martes, 14 de enero de 2025

ESPACIO NEGATIVO - B.R. Yeager

            Imagine que se introduce en el cuarto de un adolescente a media tarde. La ropa está tirada por el suelo, la mesa desordenada y la persiana no deja entrar la luz del todo. El chaval está tirado en la cama con una sonrisa alelada, completamente abstraído. Lleva los auriculares puestos y mira el móvil, que está enchufado al cable de carga. A pesar de tenerle justo enfrente, el adulto siente una distancia enorme con él y algo de pudor. Somos un intruso que invade la habitación para molestar. Algo así es lo que me pasó cuando comencé a leer Espacio negativo. De hecho, mi primer impulso fue abandonar la lectura, como si no fuera apropiado adentrarme en la intimidad de ese grupo de jóvenes. Quizás me pasara por ser madre de un adolescente y trabajar diariamente con ellos, pero la cercanía de la historia relatada por B. R. Yeager me resultaba apabullante.

            Una vez superado este escrúpulo inicial, la novela me sedujo de manera instantánea y me quedé pegada a sus páginas. Yeager arranca rápidamente con una narración polifónica y una trama muy clara. Parece un documental grabado en torno a alguien desaparecido. La historia se fundamenta en la creación de un culto oscuro sin iglesia, ni dogma. Vemos la extensión entre los jóvenes de ese chamanismo tétrico, que está enlazado con el territorio. La nueva religión se transmite a través de los árboles, los arroyos, los puentes y las casas de la pequeña localidad de Kinsfield. De esta forma, el espacio cobra una importancia enorme en la historia, describiendo una geografía en la que vibran los humores de los suicidas. La devoción no se alimenta de la promesa del paraíso, sino de una experiencia desnuda, abismática y cruel. Igual de contagioso que un virus emanando de la misma tierra. Conforme los jóvenes se adentran en la práctica, se van perdiendo los límites de lo material y lo alucinatorio, el cielo y las tinieblas, lo bueno y lo malo, lo masculino y lo femenino, el placer y el dolor. Los mismos personajes se van enredando y confundiendo entre ellos, creando una amalgama que se parece a una gran mente purulenta, recorrida por un inconsciente telúrico, que maneja la trama.

            Yaeger construye, por tanto, una novela de estructura circular y en la que tenemos la sensación de que no sucede nada. El ambiente de Kinsfield contamina cada pequeña decisión de los personajes. Esto provoca un desasosiego que no se atreven a confesarse entre ellos, pero que infecta cada gesto, palabra o caricia. Hasta yo misma tenía la impresión de estar expuesta al contagio a través de los mismos dedos con los que pasaba las páginas. Cada vez que cogía el libro, creía que me volvía más vulnerable a la maldición. Es lo más inquietante: sentir que se maneja un artefacto capaz de producir sensaciones malsanas. A pesar de las situaciones retorcidas y brutales que se van amontonando, llega un punto en el que deja de resultar extraña la vida de estas criaturas acorraladas. Como si hubiera una lógica en ese espacio turbio, que produjera unas rutinas destructivas y dirigidas hacia un destino escrito desde antes de nacer. Y, como los personajes del libro, se acaba comulgando con la idea de que la existencia está determinada por fuerzas ajenas y malévolas, que han diseñado un final cruel para cada uno de nosotros.

            Por eso, no es necesario que haya sorpresas en la trama, ni siquiera se esperan. La cadencia de la historia está en los rituales, que van incorporando pequeñas variaciones. Tyler, el protagonista, descrito siempre a través de la mirada de los demás, será el catalizador del culto. Se auto investirá de manera salvaje como un chamán lisérgico o un faquir cibernético. Alrededor de Tyler, se mueven el resto de jóvenes, Lu, Jill y Ahmir. Todos ellos se mantienen hipnotizados en una danza macabra y creando un microcosmos muy pequeño. Aquí, el principio de realidad se ha roto por completo. El afuera se paraliza cuando ellos se aburren o late desbocadamente cuando se hieren. Así, el pueblo, los padres, los amigos y profesores responden a los deseos del chamán y sus correligionarios, dentro de esta delirante magia mórbida.

Se podría decir que el libro transcurre en una realidad postapocalíptica arrasada por la crisis económica y climática. Sin embargo, este mundo está compuesto por elementos que nos resulta completamente familiares. Hasta llegar a parecer el verdadero rostro de las cosas, que se encontraría tras las idílicas imágenes y vídeos que reproducimos en los móviles. De modo que la novela funciona como un dispositivo de sentido, capaz de tragarse la realidad completa. Yeager elabora una alucinación perfecta en la que se pierde el contorno de lo material objetivo de manera progresiva, introduciendo al lector en las aguas cenagosas del mismo río que se describe en sus páginas.

Esta alucinación colectiva está alimentada por la espira, una droga que circula libremente entre los chavales. La sustancia no proporciona placer, ni evasiones idílicas, sino justo al contrario. La inmersión siempre es desagradable, hace aparecer fantasmas e interconecta todo lo existente a través de hilos negros. La facilidad para conseguirla y el impacto inmediato en la descomposición psicológica de los chavales la convierten en un puro veneno. Así se expresa uno de ellos cuando se la ofrecen: “El paquete estaba lleno de hojas secas de un color púrpura grisáceo. Tenía olor a cadáveres calcinados” (p. 18). Su consumo acaba jugando un papel fundamental en el ritual de conductas autolíticas y humillantes al que se someten constantemente. Es como si, efectivamente, las plantas hubieran sido alimentadas con los cadáveres de los suicidas.

B.R. Yeager (Fuente: El Diario.es)

En cualquier caso, el consumo de espira, hierba y barbitúricos termina de sumergir a los personajes en la desidia más absoluta. En muchas ocasiones, son incapaces de satisfacer sus necesidades más básicas o de resolver los problemas más graves. Han caído en una suerte de agujero negro y están seguros de no poder salir, así que ni lo intentan. Es más, esta lenta caída carece de poesía y su desesperanza se vuelve contagiosa. Afortunadamente, hay momentos en que alguno de ellos consigue desasirse de las trampas y se ofrece un pequeño resquicio luminoso. Aunque, el ansiado respiro deja al descubierto la fragilidad de sus acciones y las consecuencias tan efímeras que tienen en sus vidas. Es imposible no sentirse conmovido por este círculo de impotencia. “No pasa nada y nada de lo que pasa es bueno (p. 22)”, dice uno de los jóvenes, como si el tiempo se hubiera detenido.

Los días están marcados por una repetición asfixiante de suicidios y crímenes, que han dejado de ser acontecimientos extraordinarios. Es más, cuando el orden de la naturaleza comienza a invertirse y los animales muestran perturbaciones monstruosas, nadie se sorprende. Asumen que su comportamiento obedece a la nueva lógica del universo. El fatalismo de la novela conecta a la perfección con nuestro pesimismo, que amortigua el posible impacto de los desastres de este capitalismo en crisis. Es la caída en la impotencia más absoluta.

Como señalaba al inicio, en el contacto con esa intimidad adolescente, la transparencia de los chavales resulta perturbadora. La novela describe con maestría las relaciones de amistad juveniles y cómo estos vínculos pueden convertirse en dependencias emocionales. Igual que la intensidad de los primeros amores y del sexo, capaces de torcerse hacia lo insano y ciego. Los chavales están unidos por las heridas y, sabedores de su tristeza, tratan de escucharse, protegerse y cuidarse los unos a los otros. De ahí que abunden los pactos y las promesas, que no deben traicionarse. Su único capital es la palabra, con la que protegen su intimidad última y sus secretos. Se evidencia, por tanto, una separación radical con el mundo adulto, que les hace sentirse huérfanos. A pesar de la tristeza que les provoca, la distancia e incomunicación con sus padres o profesores parece inquebrantable. Algo se ha roto para siempre.

Así pues, en Espacio negativo, nos encontramos ante otra expresión de la nostalgia de un mundo perdido. Los chavales echan de menos las conversaciones con sus padres, las comidas en familia, los juegos en el jardín, las canciones que cantaban en el coche o las visitas a la iglesia. La melancolía brota de la ruina de todos los valores asociados a la familia, el trabajo, los estudios y el amor. Eso sí, los adultos han sido los primeros desertores del mundo. Hay un claro resentimiento hacia la generación precedente. De ahí que, por ejemplo, sea completamente inútil el esfuerzo de la madre de Jill por evitar la descomposición de su familia. Cualquier intento de recuperación ha caído en la repetición vacía, porque los dioses han abandonado el mundo.

En el fondo, lo que buscan desesperadamente estos jóvenes es una experiencia de trascendencia que dé sentido a la existencia. Sencillamente, recomponer los fragmentos de lo real a través de un relato intenso y pleno. Ahí anida la fascinación que ejerce Tyler como brujo. Es el más bello (y repugnante) de todos. Tan hermoso y frío como un crimen sangriento. A través de sus ritos y de la espira quiere mostrarles cómo son las cosas en la realidad. Y les conduce a ese nivel de la existencia más auténtico, en el que todo tiene su correspondencia. Pero el sacrificio debe ser completado. Y, una vez dentro, les abandona en una penumbra fría, sucia y dolorosa, aunque, ordenada y cargada de sentido. Atrapados en ese loop siniestro, ya no habrá nada más que hacer. Lo que está pasando, ya pasó y volverá a pasar.

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Reseña de María Santana

 

 

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