bloques abandonados, elegidos ex profeso por el comandante, se crearía esa zona cero de exclusión, Hamsterdam (es evidente el juego de palabras: la meca del consumidor) como popularizaran sus parroquianos. En esta zona, acordonada por la policía, estará todo permitido (salvo delitos de sangre, agresiones y venta a menores) tanto la venta como el consumo libre por igual. La esquina alcanza así una dimensión como espacio propio y reconocible, adquiere su reconocimiento como entidad propia.

Asistimos por tanto, a la creación de un arduo escenario por el que pasa y desfila la comedia humana, en el sentido más estricto del término. Al igual que con Balzac, creador del término, estamos ante un arduo proyecto narrativo. La influencia de La esquina no sólo se extenderá a la de las páginas que componen este libro. En primer lugar, Simon junto a su amigo David Mills, desarrollarán el planteamiento de la miniserie de seis episodios The Corner. La misma, dirigida por Charles S. Dutton, se presenta como una fiel adaptación del libro. El control de Simon es, esta vez, absoluto. Se trata de un planteamiento personal en el que reproducirá con exactitud dicho ambiente. Esta vez, no se mostrará un producto descafeinado. Las imágenes serán hirientes si es necesario. Para suavizar la carga crítica, empleará actores profesionales para los papeles de sus protagonistas. Como curiosidad, advertir que ni Burns ni él asumen en la pequeña pantalla su papel. Al contrario, son sustituidos por la figura de un director de documentales quien desde el primer episodio nos comunica la intención realista de la obra. La cámara subjetiva del autor acompaña a nuestros personajes en su deambular por las inhóspitas calles de Baltimore.

El escenario para la futura creación de Simon y Burns, The Wire, está ya conformado. Será el lugar omnipresente que aúne las distintas visiones críticas de la ciudad de Baltimore: el campo de batalla para la guerra de la droga (temporada 1), el modelo a aplicar en el puerto (temporada 2), el arma de doble filo en la pelea política (temporada 3), la única escuela para muchos críos (temporada 4), el tema predilecto del periodismo sensacionalista (temporada 5). En torno a ella, girará una acción que, con el tinte policiaco de trasfondo, se ocupa ante todo del crecimiento moral o la caída en los infiernos de unos personajes orgullosos de sus raíces. Personajes como Bubbles (una especie de pícaro incapaz de hacer daño a una mosca; el alma más noble, únicamente confundida por tanta adversidad), Omar (la justicia callejera: un asesino que roba a traficantes), Stringer Bell (el cerebro del mundo de los negocios en las calles; alguien de los bajos fondos puede ser un auténtico hombre de negocios), de un lado, o, McNulty (la incapacidad para hallar un lugar propio en este mundo atroz), Moreland (un hombre hecho a sí mismo, recto bajo su peculiar mirada), Carver (consigue aprender que existe una delgada línea entre el mal y el bien), de otro, nos muestran a sus herederos directos. Gentes que se dejan el corazón a cada paso, que muestran todas sus facetas –sentido y sensibilidad- a flor de piel. La esquina, en definitiva, es ese rincón oscuro de nuestra alma que revela nuestros miedos más profundos, aquellos que de ser superados, nos ayudan a crecer, a superarnos a nosotros mismos.


Reseña por Javier Mora Bordel.





[1] En el capítulo Post Mortem de Homicidio escribe Simon: “Y luego, ese guión, que escribí a cuatro manos con David Mills, les pareció tan terriblemente oscuro y desesperanzador a los ejecutivos de la NBC que no permitieron que se rodara durante la primera temporada de la serie. Sólo un año después, durante los cuatro episodios de la segunda temporada, rodaron el episodio”. Dicho episodio, fruto de un primerizo, gano el Writer´s Guild of American.

[2] “o baltimbéciles, como algunos de nosotros los llamamos”, también en Post Mortem.

[3] Psychologically, he compared the experience of teaching to the Vietnam War. He found the experience profoundly challenging because of the emotional damage that the vast majority of his students had already experienced before reaching the classroom. He saw his primary role as instilling caring behavior in his pupils” Ed Burns en Wikipedia.

[4] ¿Adivinan que país del sur de Europa quiere copiar este modelo comprobado de fracaso académico? ¡Bingo! Spain isn´t different!

[5] Salvo caso contrario, esta y el resto de notas pertenecen al epílogo elaborado por los autores en la primera edición de La esquina.


[6] Extractos de la escena 3 del capítulo Invierno.

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