jueves, 31 de enero de 2013

HOMICIDIO. (UN AÑO EN LAS CALLES DE LA MUERTE) - David Simon


Primera edición en inglés en 1991 por Houghton Mifflin.
Editada en castellano por Principal de los libros en 2010.

699 páginas.

Sinopsis. 

David Simon convive durante un año, 1988, con los detectives de la unidad de homicidios de Baltimore. Fruto de sus impresiones, de su aprendizaje sin trabas de los métodos policiales, surge esta visión descarnada y naturalista de la figura clásica del detective norteamericano. 

Comentario del libro. 

Homicido, responde al firme propósito de ser una elaborada crónica periodística de la violencia implícita en el estilo de vida norteamericano. Y no nos encontramos ante el típico devaneo de periodista progre con ínfulas de Norman Mailer. Su propósito crítico es absolutamente coherente e intachable tanto en su concepción como en su forma. Y así lo atestigua el paso del tiempo. No sólo porque esta denuncia siga teniendo vigencia. Ante todo nos encontramos con la primera piedra de un vasto proyecto multidisciplinar (que va de la mera crónica al medio televisivo) que ha tratado de ofrecer todos los puntos de vista (igualmente válidos) de esta degradación y que en su búsqueda constante de la verdad (o de una simple explicación) ha llegado a transcender fronteras: las del mero escenario, Baltimore; la del grupo objeto de estudio y observación, el cuerpo de homicidios de la misma ciudad; y la más importante, la existente entre realidad y ficción.

Tan arduo proceso de aprendizaje nace como una imperiosa necesidad. En 1987 la carrera de David Simon básicamente giraba en torno a la sección de sucesos del Baltimore Sun. Pero problemas con unos nuevos dueños que abogan más por recortes sindicales que por el interés editorial y el hastío de un trabajo hecho mecánico y repetitivo (sorprendentemente en una de las ciudades con mayor índice de asesinatos), le llevan a tomar una determinación radical: solicitar un año de excedencia y, al mismo tiempo, su ingreso como observador civil (“policía becario” era el título oficial) dentro del cuerpo de homicidios de la policía de la capital de Maryland. Algo bastante inusual como relata el mismo autor: “Hasta el día de hoy, aún no sé por qué tomé esa decisión (1). El capitán responsable de la unidad de homicidios se oponía a la idea, y también el comisionado adjunto, el número dos del departamento. Y una breve encuesta entre los inspectores reveló rápidamente que pensaban que era una idea horrible dejar que un periodista husmeara en la unidad. Para mi inmensa suerte, un departamento de policía es una organización paramilitar con una rígida cadena de mando. No es, de ninguna manera, una democracia”. Únicamente debía cumplir con unas sencillas reglas: Simon acompañaría a los distintos equipos de detectives (2) para recabar información de primera mano, si bien, no podría hacer uso de la misma de cara al periódico. Sólo con destino a un libro que, en forma de manuscrito, debía ser revisado por la división jurídica, simplemente para asegurarse de que no se revelaran datos esenciales en los casos pendientes de juicio. 

Y el material resultante sería polémico o, como mínimo, revelador. Simon de “un mueble más de la unidad” durante sus primeros días, pasa a convertirse en un elemento recurrente. Un observador silencioso pero preciso y consciente que registra, procesa, trata de descifrar la complejidad de un universo caótico. Una mirada que obviamente, tras un año de contacto directo y camaradería, no puede ser objetiva: “y compartí con los inspectores un año entero de comida rápida, discusiones de bar y humor de comisaría: incluso para un observador entrenado resultó difícil mantener la distancia”; pero sí, desmitificadora: “no estaba frente a asesinatos que cambiaran el curso de la actualidad política. Ni tampoco eran carne de obras teatrales perfectamente montadas que rezumaran moralidad. En verano, cuando el número de víctimas subió tanto como la temperatura de Baltimore, comprendí que estaba en realidad en una fábrica. Era investigación criminal en cadena, un sector en creciente expansión para el cinturón industrial de una América que había dejado de fabricarlo prácticamente todo, excepto corazones destrozados”.

Investigar un crimen tiene horarios, turnos. Lo demás, horas extras. Hay que llegar a fin de mes. Nada de policías obsesionados que hacen el caso suyo. Se habla constantemente de “trabajo policial”, y este tiene un método concreto, ajeno a esos golpes de intuición maestra propios de la figura literaria y, sobre todo, televisiva del agente de la ley. No hablamos de casos fuera de lo común; hablamos de gente con problemas graves de conducta fruto del tráfico y consumo de drogas o de simples espíritus desesperados por un afán desmedido de supervivencia para salir del hoyo, del abismo... Hablamos de gente de la calle, mundana, a quienes Simon no juzga. Entiende que cualquiera podría haber caído en su abismo personal. Sólo una decisión errónea puede ser suficiente. No son criminales fríos y calculadores con una innata capacidad para hacer el mal. Tienen problemas y son problemáticos. Sus razones para hacer el mal nos pueden parecer ridículas e injustificables, del estilo me debían unos cuantos dólares, unos viales o era una zorra que me faltaba al respeto. Pero son auténticas, ciertas, lo que las hace terribles. No son fruto de un guión costumbrista. Responden a ese lado oscuro y deshumanizado de nuestra personalidad que todos poseemos. ¿Quién puede estar libre de pecado? 


Tampoco brillan por su inteligencia maquiavélica: las escenas del crimen dejan pistas (huellas, sangre, restos corporales…) imperceptibles para el asesino con prisas por huir pero evidentes para el ojo avezado, entrenado, inmerso en la rutina de la búsqueda del culpable. Gran parte de ellas. Otras, son simples actos de brutalidad (un tiroteo y su huida posterior) o sobre los que se guarda consciente silencio (los testigos se esfuman por miedo a represalias, la mayoría de los casos, o porque no es su problema, simple y llanamente). En estos casos, brota el mayor miedo del avezado inspector de homicidios, su terror oculto cada vez que descuelga el teléfono de la oficina: el del caso imposible de resolver. La bola roja. Y es preocupante cuando lo importante para cada brigada que conforma la unidad, y así se recalca una y otra vez, son sus estadísticas. El desinterés por el sufrimiento ajeno es llevado al extremo. Las víctimas son meros números de expedientes expuestos en una pizarra (¡cuántas veces no la hemos visto en The Wire!). Y todo es mecánico. Repetitivo. Únicamente se lucha (mejor dicho, se compite) por evitar esas bolas que hagan bajar tu media de asesinatos resueltos en una ciudad asediada por la pobreza y la corrupción. Eso es lo que importa. La burocracia se instaura en la muerte y ésta entiende y exige números pulcros.

Aun así, Simon relata las vivencias de dos casos fundamentales que rompen esta dinámica. Casos que hacen bueno aquello de la realidad supera a la ficción. Casos de maldad pura, sin destilar, que conmocionaron a la opinión pública. Casos de cuya resolución hicieron algo personal sus investigadores. Cada uno con distinto desenlace: uno cerrado, el de la “viuda negra” Geraldine Parrish, una dulce y religiosa ancianita quien, gracias a su carisma, hizo firmar varios seguros de vida a miembros dispares de su familia y a un sinfín de maridos que parecían esperar obedientes su turno en el matadero, algunos incluso compartiendo piso con ella misma; el otro, por resolver, la violación y posterior asesinato de la niña Latonya Wallace. En ningún momento el inspector encargado, Tom Pellegrini, consigue una pista sólida. Y si únicamente te mueves por una intuición, es normal que tu principal sospechoso (el llamado “pescadero) eluda tus envites con facilidad y te haga dudar hasta de ti mismo. Más allá de si estamos ante el culpable o no (muchos compañeros del inspector creían que estaba errado), los hechos (ese fallido interrogatorio a finales de año que conlleva la puesta en libertad del sospechoso) brindan a Simon el final más acertado para su crónica, agrio, crudo y revelador:  

“[El pescadero] no confesó. Latonya Wallace no sería vengada. Pero para entonces había visto suficiente para aceptar que el final ambiguo y vacío era el correcto. Llamé a John Sterling, mi editor en Nueva york, y le dije que era mejor así”.
 “-Es real- dije-. Es así como funciona el mundo, o como no funciona”. 

Nada escapa a esta tiranía de lo real, ni siquiera los actos más nobles. Si sacrificas tu vida en la persecución de un sospechoso, ten claro que no tendrás más recompensa que unas ligeras palmaditas en la espalda. Si eres un héroe, vale: a esos sólo hay que hacerles un entierro bonito con salvas al aire, y con una pensión mundana a la viuda todos contentos. Pero si eres un herido en acto de servicio, como el agente Gene Cassidy, eres un engorro. Te quedas ciego y además sin sentido del olfato y del gusto. Te jubilan del trabajo. Drama familiar día sí y día no. Y si tus antiguos compañeros organizan un acto de homenaje tendrás a los altos cargos ocupados (distinto era en el hospital, al borde de la vida y de la muerte, y con las cámaras de televisión pendientes; era buena prensa, amén de un acto de lo más humanitario). Y si es detenido tu agresor, aunque sea con pruebas apabullantes, costará el alma y la vida que lo condenen si no tienes que pactar y dar las gracias. Así son, gotas que colman el vaso, los entresijos legales de todo sistema judicial. El laberinto de sin sentidos donde todos, ya sean culpables o inocentes, se pierden sin excepción. 

Incluso un “trabajo policial” bien hecho, puede ser puesto en tela de juicio si las pruebas que lo amparan no son del todo sólidas, o si un abogado hábil consigue hacerlas circunstanciales. Ley de vida: la justicia es del color del billete con el que se mira. Esta es otra de las denuncias claves de la obra. Y aquí hablamos de asesinatos no de crímenes callejeros de poca monta. El sistema se preocupa más de que el procedimiento sea el adecuado que de las personas. Otro caso, borrón y cuenta nueva. 

En este sentido, como un aspecto más del trabajo, hay que obrar con astucia e ingenio para revertir la situación. Para ello hay que obtener la mejor información posible para conseguir el éxito en un juicio. En la ficción se acorrala al presunto culpable, se le apabulla de tal modo que acaba por confesar. En la realidad, la verdad es moldeable, ha de hacerse a fuego lento. El interrogatorio se convierte en un arte de guerra. La técnica se orienta más a la persuasión que al engaño. Conseguir la confesión y tras la lectura típica de sus derechos civiles, convencerles para que renuncien a la presencia de su abogado. Casi nada. Algo que sólo ocurre en contadas ocasiones. Lo habitual en esta cadena (industrial como ya vimos que señalaba Simon) es la comparecencia del abogado, si se tienen pruebas el traslado del sospechoso a una cárcel del condado, la fianza, el juicio, y, en más ocasiones de las que se pueda creer, el trato entre fiscal y abogado defensor antes de la celebración del mismo. El sistema gana, hace girar lentamente todos y cada uno de sus engranajes. Pero, eso sí, su sentido de la justicia parece ahogarse entre tanto papeleo.

Como vemos, Simon describe con detalle a los agentes de la ley y su método de “trabajo” dentro de una sociedad cada vez más deshumanizada donde el ciudadano de a pie no es más que un número estadístico. La maquinaria social elevada por encima del hombre, el carbón (por no decir otra cosa) que alimenta la misma llama que lo consume. ¿Cuál es la solución a esta tesitura? ¿Cómo evitar sumergirse en ese mar de vacío y abandono interior? La respuesta es sencilla: mejor reír que llorar. Un humor negro y ácido inunda las páginas, reflejo manifiesto de la tragicomedia mundana que las asola. En la medida de lo posible todo se toma a mofa. Bromas pesadas a los compañeros en cualquier situación incluida la escena del crimen, anécdotas rocambolescas hasta con las víctimas a punto de expirar, ridiculizar a todos aquellos estamentos que ponen trabas a tu labor… lo que sea para aliviar la tensión de cada instante.

Tragicomedia humana de la que dará debida cuenta a lo largo de casi una década, ampliando paulatinamente su horizonte. Dejamos al margen la versión televisiva de Homicidio. Es demasiado ajena a Simon. El proceso se reinicia a los pocos años con un cambio de visión. Una nueva crónica pero esta vez del lado opuesto, la del drogadicto de a pie. Hablamos de La esquina. Durante otro año, nuestro autor en compañía de Ed Burns (ex investigador de homicidios, donde lo conoce Simon, y ex profesor de matemáticas en un instituto conflictivo; hablamos de alguien polifacético y controvertido que ha tratado de cambiar el sistema desde dentro), seguirán los pasos de la desestructurada familia McCullough y allegados del barrio. Como en el caso anterior, los sentimientos de amistad se unirán al rigor periodístico ofreciendo un relato certero pero plenamente respetuoso con la situación de los hijos del dolor de E.E.U.U. La suma de ambas, constituyen los lados de una misma moneda. Dotan al análisis del autor de un potencial y un rigor que disecciona la decadencia de una sociedad. Dotan de voz y presencia al agente del orden que se ve incapacitado para hacer su trabajo, y, a quien se aleja a posta del mundo en busca de un artificial paraíso interior. Sólo quedaba ofrecer la visión global. 

Esta llegará, como consecuencia directa del éxito de crítica y público de la adaptación televisiva de La esquina, a través de The Wire. A lo largo de cinco espléndidas temporadas termina la exploración de la realidad de Baltimore. Ahora, ya habiendo sido presentados y estudiados en las dos obras anteriores los grupos sociales en conflicto, se nos presenta un campo de análisis naturalista que tratará de mostrar objetivamente la creación y destrucción de una ciudad postindustrial. Una visión escalonada (el tráfico de drogas, los sindicatos de estibadores, la vida política, la educación y el periodismo sensacionalista) cuyo propósito no será el de dar respuestas fáciles al drama humano, si no el de plantear las preguntas adecuadas que logren renovar nuestras conciencias. 

Reseña de Javier Mora Bordel



[1] Se refiere al comisionado de la policía de Baltimore, Edward J. Tilghman quien fallece antes de la publicación del libro.


[2] Bromea con el hecho de que tuvo que vestirse para el papel: “tuve que cortarme el pelo, comprarme varias americanas, corbatas y pantalones de vestir y quitarme un pendiente con un diamante que me había ayudado poco a granjearme el cariño de los inspectores.

1 comentario:

  1. Gracias mil por esta estupenda reseña. Desconocía que se hubiera publicado este libro y ahora siento la obligación de leerlo. La serie de televisión para mi es de obligado visionado, un ejemplo de lo que puede dar de sí el medio al mismo tiempo que una linea que necesariamente debe seguirse. Entre otras razones poderosas porque es una narrativa que no busca el entretenimiento sin más, que en lugar de centrarse en las peripecias de héroes o anti-héroes se centra en cómo los poderes fácticos dirigen sin cabeza ni más intenciones que el puro egoismo la sociedad. Muestra lo que hay y desde ahí promueve la reflexión a base de mamporros al no querer mirar hacia donde hay que mirar.

    Infinitas gracias!!!!

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