La
historia de las imágenes que se recogen en este libro se desarrolla como si
fuera la trama perfecta para una película de estafadores. También podría
tratarse de un experimento artístico. Y, por qué no, podría ser una ingeniosa y
cruel forma de dejar en evidencia al mundillo que se mueve alrededor de la
compra-venta de Arte Bruto. La verdad tras los dibujos de Foma Jaremtschuk podría
ser alguna de estas tres cosas, o incluso todas a la vez.
En
2006, la galería alemana Delmes & Zander, una institución europea dedicada
a la promoción del Arte Bruto (y de todas las variantes que hay alrededor de
este término, a veces algo difuso), expone en la Feria de Arte de Colonia los
dibujos de un artista ruso totalmente desconocido hasta ese momento. Estos
dibujos, hechos sobre cartones desiguales, envejecidos y sucios, causan un impacto
inmediato. El imaginario que muestran es realmente retorcido, repleto monstruos,
escenas sexuales enfermizas, canibalismo, coprofagia, seres humanos torturados
y con deformidades corporales extremas, además de otras muchas truculencias. El
trazo del dibujo es trémulo, pero muy potente, con multitud de intrincados detalles
que hacen que cada imagen sea un foco de atracción irresistible para el ojo. Por
si esto fuera poco, suelen llevar intercalados textos obscenos y delirantes,
escritos de forma inversa con una letra casi ilegible.
No se
sabía mucho sobre la vida de este artista. Para la ocasión, se emite una nota
de prensa breve, pero es suficiente para dotarle automáticamente de la mística
del artista maldito y outsider más prototípico: Foma Jaremtschuk, habría nacido
en 1907 en algún lugar de Siberia. En los años 30 habría sido encerrado por
lanzar calumnias contra la URSS. Por ello, cumpliría diez años de condena en un
campo de trabajo estalinista. A consecuencia de este calvario, enloquece y termina
por volver a ser internado, esta vez en un hospital mental donde permanecería desde
1947 hasta 1963. Aunque era analfabeto y sin conocimientos artísticos de ningún
tipo, Jaremtschuk comenzó a dibujar espontáneamente y de forma obsesiva,
creando cientos de obras sobre cualquier papel y cartón que encuentra. Todas las
obras disponibles pertenecen a este periodo. Después habría sido trasladado a
otra institución, pero no se sabe si siguió dibujando, solo que falleció en
1986. Estos pocos datos fueron suministrados por un tal Alex Gess. El mismo que
vendió una primera caja con 233 dibujos de Jaremtschuk a la galería Delmes
& Zander. Según Gess, consiguió una gran cantidad de estas obras en el
sanatorio de Saratov donde Jaremtschuk estuvo internado. En adelante, él sería
el suministrador exclusivo de sus dibujos, haciendo circular hasta cerca de 1000
piezas.
La voz
se corre muy pronto entre las galerías y coleccionistas de Arte Bruto. Gess decide
cambiar de comprador y comienza a vender la obra de Jaremtschuk a Henry Boxer
quien, a su vez, la expone en Londres y Nueva York con mucho éxito. Las piezas
van subiendo de precio y algunas alcanzan hasta la suma de 6000 libras. Muchas
colecciones importantes, como la de Treger-Saint Silvestre, afincada en Portugal,
se dan prisa por adquirir algunos dibujos. La célebre publicación Raw Vision se
hace eco de la obra de Jaremtschuk en 2017 a través de un artículo de Colin
Rhodes, escritor especializado en el tema (1). El año anterior se había editado
una monografía titulada Foma Jaremtschuk.
An Art Brut Master Revealed, que contiene una gran cantidad de dibujos. La
introducción estaba escrita, una vez más, por Colin Rhodes, que parecía haberse
convertido en el valedor oficial de la obra de Jaremtschuk. En su texto, Rhodes
intentaba dar sentido al caos contenido en los dibujos de Jaremtschuk,
analizando su iconografía y textos como una respuesta creativa a la disciplina
de los campos de trabajo y a los durísimos tratamientos en el sanatorio. De
este modo, la crueldad de los enfermeros y médicos, el control absoluto, la
suciedad y la violencia ejercida contra él, terminan por proyectarse en un
imaginario pesadillesco y obsceno. “Podríamos
ver a Jaremtschuk como alguien que fue capaz, en virtud de su condición
psicológica, de penetrar la realidad mundana (por horrible y fantástico que
esto podría haber sido en cualquier caso en la vida de los campos de trabajo) y
transmitir, a través de sus obras de arte, todo el alcance de la realidad
psíquica que él soportó” (2). El texto está plagado de referencias a Mijaíl
Bajtín, George Bataille y André Breton, y se hacen comparaciones entre la obra
de Jaremtschuk y George Grosz. En suma, queda claro el deseo de Rhodes por demostrar
la calidad intrínseca de los dibujos, pero, más aun, de situarlos en el más
alto nivel de lo que se entiende como Arte Bruto. Según Rhodes, los dibujos de Jaremtschuk
son el producto de una urgencia creativa enclaustrada en el más absoluto aislamiento
existencial y cultural, desligado de los intereses propios del artista
profesional, ajeno a cualquier condicionamiento academicista o mercantil.
Sin
embargo, resulta chocante que nadie, hasta ese momento, hubiera dudado de todo
este relato lleno de clichés. Cuando uno observa los dibujos de Jaremtschuk puede
ver un trabajo extremista, pretendidamente agresivo, pero muy consciente de lo
que hace. La técnica es depurada, propia de un conocimiento experimentado del
sombreado con tramas. Hay en ellos un estilismo madurado y complejo, tan personal
y reconocible como solo es posible después de mucha práctica. Además, es
inevitable reconocer el eco de muchas referencias culturales: el cómic
underground de los 80 y 90, la obra de HR Giger, la estética del cine de David
Cronenberg o Clive Barker y un largo etcétera. En definitiva, a cualquiera con
un mínimo de sentido común le costaría mucho creer que estos dibujos fueron
realizados por una persona analfabeta y sin experiencia artística de ningún
tipo. Por no reparar en el detalle de que lo hiciera en la Rusia comunista entre
finales de los años 40 y comienzos de los 60. Hay en ellos un evidente toque
punk que armonizaría con cualquier publicación de la editorial francesa Denier
Cri. De hecho, no es casualidad que la monografía fuera publicada en Macedonia por
Crna Hronika, casa especializada en autores underground como David Sourdrille,
Pakito Bolino, Henriette Valium y Nick Blinko.
Por
supuesto, tarde o temprano tenía que saltar la liebre desde algún sitio. En
2019 aparece en la revista rusa Meduza un artículo escrito por Yulia Vishnevetskaya
and Misha Yashnov (3) que desvela por fin toda (o casi toda) la verdad sobre Foma
Jaremtschuk. Ambos investigadores rusos, tan fascinados con su obra, como
extrañados de no haber escuchado jamás nada sobre él, habían decidido indagar
en profundidad. Tirando del hilo que llevaba desde la galerías Delmes &
Zander y Henry Boxer al único suministrador de obras de Jaremtschuk, Yulia
Vishnevetskaya y Misha Yashnov entrevistan a todos los implicados, los cuales
defienden vagamente la veracidad del artista. Sin embargo, no se dejan
convencer y siguen con su investigación. Descubren que Alex Gess, además de
mover arte, está implicado con negocios turbios en el mercado inmobiliario.
Posee un portal en internet, COCOON GALLERY, desde el que vende la obra de
artistas rusos. Sin embargo, tras revisar a fondo resulta que la mayoría de
estos artistas parecen ser ficticios, sus nombres, en algunos casos, forman
juegos de palabras obscenas. Uno de los pocos artistas que han logrado
certificar como real se llama Peter Dzogaba. Vive en Volgogrado, la misma
ciudad de Gess. Le llaman por teléfono, pero no obtienen ninguna pista sobre el
asunto de Jaremtschuk, aunque a través de él conocen a su hermano Alexey Shilov,
también artista, que a su vez les habla de un creador local llamado Stanislav Azarov.
Cuando buscan su obra en internet se encuentran con grabados y dibujos con
ciertas semejanzas a las de Jaremtschuk, algunas obras incluso incluyen textos
escritos al revés. Así que deciden viajar a Volvogrado.
Cuando
visitan a Stanislav Azarov, éste se muestra muy sorprendido al observar la
monografía de Foma Jaremtschuk. Reconoce que son dibujos suyos, aunque no tiene
ni idea de cómo han acabado ahí. Se sorprende aún más cuando le cuentan que sus
obras están siendo vendidas a precios muy elevados y que se hayan repartidas
por colecciones de medio mundo. Es entonces cuando él les cuenta que unos
desconocidos le habían comprado muchas obras en 2005. Se trataba de una serie
de dibujos preparatorios para grabados, que estaban realizados en una etapa muy
oscura de su vida. Poco antes, había estado en el hospital durante una larga
temporada y de ahí tantas bañeras, enfermeras y demás. Los desconocidos le
encargaron más dibujos de ese tipo, que le fueron comprando en varias tandas.
Yulia
Vishnevetskaya y Misha Yashnov no hacen afirmaciones categóricas en su
artículo, aunque queda claro que la existencia de Foma Jaremtschuk es un timo. Sin
embargo, no se señala directamente a nadie, ni hasta qué punto las galerías, coleccionistas
y estudiosos participaron del engaño a sabiendas de estar creando una burbuja.
Ambos investigadores recibieron mensajes amenazantes por parte de Gess para que
dejaran de remover la cuestión, pero éste sigue afirmando a día de hoy la
veracidad de su historia. El propio Stanislav Azarov insiste en su absoluto
desconocimiento de lo que estaban haciendo con sus dibujos, aunque aprovecha el
suceso abiertamente para promocionar la obra firmada con su nombre.
De toda
esta rocambolesca historia se pueden extraer muchas reflexiones. Una de ellas
es que el ámbito del Arte Bruto se mueve a través de resortes en ocasiones
dudosos. Posiblemente, el papel de Colin Rhodes es el que queda en peor lugar,
pues todas sus conclusiones vertidas sobre la obra de Foma Jaremtschuk
resultaron ser injustificadas. La pretendida pureza sobre la que construye su
retrato del artista bruto perfecto, aislado de las contaminaciones del mundillo
cultural y mercantil, no tienen sentido en absoluto si tenemos en cuenta quien
era en realidad Jaremtschuk. Entonces, ¿cómo afecta eso en su consideración de
la obra que antes había puesto en un pedestal? ¿Deja de tener valor o interés? Puede
resultarnos fascinante que alguien realice una obra artística en ciertas
circunstancias extremas. Es inevitable ver en esa obra un valor añadido, casi
un componente mágico que sobrepasa las limitaciones de los demás mortales. Pero,
no es difícil caer en una mitificación de la locura, de la pobreza o cualquier
otra circunstancia complicada o negativa.
Como
una especie de monstruo de feria, el individuo en sí se difumina y solo vemos
su exotismo y su deformidad, de hecho exigimos esa monstruosidad, sin la cual su
obra no sería interesante para nosotros. Para Colin Rhodes, Foma Jaremtschuk
tenía valor como artista loco, pero, cuando se demuestra que esa locura nunca
ha existido, desaparece esa pureza que demanda y su pedestal se derrumba. En
todo caso, desde aquí queremos defender la obra de Jaremtschuk / Azarov por sí
misma, al margen de las circunstancias en que fue creada. Al fin y al cabo, sus
dibujos reflejan el suficiente grado de obsesión como satisfacer ese deseo de
un arte al margen del buen gusto y las sanas costumbres. Stanislav Azarov escarba
en algo que trasciende las modas o las demandas del mercado, no hace falta
añadir una historia de sufrimiento y locura para que atrape nuestra mirada. La
locura no siempre tiene porque estar relacionada con un diagnóstico médico,
sino que puede ser el producto de profundizar consciente y apasionadamente en
lo imaginario de una forma extrema y libre de filtros. Stanislav Azarov
demuestra que accede de sobra a esa locura con los dibujos incluidos en esta
monografía, y de alguna manera nos transmite que todos portamos la misma posibilidad
de perdernos en ella.
Notas:
(1)Autor
de numerosos artículos y libros sobre Arte Bruto. En España disponemos de
Outsider Art. Alternativas espontáneas. Editado por Destino en 2002.
(2)El
texto también puede leerse completo en la siguiente dirección web.
(3)Si
deseas saber todos los detalles, se publicó una versión en inglés en la
siguiente dirección web.
Más
información sobre Stanislav Azarov en su web oficial
A comienzos de este siglo, las películas de
terror japonesas vivieron una época de esplendor. Entre fantasmas, gritos,
maldiciones y palideces, emergía un relato melancólico sobre el aislamiento y
la creciente artificialidad de la existencia. Kairo, de Kiyoshi Kurosawa, se estrenó en
2001 y es un buen ejemplo de estas historias sin casquería, ni grandes efectos especiales
que se alimentaban más de la tristeza que del miedo. Kurosawa nos ofrecía un
mundo paralizado y al límite de la catástrofe, invadido por una atmósfera sucia
de contaminación y por el que deambulaban personajes solitarios, que debían
enfrentarse a la pulsión de muerte que anidaba en los ordenadores. A pesar de
lo evidente, el sentido metafórico de sus imágenes era efectivo al mostrar el
proceso de fantasmagorización de la ciudad y de sus habitantes tragados por la
pantalla.
Hay cierto aire a Kairo en Materiales para una pesadilla de Juan Mattio. Se respira en la
orfandad de los personajes, los cielos plomizos, la frialdad de unos cuerpos
que van perdiendo el peso de la materia, las chirriantes incoherencias del
lenguaje de los bots y las aguas
estancadas en las que se sumergen los suicidas. En este sentido, la preciosa
novela de Mattio se plantea como una distopía tan cercana a nuestro tiempo, que
su lectura va helando la sangre. Que terminemos habitando una enorme Ciudad de los muertos, como la del
cuadro de Böcklin,está a un simple paso tecnológico. La imagen de este pintor
simbolista le sirve a Mattio de hilo conductor de los fragmentos que construyen
un relato sobre la pérdida. El libro, que se inicia con dos citas de Ricardo
Piglia y Walter Benjamin, entronca con la escritura bejaminiana por esa fragmentariedad,
por cambiar el foco hacia la narración de los perdedores y por un pesimismo
recalcitrante. Eso sí, en contraste con el pensador alemán, aquí no hay
posibilidad de salvación mesiánica, no hay chispa subversiva que surja de la
comprensión del pasado, por lo que resulta imposible alumbrar un movimiento de
emancipación desde esta melancolía.
De este modo, Materiales para una pesadilla se
convierte en una historia sobre el duelo. Sus protagonistas van aprendiendo a
despedirse de las personas a las que quisieron, de las casas y ciudades que
habitaron en la infancia, de las formas de jugar, de relacionarse, de amar, … En
definitiva, tratan de resignarse a la muerte del mundo y su conversión en
fantasmagoría a partir de la tergiversación del lenguaje, como herramienta
expropiada por la tecnología. Mattio nos enfrenta a la posibilidad cercana de
que los humanos dejemos de ser los animales con palabra. Esas criaturas que con
el hablar construyen el mundo. Los bots
y las IAs nos desposeerán definitivamente de la lengua, consumando el régimen
de separación propiciado por el capitalismo cibernético. En el libro (y casi
ahora) son las máquinas quienes hablan y las personas se beben sus palabras en
una ilusión de comunicación. Frente a la verborrea informativa de los
dispositivos, entre los terminales humanos reina el silencio. Mientras tanto,
crece el desconsuelo como una corriente que recorre la intimidad del cuerpo
hasta enfermarlo. El único refugio que nos ofrece Mattio es el amor, aunque
florezca en relaciones condenadas. Un arraigo frágil al mundo, pero que será lo
único capaz de habitar la memoria de los protagonistas.
La novela puede leerse
como una respuesta a la sospecha contemporánea que late bajo el malestar
general: ¿qué mentes perturbadas han creado el universo virtual en el que
vivimos sumergidos? ¿Qué finalidad se persigue con la seducción y separación
del mundo que provocan los dispositivos cibernéticos? La especulación de Mattio
rompe con la estupidez habitual de los planteamientos conspiranoicos. Nos
presenta un mal banal, visto de escorzo y desde la perspectiva de los
oprimidos, que entremezcla la brutalidad de las herramientas de vigilancia de
la dictadura argentina, con el desarrollo de las tecnologías capitalistas. La
trama se despliega como una singular novela negra, que gira sobre un robo extraño,
el del lenguaje, que ha herido de muerte a la humanidad. Para ello, Mattio
utiliza diferentes niveles de narración que se corresponden con los años 80’ y
las primeras décadas del siglo XXI. Todo ello jalonado por numerosas citas y
referencias a filósofos (Wittegenstein o Benjamin), científicos (Luria) y
escritores de ciencia-ficción (Lem, Dick o Ballard).
Dentro de estas
referencias literarias, el homenaje más claro es a Solaris de Stanislav Lem. De hecho, hacia el final de la novela,
uno de los protagonistas retoma la historia de las apariciones en el planeta de
Solaris para explicar el funcionamiento de la Isla de los muertos, que se ha
creado como un reverso malsano del mundo virtual cotidiano. En ese no-espacio
se establece una relación perversa entre los avatares de los humanos vivos y
los bots que “encarnan” a los muertos.
Durante los encuentros en esta ultratumba simulada, el camino que va de la
alegría a la repugnancia resulta muy corto. Como sucedía en Solaris “todo
empieza bien, hay felicidad en el reencuentro. Volver a ver un gesto que
creímos que se había perdido para siempre. Dura poco. El retorno de los
ausentes se convierte en un sueño opresivo. Las criaturas no pueden quedarse un
solo minuto a solas. Demandan una atención sin fisuras. Hay que apartarse de
ellos con violencia para no ser desintegrados”.
En el limbo espeso de la
Isla de los muertos, se perfecciona la promesa de eternidad de lo virtual, que
se invierte rápidamente en la maldición de la no-desaparición. El bot, que fue alimentado en vida por la
persona fallecida, queda atrapado en su celda esperando la visita de los vivos
para mostrarse orgulloso de su autosuficiencia virtual. Por eso, quienes de
sumergen en la isla en busca de consuelo sospechan que pagarán un alto precio.
No solo el que exigen las sacerdotisas, que custodian y guían en la isla, sino
el que se cobran los propios bots,
que ahondan en la herida de la pérdida.
Con ello, Mattio no solo
nos advierte del modo en que se renuncia al lenguaje como el abrigo de lo
humano, sino también cómo se desecha la posibilidad de la memoria. Parece que
en un futuro muy cercano, el contenido completo de nuestra mente se irá
restringiendo a las pulsaciones en la pantalla. Prolongando esta especulación y
yendo más allá de la novela, podemos prever que ya no habrá más intimidad del
pensamiento, ni en el duelo, ni en ninguna otra actividad. La conciencia, que
tantos quebraderos de cabeza ha dado desde la Modernidad, se convertirá en una
prolongación artificial y siniestra de un fragmento de la existencia individual.
Será el dispositivo quien la guarde, como una identidad gestionada por una IA,
que nos la ofrecerá gentilmente como avatar en lo virtual. Nuestra mejor
versión pagada en cómodas cuotas de pantalla. Queda claro cómo el libro
consigue abrirnos a las posibilidades de un universo alucinatorio, que convertiría
la propia existencia en algo siniestro.
Si Materiales para una pesadilla nos perturba es por su verosimilitud.
Como Meta y demás corporaciones han estado planeando ya para nosotros, la
realidad virtual se configura no solo como un videojuego evasivo, sino como la
reproducción del mundo como un gran supermercado. Tras la sociedad del
espectáculo y de consumo, el imaginario humano se ha vuelto tan estéril, que
tampoco podemos fantasear con mucho más que esto. El deseo está configurado a
la medida de un centro comercial, una habitación de hotel y un amor de
culebrón. Para Mattio, la lógica del capital es la que rige con brutalidad en
ese universo duplicado, que no vale como refugio o bálsamo, sino que aísla a
los terminales, mientras ejerce la fantasmagorización del mundo común y
material.
Por eso, los encuentros
con amantes apasionados, las derivas guiadas por el “azar”, las predicciones
oraculares o las bebidas alcohólicas que son consumidas en la conexión no
consiguen saciar a los personajes de Mattio. Tampoco puede extrañarnos esa
voluntad arriesgada y suicida, que termina empujándoles a actuar en busca de
algo auténtico o real. Una actitud que se aleja diametralmente del
planteamiento de novelas como Neuromante,
en las que se busca una fusión completa con la tecnología. La inmersión
constante en la máquina, que nos presenta Mattio, no proporciona suficiente
ebriedad, exaltación, fascinación o amor. La gran matriz no es capaz de cumplir
los deseos. Lo que ofrece la conexión es más abandono, frialdad y muerte. Por
mucho que se busque un vínculo con la alteridad, que sigue siendo irreductible,
lo que se encuentra es un otro reducido a un bot que les ignora o, incluso, les maltrata.
El fracaso de este
anhelo profundo queda claro en un brevísimo episodio del libro en el que un
hombre que vive en la calle se comunica con un cajero automático. El cajero se
convierte en la Alexa de los pobres. La diligencia del ordenador le permite al
hombre cambiar de contraseña o consultar un saldo inexistente, manteniendo una
breve comunicación. Un sucedáneo de alteridad que evidencia la soledad radical
en la que se encuentra. Y, sin embargo, nos dice Mattio que “era una compañía
débil y luminosa que lo mantenía dentro de los límites de cierta cordura”. Como
pasar horas haciendo scroll y creyendo
que las palabras de los tiktokers van
dirigidas a nosotros. Una dosis ansiolítica que calma un poco el dolor del
aislamiento social.
En definitiva, la
tristeza del libro no radica solo en el devenir de los personajes, sino en la
oscura despedida a la cultura, tal y como la conocimos quienes habitamos el
siglo XX. Mattio se despide de la forma de comunicación, las relaciones, los
amores y, también, de la propia literatura, el imaginario y la utopía política.
Nuestras mismas vidas ya muestran los primeros signos de necrosis. La pesadilla
y la añoranza vuelven cada noche al pasar el dedo por la pantalla del móvil.
Más información sobre el libro en la web de Caja Negra