Publicada en inglés en 2008.
Editada en castellano por Alfabia en 2011.
210 páginas.
Hace ya unos meses que leí este libro y desde entonces no puedo desprenderme de la sensación de estar descolocado, cada vez que he vuelto sobre mi para encontrar algo que decir de él se hace más patente el vacío expresivo en el que me ha dejado. No sé exactamente qué decir del mismo, y aunque es algo que me ha ocurrido en ciertas ocasiones, en ninguna de ellas he logrado volver a una posición de cierta comodidad desde la que situar una reflexión ordenada. Cuando de adolescente descubrí a Juan Rulfo tuve exactamente la misma vivencia, desde la condición de cierta comodidad de lector recibí un martillazo de tal envergadura que ya no sabía donde tenía cada pié, si estaba sentado o arrojado desmadejado en el suelo. Hay tal grado de contundencia en la hostia recibida que es necesario mucho tiempo para poder volver a estar colocado en un punto en el que sabes dónde está el norte, dónde el sur. Seguir una línea mas o menos precisa que guíe desde la supuesta función ética y estética del arte, un modo de encontrarse a uno mismo frente a la obra y por ende en el mundo, ya no como reflejo o metáfora sino como pura realidad. ¿Por qué he leído esta novela, por qué no he podido dejar de seguir obsesivamente con los ojos cada línea de su prosa? El viaje nada tiene de placentero, no sirve para sostener un tiempo entre paréntesis que justifique el acto en sí, ni un asomo de entretenimiento o ensoñación poética. Y sin embargo una vez atrapado sólo puedes seguir y seguir hasta que ha acabado todo. Y lejos de encontrar un final en el texto te encuentras volviendo una y otra vez, la novela ha arraigado en tu interior siendo más que su mera textualidad, más que sus valores estéticos o sus planteamientos éticos, arraiga en forma de preguntas desagradables, con raíces que van más allá hasta el punto de descubrirte el mundo con matices diferentes, en una desnudez que no sabe de complacencias ni alambicadas formas de justificar lo misterioso e inexorable con ropajes complacientes.
Sukkwan Island es una hostia pura y dura, un golpe de una contundencia demoledora, doloroso y preciso en su justicia nada poética. Una obra pequeña en extensión pero afilada en su corte, un conjunto de navajas con forma de libro al que no puedes enfrentarte desde ninguna protección posible. Golpea y golpea sin compasión ni respiro, de un modo parecido a esa obra desmedida que es Meridiano de Sangre, sin misericordia ni redención posible, sin dejar al lector posibilidad alguna de una finta, de esquivar lo que va viniendo. En cierto sentido es una obra de horror puro, un viaje alucinante a la condición de soledad extrema del ser humano.
Su prosa eficaz y sencilla, económica como sólo puede serlo el mazazo, actúa con un poder hipnótico más allá de la comodidad del morbo, sigues y sigues a pesar de que el dolor que destila arremete contigo sin profilaxis posible. Es una suerte de tragedia griega en cuanto que implica una universalidad insoslayable, con ese carácter universal que el arte es capaz de dar desde lo más estrictamente concreto, con un alcance filosófico profundo y descarnado. Excede con mucho la función catártica que motiva su creación hasta convertir a esta en un mero trámite, que no es poca cosa.
Con trece años David Vann recibe una llamada de su padre pidiéndole que pase con él una larga estancia en una isla del sur de Alaska al que él se niega. Al poco su padre se suicida, un hombre amargado que ha pasado ya por dos divorcios, difícil y extraño. Años después escribe esta novela, con un punto de partida semejante pero en el que el hijo acepta el viaje y que en sus 210 páginas ofrece mucho más que un exorcismo o un mero qué hubiese pasado sí. Más allá de esta motivación inicial la novela acaba siendo un trozo de verdad que arrastra como un tsunami, mucho más que un reflejo ejemplarizante. Su sinceridad no busca la facilidad de la moraleja, es más lo imposibilita, la complacencia de hacerte sentir más humano al final en el sentido del abrazo o lo celebrativo.
En realidad cuenta un proceso de deshumanización que paradójicamente no deja de ser en su fondo más profundo una plasmación de lo que es en esencia el ser humano. La relación padre-hijo se establece como una dialéctica imposible entre dos universos descarnadamente inaccesibles, con un espacio de interconexión en el que la comunicación es extraña, intraducible, ajena en lo más esencial. Asistimos a la terrible visión de un padre inalcanzable y paradójico, un elemento más de esa fría e inhóspita isla, un trozo de roca que en ocasiones se comporta como un sujeto roto, desesperanzado, dado a soliloquios incomprensibles, a llantos nocturnos desgarradores al mismo tiempo que se nos muestra como un diurno alienígena inalcanzable. La supervivencia alcanza un estatus omnívoro y desesperado, falto de lógica racional en unas decisiones a veces absurdas. Con momentos terribles y desagradables, en los que lo que duele va más allá de la mera fisicidad de las escenas truculentas. Porque es precisamente en el sentido de lo que ocurre, que abunda en el sinsentido generalizado, en un nihilismo atroz y terrible, lo que conmueve al lector, lo que lo lleva de la mano en su lectura, a pesar de que hay una parte de ti que te pide horrorizado que no sigas.
Lo natural es un elemento más del horror, no hay belleza alguna en la naturaleza en donde se mueve la novela, el mundo se muestra como algo atroz, aislante, terrible, que imposibilita la vida y que cataliza en el fondo la naturaleza pesadillesca y trágica de la relación entre padre e hijo. Los parajes abiertos funcionan a modo claustrofóbico encerrando a sus protagonistas en la pura desnudez de una relación irresoluble de modo satisfactorio, la misma supervivencia acaba por convertirse en un modo absurdo y terrible de morir. No hay ni espacio ni acomodo para la trascendencia ni para encontrar un posible religamiento con las cosas. Todo cuanto ocurre es substancialmente un modo de apelar a la falta de sentido, una tácita prohibición a que las cosas ocurran movidas por una providencia. La esperanza es una entelequia, un engaño, un posicionamiento infantil que se niega a enfrentar una realidad que es dura por ser real y que no acoge amorosamente a nada ni a nadie.
No hay realmente aventura posible, no esperes como espectador el encontrar una peripecia que ilustre ningún tipo de esperanza bondadosa o salvífica, porque no la hay ni se la espera. Y sin embargo es una novela que además de no ser complaciente en ningún sentido acaba yendo por unos derroteros que te desmontan incluso en lo relativo a cualquier tipo de previsión. Porque a pesar de lo dicho tampoco te esperas lo que ocurre o lo que va llegando conforme avanzas. Es ese otro punto valioso de este libro: es imprevisible, sorprendente. Parece por momentos una novela de supervivencia, una novela de formación, el relato de una relación entre padre e hijo irresoluble, y ciertamente es todo esto, pero como suele decirse en la gestalt el todo configura algo que es más que las partes.
Lo natural es un elemento más del horror, no hay belleza alguna en la naturaleza en donde se mueve la novela, el mundo se muestra como algo atroz, aislante, terrible, que imposibilita la vida y que cataliza en el fondo la naturaleza pesadillesca y trágica de la relación entre padre e hijo. Los parajes abiertos funcionan a modo claustrofóbico encerrando a sus protagonistas en la pura desnudez de una relación irresoluble de modo satisfactorio, la misma supervivencia acaba por convertirse en un modo absurdo y terrible de morir. No hay ni espacio ni acomodo para la trascendencia ni para encontrar un posible religamiento con las cosas. Todo cuanto ocurre es substancialmente un modo de apelar a la falta de sentido, una tácita prohibición a que las cosas ocurran movidas por una providencia. La esperanza es una entelequia, un engaño, un posicionamiento infantil que se niega a enfrentar una realidad que es dura por ser real y que no acoge amorosamente a nada ni a nadie.
No hay realmente aventura posible, no esperes como espectador el encontrar una peripecia que ilustre ningún tipo de esperanza bondadosa o salvífica, porque no la hay ni se la espera. Y sin embargo es una novela que además de no ser complaciente en ningún sentido acaba yendo por unos derroteros que te desmontan incluso en lo relativo a cualquier tipo de previsión. Porque a pesar de lo dicho tampoco te esperas lo que ocurre o lo que va llegando conforme avanzas. Es ese otro punto valioso de este libro: es imprevisible, sorprendente. Parece por momentos una novela de supervivencia, una novela de formación, el relato de una relación entre padre e hijo irresoluble, y ciertamente es todo esto, pero como suele decirse en la gestalt el todo configura algo que es más que las partes.
Reseña de Jose Luis Martínez
Pues dan ganas de leerla tras leer tu reseña!
ResponderEliminarSerá que me gusta pasarlo mal...
Al leer tu reseña, desde luego que me han entrado ganas de releer esta novela aunque, definitivamente, no lo haré.
ResponderEliminarA mi, en cambio, no me gustó nada de nada, pero si lo hizo, y mucho, Meridiano de Sangre.