Editorial Hiru, 2005
Traducción Beatriz Morales Bastos.
Pasar
al acto es un
texto breve de Bernard Stiegler que tiene como punto de partida una conferencia
pronunciada en 2003 en la que respondía a la pregunta “cómo llega alguien a ser
filósofo”. En principio, la cuestión de la utilidad de la filosofía o del por
qué aún se filosofa ha dado lugar a tantos textos que uno más no resultaría
demasiado seductor. Sobre todo si tenemos en cuenta que la mayor parte de ellos
se desarrollan del mismo modo: el pensador trata de justificar su tarea y reivindica
la necesidad de continuar con el pensamiento específicamente filosófico.
Ninguna otra disciplina se pone en cuestión a sí misma con esa reiteración y
ferocidad. De hecho, conforme avanzan estos tiempos sombríos la filosofía se va
evidenciando como una dedicación más urgente, aunque también más despreciada.
El mundo puede seguir su curso sin el filósofo, mientras éste se angustia ante el
fracaso de su misión. En este caso empleamos el término “misión” porque es el
que usa el propio Stiegler cuando presenta su labor sumando una connotación
religiosa o evangelizadora al acto del pensar, pues se añade cierta fe en que
será capaz de alterar el mundo en el que se desenvuelve el lector, de abrirle a
la experiencia de la verdad. De este modo, Stiegler nos presenta un pensamiento
que arranca de la vivencia cotidiana al modo de la fenomenología para ir
acercándonos a una radicalidad intempestiva y, por eso mismo, imprescindible.
Nada más abrir el libro, lo que resulta atrayente es el empleo de un tono directo y sencillo para describir esa transición desde el filósofo en potencia, que somos todos, al filósofo en acto. Stiegler revive pudorosamente la intimidad de su época de encarcelamiento (estuvo preso durante 5 años por atracar un banco), sus lecturas, la relación con sus maestros y la elaboración de un soliloquio que le permitió sobrevivir en ausencia del mundo. Lo sorprendente de este relato es su capacidad para colocarse en parámetros universales a pesar de lo excepcional de su experiencia del encierro. La celda se convierte en el espacio perfecto para recuperar lo extra-ordinario del mundo. Al fin y al cabo, todo filósofo necesita de la soledad y del retiro para que se produzca el monólogo en el que aparezca el “otro-yo”. Stiegler rememora el momento en el que emprende el camino del pensar sin saber exactamente hacia dónde se dirigía y descubriendo “la manera íntima y secreta en que me había convertido en filósofo”. Buscaba al ritmo del rezo, desmenuzaba el recuerdo del mundo estableciendo una relación privada y armoniosa con la verdad, una comunicación con una lengua secreta fundamentada en certezas.
Hay un placer en el trabajo filosófico que surge al abrirse camino entre el sinsentido caótico y el exceso de sentido, en el proceso de desvelamiento del mundo. Es una voluptuosidad, temblor o exaltación que le permite quedar embelesado en ese soliloquio en el que se olvida de sí. Entonces se siente capaz de acercarse al umbral y mirar a través de la rendija por la que se alcanza a ver algo de lo real. Stiegler considera que es imposible que el ser humano no se sienta afectado o removido por esa experiencia deslumbrante. Precisamente hoy resulta imprescindible no dejarse llevar por las prisas, recuperar la calma para permitir que aflore esa curiosidad que pervive en la mente al preguntarse por el lugar en el que habita.
Porque para Stiegler el paso
desde la actitud natural y común a una manera de pensar propiamente filosófica
se produce a través de una duda que puede desencadenarse fácilmente. Esto se
debe a que el ser humano se encuentra en equilibrio sobre una tensión entre las
posibilidades a las que está abierto y la capacidad para llevarlas más allá del
medio en el que vive. Habitualmente, la sensación que provoca esta situación es
más armónica que conflictiva debido a que estamos imbuidos en un medio que nos
rodea hasta el punto de no ser conscientes de su presencia. Según Stiegler, pararse
a pensar es cuestionar ese medio y ser capaz de transgredir en parte la ley de
la ciudad que se habita, de la comunidad que nos protege y nos permite ser
quienes somos. Pasar al acto consistiría no sólo en llevarse a uno mismo más
allá de lo que se es ahora, sino abrir el propio mundo en sus posibilidades a
través del deseo. Por eso, el filósofo siempre se siente empujado a tratar de
salvar la distancia entre el decir y el hacer. La buena vida que el pensador
promete tiene que cumplirse en su propia existencia no sólo por una cuestión de
“credibilidad” intelectual, sino por esa noción de misión a la que hacíamos
referencia al inicio. Se trata de un compromiso ineludible que se ha fraguado
en la intimidad del pensamiento.
Evidentemente, el texto de
Stiegler se convierte en una impostura en la que se nos muestra su vida en la prisión
como si se tratara de un recogimiento existencial en una celda monacal donde se
preparaba para la vuelta a la vida como exterioridad. Se va forjando “un otro”
en el que no se abandona del todo la forma de ser anterior, sino que se
superpone como una capa que recubriera lo real con una cosmovisión nueva. Stiegler
emprende la rememoración del mundo realizando un acto de rebeldía, de
afirmación, de transgresión y de resistencia no contra la estructura punitiva,
de la que nunca habla, sino contra su propia situación para tratar de conseguir
elevarse “por encima del elemento”. Ni siquiera se trata de un esfuerzo por
evadirse o escaparse más allá de los muros de la cárcel, porque a Stiegler le
aterrorizaba realizar un ejercicio nostálgico de reconstrucción expresa de
aquello que se le negaba, sino de una separación aún mayor generando una inmanencia
absorbente preñada de verdad. La existencia se convierte en una sucesión de
vidas, un renacimiento constante al que se asiste con una mezcla de devoción y
fascinación. En esa vivencia suspendida o abstraída el discurso secreto se
explora hasta rozar lo obsesivo, porque ya no hay nada donde extraviar la
mirada, ni alteridad que atraiga la atención.
Según Stiegler, sólo haciendo
esa epojé cada persona puede “aprender a cultivar las buenas esperas”. Se crea
una disposición del ánimo en la que el sujeto se mantiene a la expectativa, se
coloca impaciente mientras invoca al mundo para que éste acontezca. Para
conseguir esa existencia plena, cada persona debería ser capaz de buscar esa
suerte de estado de buena esperanza. En algunas ocasiones supondrá endurecer el
cuerpo preparándolo para el golpe, en otras dejarse llevar maravillados,
porque, como nos dice Stiegler, “la extra-ordinariedad del mundo es lo que
encuentra quien sabe ir más allá de la insignificancia de las cosas, que ha
hecho ordinarias por la no-relación que ha establecido ahí y que así ha
olvidado”. Desde esta perspectiva, la filosofía se convierte en un acto
poético, un ejercicio de memoria y de re-encantamiento que salva al ser humano
de lo absurdo y la angustia.
Reseña de María Santana
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