PÁJARO DE CELDA - Kurt Vonnegut
OCCULTURE. ALAN MOORE: AL OTRO LADO DEL VELO - Roberto Bartual
ESPACIO NEVATIVO - B. R. Yeager
PSICOGEOGRAFÍA - Julio Monteverde (Editor)
MARVEL COMICS: LA HISTORIA JAMÁS CONTADA - Sean Howe
En El ángel exterminador, la película de Buñuel, un grupo de burgueses quedaba atrapado en el salón de una casa durante la celebración de una fiesta. El encierro es inexplicable, como si fuera una maldición que les obligara a cuestionar sus hábitos, relaciones, tabús y formas de vida. Sin embargo, progresivamente, se convierte en la oportunidad para explorar parcelas existenciales relegadas o despreciadas como el sueño, el deseo o la pereza. Al quedar aislados del mundo, olvidados para los demás y ensimismados en ese microcosmos, se abre una grieta por la que se cuelan elementos subversivos y emancipadores. Buñuel no es ingenuo en su planteamiento y no usa la trama para ofrecer una simple imagen de hedonismo. El ángel exterminador se centra en el conflicto entre los dispositivos sociales burgueses y el principio de placer. De hecho, cuando los invitados consiguen, finalmente, salir a la luz del día, nos queda la certeza de que las convenciones volverán a tomar el terreno perdido y que la aventura será enterrada en una de las capas más profundas de la memoria, para aflorar ocasionalmente en sueños.
La trampa construida por Buñuel permitía quitar la máscara a esos personajes para dejar al descubierto sus pequeñas mezquindades, miedos y heridas, ofreciéndoles a cambio los placeres de la transgresión. En contraste, la fiesta que sirve de punto de partida a Rascacielos, la novela de J. G. Ballard, es mucho más turbia, agresiva e, incluso, darwinista. A pesar de compartir un mismo planteamiento, las pulsiones que se liberarán durante el enclaustramiento de los habitantes del edificio no estarán recorridas por el deseo freudiano, con sus frustraciones y anhelos, sino por una deliberada perversión, que les conduce a lo abyecto.
El rascacielos se presenta como el edificio más innovador del momento. Conseguir un pequeño apartamento se convierte en un signo de estatus, al permitir el acceso a una serie de servicios automatizados y exclusivos. Como si se tratara de un crucero o, yendo un poco más lejos, como una de las urbanizaciones que se construyen hoy en el extrarradio de las grandes ciudades y que ofrecen espacios compartidos de convivencia y ocio. El edificio al que acceden los personajes de la novela tiene un par de piscinas, escuelas, supermercados, restaurantes, tienda de licores, salas de cine, recogida automática de basura, etc.
Sus moradores están absolutamente seducidos por esa vida futura a la que han llegado. Ballard es hábil a la hora de evitar las descripciones o detalles tediosos. Así que nos toca imaginar los primeros días de fascinación y goce: las miradas de complicidad, las nuevas relaciones que se establecen, las conversaciones de auto-recreación,… Solo asistimos a un par de sus fiestas privadas, que se suceden todas y cada una de las noches. Queda clara la sensación de autarquía que invade a sus pobladores, y que termina aislándoles del resto del mundo. El afuera se va desdibujando hasta perder cualquier interés. Sin embargo, la degradación del orden y la ley empieza a sentirse desde el mismo instante en el que se entrega la llave del último apartamento. Rápidamente, se inicia la exploración de nuevos órdenes, jerarquías, morales, economías, formas de subsistencia, de crianza y de diversión. Las innovaciones imponen una jerarquía social que va unida a formas de brutalidad desapasionada como son la vigilancia, la violencia psicológica, los castigos físicos, el ostracismo social, la segregación, la sumisión, la violación, etc.
La lubricidad violenta de los personajes no es ardorosa, explosiva o irrefrenable, tal y como imaginamos que deben estallar los deseos que se han ocultado durante toda una vida. Como indica en la novela el psiquiatra homosexual, Talbot, que está sufriendo una persecución feroz, lo que va quedando al descubierto es “nuestra naturaleza nada inocente posfreudiana. Todos nuestros vecinos tuvieron infancias felices y aun así están rabiosos”. Han sido criados con apego, han recibido la mejor de las educaciones y han podido ascender económicamente hasta conseguir una parcelita en el edificio del futuro. Paradójicamente, tantos mimos les han privado de la oportunidad de la depravación. Así, lo que van a ir descubriendo es un lado oscuro abyecto, crudo, frío y calculador.
Como es habitual en las historias de Ballard, el lector no va a encontrar ni una pizca de alegría en este despliegue de perversiones burguesas. Ni siquiera, hay un regodeo lascivo en el que nos podamos llegar a sentir comprometidos libidinalmente. Todo está narrado con desapego. Para aumentar esta distancia entomológica, en muchas ocasiones, los personajes narran las acciones desde el recuerdo de lo que fueron capaces de hacer la noche anterior o se dedican a planificar lo que harán en la próxima incursión.
De esta forma, Rascacielos se convierte en una lección de pesimismo misántropo, introducida a través de una distopía deshumanizada, que resulta desagradablemente creíble. Todos los valores de la Modernidad quedan arrasados. No se mantiene en pie ninguno de los rasgos que se supone nos definen como animales culturales y políticos: el lenguaje, la solidaridad, el cuidado de los hijos o de los más débiles. Es más, acunados por el confort del edificio, su degeneración personal consistirá en eliminar, uno a uno, los elementos mínimos que permiten la propia supervivencia: el autocuidado, la alimentación, la higiene o la protección de propias las heridas. Por tanto, estamos ante una concienzuda destrucción de los tabús más arraigados en las rutinas sociales e individuales de cualquier civilización. En la destrucción de los vínculos humanos, los protagonistas se retrotraen a una fase de un extraño narcisismo, en la que los humores, olores y excreciones revelan el cuerpo como aquello que seguía latiendo bajo los perfumes, las ropas caras y las sonrisas de las fiestas. La propia carne es el territorio más salvaje, que se descubre cuando todos los artificios desaparecen.
Para Ballard, despojarse de las capas de la cultura y la civilización, no consiste solo en dejar aparecer el rostro del lobo, el competidor, que se defiende cuando se siente en peligro, o el líder, que desea quedarse con todas las hembras de la manada. Es algo más mórbido, difícil de explicar y vertiginosamente seductor. Mientras en la novela se suceden los ataques, las cacerías y las deserciones, quien está leyendo espera que emerja algo parecido a un culto, rito, ley o exploración de los placeres. Cualquier cosa que permita devolver a los personajes a la pulsión de vida. Sin embargo, como bien dice uno de ellos, “la oscuridad era la única manera en la que uno podía llegar a ese nivel de obsesión” por la propia degradación. No hay explicación alguna de lo que sucede, ni disculpa para la violencia. Tampoco hay deseo, como un anhelo de disponer de los bienes ajenos, los alimentos más exquisitos, los servicios exclusivos de las plantas superiores o las mujeres más jóvenes. Ya no importa subir o bajar pisos del rascacielos, el limbo de lo pre-civilizado les espera en cualquiera de ellos.
En este juego despiadado, el verdadero triunfador será Laing, quien inicia el relato. Él se adapta a la perfección, con esa frialdad que expresa hacia el final de la historia, cuando nos dice “no sabía el tiempo que llevaba despierto ni lo que había hecho media hora antes”. Todas las cosas que le terminan rodeando en su sucio apartamento han ido adquiriendo nuevas funciones, mostrando las posibilidades de la obsolescencia tecnológica. Un microcosmos “en el que todo estaba abandonado o se había vuelto a combinar de una manera inesperada pero mucho más significativa”.
Renunciando a cualquier esperanza o voluntad, Laing dispone de todo el tiempo del mundo para desarrollar formas de adaptación a ese ecosistema singular, como un nómada que tiene que descubrir recursos, mutar y adaptarse. Todas aquellas cosas que le habían movido en su vida anterior, el trabajo, la riqueza o la pareja, carecen ahora de importancia. Laing es un pionero, encarnando una masculinidad despótica y sádica. El modo en el que trata a su propia hermana y al resto de las mujeres que van apareciendo en la historia es la culminación de las dinámicas heterosexistas más despóticas. De esta forma, la novela ridiculiza los avances en derechos y libertades conseguidos por las luchas feministas, evidenciando su carácter efímero. Todos caen al primer envite masculino.
De hecho, Ballard se ensaña con los personajes femeninos a los que presenta de manera estereotipada y fragmentaria. Su esquematismo es intencionado y las convierte en objetos de lujo o mera mercancía desechable. Siempre son el elemento secundario, intercambiable y sin discurso, que no llega ni a dar la réplica a los tres protagonistas masculinos. Es más, en el momento en el que son capaces de superar su pasividad connatural, para hacer frente a las violencias del edificio, se muestran como amazonas, arpías, lesbianas o neopuritanas. Solo pueden defenderse actuando en grupo. Son ellas quienes mantienen lo colectivo, como pequeñas manadas, congregadas alrededor de sus hijos. Ballard les permite sobrevivir en las sombras, tramando contra Cronos, esperando a que ellos bajen la guardia. En definitiva, las mujeres son una especie aparte, frágil, estúpida y fácil de domesticar, mientras se las mantenga aisladas.
La lectura de la novela se sostiene sobre la fascinación mórbida de las cuarenta plantas del edificio. El vértigo nos persigue en cada página, mientras se contempla la caída de botellas, basura, rutinas, valores morales y algún que otro vecino. No hay grandes sorpresas, ni se las espera. Al fin y al cabo, la trama comienza por la escena final. El rascacielos no es una casa encantada, ni un salón freudiano, sino una megamáquina destructiva en la que se instaura el nuevo orden post tecnológico. El mundo futuro imaginado por Ballard carece de refugio o consuelo, reduciendo cualquier placer a la grasa churruscada de un muslo de perro.
Reseña de María Santana
“Hola y adiós” ¿Qué más puede decirse? Nuestro idioma es mucho más amplio de lo necesario.
Kurt Vonnegut. Pájaro de Celda
Hasta el momento, no he leído ninguna novela de Kurt Vonnegut que me haya parecido realmente mala. Quizás se deba a que este escritor siempre se mantuvo fiel a ciertas cuestiones que iban más allá de lo meramente literario. Que no se me entienda mal, Kurt Vonnegut fue un escritor de la cabeza a los pies. Es verdad que sus tramas se mueven permanentemente al borde del precipicio, jugando peligrosamente con el caos y una marcada tendencia al absurdo, pero esa era su intención: perpetrar obras que explotaran en la cabeza del lector en el momento adecuado, como auténticas bombas de relojería. Si sus libros funcionan, por muy locos que puedan llegar a ser, se debe a que están animados por un propósito profundamente humanista que justifica todas las licencias estilísticas. De hecho, tengo la sensación de que muchos lectores hemos terminado por amar a Vonnegut por tales licencias, por esa forma única de recrearse en el sinsentido que siempre rodea a sus personajes. Sin embargo, este halo de locura, de imprevisibilidad, actúa como una suerte de desenmascaramiento del caos, la crueldad y la injustica que impera en el mundo real. De tal manera que novelas como Matadero 5 o Desayuno de los Campeones (ver reseña aquí) se me antojan como hitos culturales imprescindibles del siglo XX que van más allá de la literatura, que reclaman nuestra atención como auténticos avisos a navegantes. Aunque está visto, dadas las circunstancias actuales, que no hemos prestado mucha atención a lo que Vonnegut intentaba avisarnos.
No obstante, es inútil pretender que Vonnegut escribiera infaliblemente al mismo nivel de Matadero 5 o Desayuno para campeones. Así ocurre, efectivamente, con el caso del libro que ahora reseñamos. De Pájaro de celda podemos afirmar sin rodeos que resulta bastante irregular si lo examinamos con cierto detalle. Por otro lado, tal y como decía al comienzo de esta reseña, eso no la hace desmerecer tanto como podría esperarse. Quizás, el hecho de que sea un libro mucho más circunstancial que otros, hace que pierda parte de la universalidad tan característica de Vonnegut. Escrito en 1979, su trama se desarrolla a la sombra del escándalo Watergate, ocurrido pocos años atrás. Este hecho supuso la repentina caída de la administración Nixon, sacando a la luz (aunque ya era bien sabido por todos sus críticos) todo un operativo de técnicas tramposas, represivas y antidemocráticas empleadas por el gobierno para neutralizar a sus contrincantes políticos. El posterior juicio llevó a la cárcel a 48 personas, muchas de ellas altos cargos del partido republicano. Vonnegut hace que su protagonista (totalmente ficticio) sea una de esas 48 personas, posiblemente la más anónima y patética de ellas, que acaba siendo implicada en el caso de la manera más tonta. Esta situación resulta una buena excusa para mostrar los mecanismos del poder como una apisonadora que aplasta sin contemplaciones, una megamáquina impersonal que arrasa con los peces pequeños sin tener siquiera conciencia de ello.
Sin embargo, esa no es la trama principal de la historia, de hecho, la novela no llega a ofrecer en ningún momento algo que podamos considerar como tal. Como mucho, hay algunos elementos recurrentes que sirven como columna vertebral de la novela. Por ejemplo, la omnipresencia de la RAMJAC, una corporación que está absorbiendo todas las grandes empresas del país, la cual es nombrada constantemente a lo largo del libro y que parece tener una importancia crucial (algo que no se confirma hasta prácticamente el final). De hecho, hay un protagonista principal, pero desde el comienzo queda claro que su vida carece de lo que podríamos llamar libre albedrío. Su biografía se mueve a través de la más pura contingencia y la consecuencia de decisiones ajenas. Estudiante de Harvard por capricho de un tutor rico, persistentemente negado para el amor, chivato de sus compañeros comunistas sin pretenderlo, padre fracasado,… Walter F. Starbuck se mueve a través de este libro como un impostor, alguien que vive sin convencimiento la vida de otro.
El azar siempre fue un elemento imprescindible en las historias de Vonnegut. Así ocurre, por ejemplo, en Galápagos, donde aplica de forma radical las ideas evolutivas de Darwin, hasta llevarlas al absurdo absoluto. En Pájaro de celda, el azar toma la forma de la fatalidad, del inevitable destino que trae siempre lo peor. Pero no podía ser de otra manera, ya desde su magnífico prólogo, Vonnegut nos deja claro que no vamos a leer una novela alegre o esperanzadora. En este prólogo, el autor nos habla de cuestiones estrictamente personales, pero, en un movimiento verdaderamente audaz, los mezcla con acontecimientos ficticios, aunque inspirados en diferentes hechos reales relacionados con las luchas obreras en EEUU entre finales del siglo XX y comienzos del XX. Estos acontecimientos terribles tiñen el resto del relato. De esta manera, Vonnegut se mantiene fiel en su tarea de desentrañar la verdadera naturaleza de la sociedad norteamericana, fundada sobre la violencia y el latrocinio, el genocidio de sus habitantes originarios, la esclavitud y la explotación de millones de trabajadores emigrantes.
Sin embargo, esta apertura potentísima se va difuminando, perdiendo parte de su fuerza inicial. Después, la historia va avanzando de forma algo deslavazada a través de los recuerdos de su protagonista, haciendo un recorrido a través de hechos históricos como la Gran Depresión o la Segunda Guerra Mundial. Esto no impide que Vonnegut escriba algunas de sus más bellas páginas, como puede ser las tratan sobre la ejecución de los sindicalistas anarquistas Sacco y Vanzetti. También contiene algunas de sus páginas más cómicas, porque hay que recordar que Kurt Vonnegut es terriblemente gracioso, por mucho que el trasfondo de lo que contara pudiera ser trágico. De esta manera, su evidente misantropía queda matizada gracias a su enorme capacidad para la ironía, algo que explota suficientemente en esta novela.
En suma, creo que Pájaro de celda es un buen libro que simplemente pierde puntos si lo comparamos con otros libros del mismo autor. Se trata de una de sus historias más directamente políticas. Vonnegut nunca ocultó sus simpatías por el socialismo, algo que se traducía, como es el caso patente de esta novela, en una implacable crítica hacia el capitalismo y la forma de vida que impone, especialmente en Estados Unidos. Por otro lado, como incentivo adicional para recomendar el libro, decir que aparece Kilgore Trout, el fracasado escritor de ciencia-ficción creado por Vonnegut (basado más o menos en su amigo Theodore Sturgeon, aunque solo lo confirmó tras el fallecimiento de éste en 1985). Este personaje era una excusa concebida por Vonnegut para poder contar argumentos de ciencia-ficción sin tener que escribir los libros al completo. Este personaje aparece en muchos de sus libros, aunque va mutando de personalidad según le conviniera. En el caso de Pájaro de celda, Trout es el único estadounidense condenado por traición durante la Guerra de Corea, que aprovecha todo el tiempo del que dispone para escribir novelas con ese seudónimo.
Reseña de Antonio Ramírez
Como han mostrado numerosos estudios y exposiciones, las diversas corrientes artísticas que fueron surgiendo en el periodo moderno se nutrieron en gran medida del acervo del ocultismo y el misticismo. La identificación entre el mago y el poeta fue recurrente a lo largo de los siglos XIX y XX, cuando movimientos como el romanticismo, el simbolismo o el surrealismo, manejaron ideas que en ocasiones eran tan antiguas como el propio ser humano, pese a sus intenciones renovadoras o incluso revolucionarias. La cultura popular también ha reflejado, aunque con más desparpajo, esta herencia de lo mágico y lo paranormal. En los quioscos, al menos hasta hace poco, nunca faltaron revistas y colecciones en fascículos que han tratado estas temáticas con mayor o menor rigor científico. Y por supuesto, los tebeos y la literatura pulp fueron un terreno especialmente fértil para numerosas ideas provenientes del ocultismo, adaptadas para caber en las historias de terror y ciencia ficción. Mientras estén bien contadas, los lectores de estos géneros están predispuestos a aceptar las historias más disparatadas, con tal de que sirvan para estimular eso que algunos llaman el sentido de la maravilla. Quizás por eso, cuando a mediados de los 90 corrió la noticia de que el guionista de comics más famoso del mundo se había convertido oficialmente en mago, a casi nadie que estuviera metido en el mundillo le pareció una locura, de hecho, era algo que se veía venir. Alan Moore había dado el paso y se había convertido en un personaje de sus propias historias.
No es la primera vez que hablamos en este blog de Moore y su relación con la magia. Hace unos años reseñamos (ver aquí) Promethea, una de sus obras maestras y, sin duda, de las más relacionadas con el contenido del libro que reseñamos ahora: Occulture. Alan Moore: al otro lado del velo, obra de Roberto Bartual y publicado por Ediciones Marmotilla en 2024.
Se trata de un tomo bellamente editado, con ilustraciones de Manu Gutierrez abriendo cada capítulo y numerosas imágenes de apoyo repartidas por todo el libro. Respecto al texto en sí mismo, decir que lo he disfrutado de cabo a rabo. En mi opinión, es lectura obligatoria para todo fan de Alan Moore y muy recomendable para cualquier interesado en los temas que trata: magia, enteógenos, psicogeografía, Lovecraft y unas cuantas cosas más. Por otro lado, avisar que no siempre se trata de una lectura fácil. Bartual se esfuerza en dejarlo todo muy claro, aunque el libro reclama toda nuestra concentración, dada la complejidad de los conceptos que aparecen y acaban relacionándose entre sí. Además, el autor exige y estira al máximo nuestra suspensión de la credulidad. A medida que avanzamos en el libro, nos vamos metiendo más y más en aguas conceptuales profundas y oscuras. De nosotros depende cuánto queremos sumergir la cabeza sin protestar. Pero, claro, si hemos acabado con este libro en las manos, ya sabíamos dónde nos estábamos metiendo.
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Roberto Bartual |
Otro de los aspectos positivos del libro es que el autor no elude el sentido del humor, especialmente necesario cuando se habla sobre estos temas. El humor siempre es una forma de matizar lo que de otra manera podría parecer (y seguramente sea) una auténtica locura. Sin duda, el ocultismo y la magia están relacionados, a partes iguales, con muchas maravillas, pero también con innumerables gilipolleces de todo tipo. Se agradece, por tanto, que Bartual lo tenga en cuenta y lo señale cuando lo considera necesario. Son impagables las referencias a Iker Jiménez, por poner un ejemplo.
El libro hace un recorrido bastante ambicioso por las diferentes temáticas ocultistas, paranormales, psicodélicas y oníricas que Alan Moore ha explorado en su obra desde que se autoproclamó como mago. Y más importante aún, las relaciona entre sí. Comenzando por la psicogeografía, noción un tanto difícil de concretar, pero que de una manera u otra ha estado presente en muchas corrientes de pensamiento y artísticas a lo largo del siglo XX. Por cierto, hace poco hemos publicado en este blog una reseña (ver aquí) de un excelente libro que también trata sobre este tema. Respecto a Bartual, su enfoque es muy interesante, sobretodo porque cuestiona al propio Moore y su utilización (o más bien tergiversación) de los escritos de Aian Sinclair, uno de los autores que más han explorado la psicogeografía. En este capítulo, From Hell es la obra más referida, subrayando la liberalidad con que Moore recurre a la psicogeografía tomando como base los textos de Sinclair. Bartual no se corta en señalar cómo el barbudo de Northampton cae en las mismas exageraciones que otros autores respecto a la arquitectura de Nicholas Hawksmoor, o cuando analiza la interpretación tan arbitraria que hace del mapa de Londres. Pero, en todo caso, lo que Bartual quiere dejar claro es que Moore es genial incluso cuando hace trampas. From Hell, al fin y al cabo, no deja de ser una potente obra de ficción, a la vez que una fuente de innumerables ideas sobre la relación que existe entre nuestra conciencia y las calles que recorremos y habitamos. Según Moore, “la psicogeografia es el único tipo de geografía que podemos habitar", porque la ciudad está cargada de información, de historia, de símbolos que percibimos y a la vez creamos, que nos condicionan, o que pueden liberarnos dentro del juego de velos, apariencias y autoengaño que nos envuelve sin cesar.
Y a partir de ahí el libro es una montaña rusa de conceptos fascinantes que van enlazándose entre sí siguiendo una lógica bien construida. Bartual tiene la virtud de saber esquivar los tópicos, manejando mucha bibliografía y, más importante aún, aportando experiencias de primera mano que no duda en compartir con el lector, ya sea en referencia a las drogas, la meditación o el misticismo. También sabe, pese al terreno resbaladizo que pisa en todo momento, tirar del sentido común, rebajando la grandilocuencia que muchas veces acarrea hablar de cosas relacionadas con la magia y lo paranormal. Por ejemplo, cuando compara dos mitos no tiene reparos en decir lo siguiente: “Todos sabemos que Prometeo robó el fuego a Zeus para dárselo a los seres humanos. Pero resulta que en Hawaii existe un mito similar. Maui, el tramposo, le quita el fuego a Mahuika, su guardiana, y se lo entrega a sus vecinos para que puedan utilizarlo. La pregunta que plantean hechos como este es la siguiente: ¿cómo pueden parecerse tanto estas dos historias si los griegos y los polinesios nunca tuvieron el menor contacto? Pues por la sencilla razón de que el fuego no se hace: siempre se roba. Es algo que producen los elementos, los dioses, en este caso los volcanes (representados por Mahuika) o los rayos (Zeus). Uno simplemente va con un palo, lo coge y ya está”.
Por supuesto, el libro termina y Bartual no agota las posibilidades del tema, ni ofrece respuestas definitivas a los planteamientos de Alan Moore, pero al menos aporta lucidez y una lectura ordenada en unas cuestiones que en ocasiones pueden resultar un tanto obtusas. Establece un hilo conductor que nunca pierde y que tiene que ver con la conciencia, como verdadero campo de juegos donde todos estos experimentos mágicos tienen lugar. Porque, en definitiva, si la magia tiene algo de realidad, ésta se mide en la manera que altera nuestra percepción y vivencia del mundo, tanto interior como exterior. No obstante, Bartual no deja de avisar de los peligros de la magia, llevándonos a sacar a la luz aspectos de nuestra propia conciencia que quizás no podremos soportar. Pero, en todo caso, no cabe duda que Moore ha sabido relacionar la magia con la creatividad y el arte, y quizás esa sea la clave de este libro, reafirmar esa interpretación: la magia como una fuente de belleza y maravilla que puede transformar nuestra conciencia y nuestra vivencia de lo real. En un mundo cada vez más virtual (que no mágico) y dominado por algoritmos e inteligencias artificiales, individuos como Moore no dejan de operar como anticuerpos contra un sistema que intenta extirpar la imaginación y la poesía.
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Reseña de Antonio Ramírez