Traducción, introducción y notas de Carlos Pranger.
El Colapso de Londres es un texto
breve de China Miéville publicado originalmente en The New York Times Magazine
en el año 2012. La edición en español está realizada por Ediciones el
Trasbordador, con una buena traducción y con una gran calidad en la
reproducción de las imágenes que acompañan al ensayo, obra del propio Miéville.
Por poner una pega, diría que se ha incluido una innecesaria cantidad de
anotaciones a pie de página.
A pesar de que la mayor parte de las personas
se acercarán a este libro a partir del conocimiento de las novelas de Miéville,
el texto es asequible e interesante para cualquier lector. La escritura se
desenvuelve entre el ensayo y el artículo periodístico como un paseo poético y
político que va recorriendo las calles y los problemas fundamentales del
Londres posterior a los disturbios de Tottenham en 2011 y candidato a acoger
los Juegos Olímpicos. En algunos momentos se acerca a la investigación
psicogeográfica, aunque Miéville se desmarca claramente de esta posibilidad
entendiéndola como “una etiqueta perezosa
para el turismo de moda interesado en la decadencia”, tal y como comenta
una de las activistas sociales entrevistadas. Quizás el término psicogeografía
esté un tanto manido, pero sigue recogiendo esa voluntad de redescubrir la
ciudad a escala humana analizando los elementos que configuran y condicionan
nuestra vida compartida y cotidiana. Algo que en estos momentos de confinamiento
por el coronavirus contemplamos con auténtica nostalgia. Es posible que
Miéville tuviera en mente un dejarse llevar por la ciudad que resultara más
cercano a la experiencia de la deriva, pero en el libro no hay ninguna clase de
azar que dirija sus pasos. Su deambular está claramente estructurado para ir
desde el recuerdo de sus juegos infantiles hasta la denuncia del control y
vigilancia policiales que merman la vida colectiva de la ciudad. Aun así,
Miéville consigue arañar la superficie de ese Londres tomado por el tráfico y
la publicidad para llegar a la cultura underground y los movimientos sociales
más o menos radicales. Se trata de un caminar bien medido, controlado,
realizado con la intención de rescatar esa ciudad oculta tras la impostura
capitalista, tal y como el autor plantea en muchas de sus novelas.
De
hecho, el lector que conozca su obra podrá atisbar en algunos momentos ese amor
por la ciudad que le ha permitido a Miéville realizar descripciones exuberantes
en las que se plasma la posibilidad de lo maravilloso. Sus personajes siempre se
lanzan a la ciudad como si escaparan de un encierro kafkiano, se dedican a reconocer
los espacios, sobrevolar los edificios o experimentar la vida social que late
en los barrios. Es más, el urbanismo y la ciudad en sí se han convertido en
temas centrales de sus escritos desde la trilogía desarrollada en el universo
de Bas-Lag y compuesta por La estación de
la calle perdido, La cicatriz y El consejo de hierro. En ellas la ciudad
pasa de ser un entorno que condiciona el movimiento y la vida de los
personajes, a convertirse en una construcción efímera, móvil, en constante
transformación guiada por una voluntad colectiva y aventurera. Cuando se lee El consejo de hierro es inevitable que
vengan a la mente los textos de la Internacional Situacionista y todas las
proclamas de su urbanismo unitario. De hecho, en sus libros posteriores
Miéville no ha hecho más que abundar en estas cuestiones hasta llegar a
experimentos literarios homenajeando al surrealismo como es el fallido Los últimos días de Nueva París. Y lo
cierto es que tras la trilogía de Bas-Lag el barroquismo de sus imágenes se
vuelve algo repetitivo, mientras las tramas se estancan en la idea de una
ciudad auténtica oculta dentro de la ciudad aparente (teniendo un tirón
comercial en la adaptación en serie para la televisión de La ciudad y la ciudad). En cualquier caso, lo atractivo de esas
imágenes es que la mayoría de las ciudades de Miéville están hechas de
estratos, algunos de los cuales permanecen escondidos mientras sirven de base
inconsciente para la vida de la superficie. Hay espacios consumidos por la
herrumbre, construcciones que se solapan salvajemente, callejones poéticos
donde se proyectan sombras misteriosas, espacios abandonados en los que poder
esconderse, terrazas donde el sol cae a plomo, ruidos que hacen vibrar las
calles, una naturaleza mutante que va trepando por los muros de los edificios, doppelgängers
cuyas vidas se reflejan distorsionadas, corrientes políticas subterráneas que
eclosionan como movimientos revolucionarios, guerrillas que se emancipan
creando espacios autónomos, …
En
esta ocasión, lo específicamente poético de El
colapso de Londres es su capacidad para evocar la belleza que emerge de una
ciudad que se siente “a las puertas de
algo”. Miéville escribe en un momento en que las rebeliones se iban
sucediendo en cadena por todo el mundo y cuando parecía que Occupy London podía resurgir tras su
desalojo de la catedral de San Pablo. Y así, en el inicio del texto, se refiere
a las corrientes políticas insurreccionales que se movilizaron en Grecia como
si la ferocidad de sus protestas pudiera prender en cualquier lugar que
padeciese la crueldad del capitalismo especulativo. Mientras camina, Miéville encuentra
un cartel cerca de la catedral de San Pablo que recogía una de las consignas
más repetidas “dejad que los bancos caigan”
y lo contempla esperando que algo suceda. Lo cierto es que desde hace años
hemos estado instalados en ese momento que bordea la excepcionalidad,
estancados en una crisis que ni rompía en el caos, ni se resolvía en torno a un
ideal utópico. Del mismo modo, en el Londres retratado por Miéville parece que
se anhela un acontecimiento capaz de hacer vibrar el mundo, un revulsivo que se
interpusiera ante el lento desmoronamiento de un sistema que no funciona.
En
el texto de Miéville la descomposición de Londres es palpable aunque su
discurso no llega a caer en la desesperanza. En el imaginario emancipador, una
ciudad que sucumbe suele ser un espacio en decadencia que es devorado por las malas
hierbas que crecen entre los adoquines, por la vida salvaje que surge desde los
terrenos baldíos, por los árboles que levantan las acercas, los zorros que
rebuscan en la basura y las cotorras que se adueñan de los cielos. Mientras
esperamos que esto suceda, la publicidad, las luces y el urbanismo
homogeneizador van borrando la identidad de las ciudades y los barrios se van
volviendo indistinguibles (salvo por aquellas zonas marginales, ya sean
privilegiadas o abandonadas). Miéville constata la resistencia de algunas
calles a la “entropía comercial”
donde aún se tiende a cierto exceso kitsch en la exhibición de las mercancías.
Más vale eso que el vacío angustioso de los escaparates de las tiendas de
móviles. Esa tendencia al desbordamiento de cosas y personas que se da en las
grandes ciudades acaba por resultar inquietante al poder que trata de
encauzarlo con sus “enormes estructuras
neuróticamente planificadas”. Sin embargo, Miéville constata como a pesar
del esfuerzo constante por controlar y contener a la ciudad, ésta sigue
creciendo en los márgenes y lo oculto.
A
lo largo del ensayo, Miéville se guarda de regodearse en la estética de la
decadencia y elude centrar la mirada en esos no-lugares estériles, abandonados
y repletos de basura de la ciudad. Le puede una suerte de dignidad o amor por
Londres y sortea la atracción de esa mirada morbosa que se detiene en el “turismo del apocalipsis”. En este
sentido, también se cuida mucho de despreciar al vecindario más empobrecido,
aquel que es sistemáticamente controlado a través de la vigilancia y las penas
de trabajos sociales. Algo que se comprende desde la militancia política del
propio Miéville y la lección que ha supuesto el discurso de Owen Jones,
presente en el libro, sobre el desprecio del lumpen por parte de la clase
política de toda ideología.
Hay
que recordar que Tottenham se convirtió en un polvorín que aún pervive bajo la
fachada de la convivencia londinense y en una muestra más de la impotencia del
estado represivo. Como suele suceder en mayoría de las protestas de este tipo
(desde los banlieue franceses a los charmil de Marruecos) el detonante y el
resultado es el mismo: un “resentimiento
hacia la policía y un profundo sentimiento de injusticia”. La violencia de
estos movimientos es un impulso de resistencia al poder que surge desde las
profundidades de la rabia, pero que carece de un discurso político, por lo que
acaba rápidamente reabsorbido por el sistema. Los partidos políticos de
izquierda han ido abandonando el trabajo de militancia en estos barrios y tan
sólo los servicios sociales y las ONGs son capaces de acercarse a esos jóvenes
para ofrecerles las migajas avergonzadas de un sistema que les expulsa. En este
contexto, no es de extrañar que el nihilismo juvenil cuaje en ataques llenos de
ira dirigidos contra aquello que se tiene más a mano: una tienda, un coche, un
periodista o un policía.
Además,
en estas páginas se puede comprobar el impacto del paso de los años en el
propio Miéville cuando sale a la calle en busca de los restos de la cultura
rave que tanto le fascinó. Queda claro que echa de menos esa sintonía de los
cuerpos bailando durante horas, de la música rítmica enlazando los pasos: “El jungle, profundamente estructurado por
los beats, está lleno de estruendos industriales como las llamadas de
apareamiento de las viejas fábricas”. Ya no se reconoce en esa música
rabiosa de los jóvenes, en ese rapeo acelerado e imposible de bailar que se
desencadena en el grime y demás
estilos urbanos. Y hay una enorme nostalgia en la descripción de esos jóvenes
que castigan a los pasajeros del autobús con su horrible música reproducida en
los teléfonos móviles. Quizás peque de alarmismo cuando se señala que “las tonterías cotidianas y la inconsciencia
adolescente se tratan como si fueran un colapso social”. En realidad, los
jóvenes siempre son mirados con envidia, miedo y asco por los adultos, es una
ley no escrita de las sociedades desarrolladas. Aunque es cierto que el control
del comportamiento está cercando a los chavales desde la infancia cuando, por
ejemplo, son obligados a jugar en los parques bajo la mirada de sus padres.
En
cualquier caso, al leer esta pequeña obra es inevitable sentir el impulso de
deambular por la ciudad en la que hemos crecido en busca de señales ocultas.
Nos dice Miéville que “Londres está
plagado de fantasmas”, pero eso sucede en cada territorio en el que se
superponen las capas de la historia. En las calles aún se pueden encontrar los
rastros de las derrotas y de las oportunidades perdidas. A pesar de que en este
preciso momento, desde mi ventana, en una urbanización homogénea e impersonal,
lo que se contempla es la imposibilidad de los juegos infantiles, de las
aventuras, de las derivas y de la belleza. Quizás, cuando todo esto pase, tengamos
la oportunidad de reapropiarnos de la ciudad. Ahora nos queda recordar los
paseos que hacíamos por la calle entrada la noche, cuando ya no quedaban
turistas y podíamos dejarnos llevar sin prisas y sin rumbo. Entonces los pasos
resonaban en los callejones, los juegos de luces artificiales ofrecían
perspectivas sorprendentes y la noche parecía preñada de posibilidades.
Reseña de María Santana
No hay comentarios:
Publicar un comentario