Introducción y notas de Santos Alonso.
336 páginas.
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Sinopsis.
El joven Adrian está sufriendo una profunda crisis existencial y familar. Para complicar más las cosas se encuentra en mitad del bosque con la Flor de San Juan, una mítica aparición que dota de invisiblidad a quien la toca. A partir de ese momento deberá sobrevivir bajo su nuevo estado y soñar con recuperar de alguna manera la normalidad.
Comentario del libro.
Es notorio que entre los actuales escritores españoles más reconocidos (esto es, que publiquen de forma regular en grandes editoriales) es bastante raro encontrarlos que traten temas de carácter fantástico, de terror o de ciencia-ficción. José María Merino supone una rara excepción a esta norma, ya que es un autor que desde sus comienzos ha ido cultivando intermitentemente el género fantástico y, si bien es verdad que ha hecho de todo, puede ser que gran parte de su fama se deba sobre todo a ese tipo de obras. Pero no solo es remarcable la dedicación de Merino al género (repito, siendo como es un autor consagrado, pues existen escritores del género fantástico en España, otra cosa es que muy pocos, contados, logren un mínimo de atención por parte de las editoriales, ya sean las pequeñas o las grandes), lo más relevante, en este caso, es que aun así haya conseguido acceder a toda una plaza en la Real Academia Española de la lengua, lo cual es un verdadero logro dado el carácter genuinamente rancio de nuestra cultura patria. Ser académico de la lengua es algo así como tener un sitio más o menos seguro en la infraestructura mediática tan necesaria para ser alguien en este país: cadenas de radio, televisión, revistas dominicales, periódicos, etc., ser académico te puede hacer ser visible para el gran público, pero sobretodo te dota de un prestigio intelectual más allá de la dependencia del impacto comercial. A veces vender mucho no tiene por qué ser sinónimo de escribir bien, pero ser elegido académico de la lengua es como tener un carnet de buen escritor, vendas o no, y lo más importante y paradójico: seas buen escritor o no. En todo caso, lo verdaderamente reseñable del asunto es que Merino ha conseguido ser académico de la lengua aun siendo un escritor muy relacionado con lo fantástico.
Una vez dicho esto hay que admitir que Merino escribe, ciertamente, como todo un señor académico. En comparación con la prosa más bien funcional de la inmensa mayoría de autores (españoles o no) adscritos al fantástico, especialmente entre los contemporáneos, el estilo de Merino pudiera quizás resultar peculiar. En un género como el fantástico, tan dependiente de la trama, de los personajes y de una clara transmisión de unas historias e ideas que deben resultar persuasivas, siempre ha arraigado la rémora en cuanto al tema del estilo. Cuando lo más difícil en este género es resultar mínimamente convincente (dado que se trabaja con ideas imaginarias que en ocasiones pueden resultar estrambóticas), la cosa puede complicarse mucho por una excesiva “presencia” del autor. Son numerosos los libros fantásticos que han resultado fallidos a causa de un escritor más preocupado por demostrar su personal estilo o sus dotes estéticas que por desarrollar ideas, ambientes o personajes con la suficiente convicción. Lo cual dice mucho de este género, pues será popular, será incluso un gueto subcultural si queremos verlo así, pero lo cierto es que es un tipo de literatura que no perdona, así de simple. Ser un maestro del fantástico supone ante todo asumir la humildad del artista ante lo imaginario, saber encontrar el difícil equilibrio entre tener algo bueno que contar y saberlo contar bien. No obstante, la otra cara de la moneda es que a causa de este dilema muchísimos escritores deciden reducir su estilo al mínimo, convirtiéndose en meros emisores casi neutros (aunque en el fondo eso no sea posible) de ideas imaginativas, sean éstas mejores o sean peores. Pero en el caso de Merino no hablamos, por ejemplo, de experimentalismo o de una modalidad extremadamente personal o difícil, él sencillamente se restringe a ejercer lo mejor posible el oficio de escritor en un campo repleto de escritores estilísticamente mediocres: en comparación sus textos resultan muy fuera de la norma. En sus manos el lenguaje es como una substancia densa, muy rica en matices, significados y expresividad, no tanto tendente a la filigrana o al exhibicionismo, algo que podría ir en su contra, sino guiado por un deseo palpable por exprimir el idioma en todas sus posibilidades, lo cual es de agradecer. Pero, ¿Consigue Merino ese equilibrio entre estilo e ideas que implacablemente exige el género? Pienso que en el caso de Los invisibles la respuesta es una contundente afirmación.
Mi primer contacto con la obra de Merino fue cuando me hice con Historias del otro lugar, una compilación de sus colecciones de cuentos (casi todos fantásticos) publicados de 1982 hasta 2004. Resultó ser un libro excepcional, repleto de buenos relatos y en el que podemos observar la evolución de Merino a lo largo de tantos años. Pero todavía no había leído ninguna de sus novelas, aunque tenía en la reserva un volumen editado por Alfaguara que engloba tres de sus libros adscritos a lo que Merino ha denominado “novelas del mito”. Pero la reedición de Los invisibles por parte de Cátedra (acompañada de un cuidado texto introductorio y varias notas, todo ello obra de Santos Alonso) en su interesante colección de Letras populares me ha animado a adelantar esta novela en la siempre creciente pila de lecturas pendientes.
Los invisibles se divide en tres partes, primera: la historia de Adrián, el joven que se vuelve invisible tras tocar la legendaria flor de San Juan; segunda: la descripción de como José María Merino termina siendo el narrador de esta historia (que según Adrián es real, aunque Merino exprese una y otra vez sus dudas sobre ese punto); tercera: una conclusión donde se desvelan algunas cuestiones cruciales sobre la peculiar relación literaria establecida entre Adrián y Merino, así como sobre la finalidad secreta del libro. Así pues, estamos ante una novela que aúna lo fantástico con eso que se ha venido a llamar la metaficción o metaliteratura, ya que el propio autor termina convirtiéndose en personaje de su libro, y lo que es más importante, la novela misma acaba siendo diseccionada en la historia que está contenida dentro de sí, en lo que viene a ser un laberíntico juego especular que resulta extremadamente interesante. Por si fuera poco, aparte de esta relación ambigua entre realidad y literatura que Merino se esfuerza por mostrar, Los invisibles también resulta ser un perfecto vehículo simbólico para ciertas inquietudes de carácter más social. En realidad no es que el libro tire mucho por ahí, pero pienso que las alusiones en ese sentido son demasiado importantes como para no hablar de ello en esta reseña. El tema de la invisibilidad es lo suficientemente sugestivo como para relacionarlo con ciertas cuestiones candentes como son las desgracias del tercer mundo o la miseria en nuestras propias calles. En la novela se habla de la invisibilidad de aquello que la sociedad prefiere no ver, por mucho que se sepa que está ahí clamando por soluciones; también de aquello que es ocultado interesadamente con mentiras o mediante su extremada exposición hasta conseguir la insensibilidad del que mira, como ocurre con el uso que los medios de comunicación hacen de tantas cuestiones terribles. Pero Merino se asegura de contraponer diferentes puntos de vista para no resultar excesivamente tendencioso (pese a que se le note sus inclinaciones sociales, lo cual no es ni mucho menos negativo) y deja al lector que opine por sí mismo. Así que, siendo invisibles físicamente y por tanto sensibles a la analogía entre su estado y el de otros tantos “invisibles” de nuestro sociedad, el personaje de Rosa (una joven que también ha tocado la Flor de San Juan y que Adrian encuentra en su camino) encarna a la idealista activista, aquella que prefiere aprovechar la oportunidad para pasar a la acción, aunque a veces este paso no sea quizás bien medido en sus posibles consecuencias; por otro lado, Adrián representa el que no se entera de nada, ya sea por su posición acomodada o por puro egoísmo, su apatía le lleva primero a la extrema introversión, luego a la inevitable (pero tardía) sorpresa ante los males del mundo. Ambos representan dos extremos de un arco ideológico y existencial que difícilmente pueden reconciliarse.
Gracias a sus tres partes bien delimitadas, Los invisibles resulta un libro con varios posibles estratos interpretativos, pero lo incuestionable es que a la larga termina fundiéndose en un único aglutinado, indivisible a costa de perder todo el conjunto su sentido más profundo. Pero vamos a explicarnos. La novela podría haberse restringido perfectamente a la primera parte, la historia de Adrián narrada en tercera persona, de esa manera hubiera resultado un libro con elementos fantásticos, sin más, con una trama bien urdida y espléndidamente escrita, con los suficientes ingredientes para resultar entretenida e interesante, aunque tampoco sin resultar especialmente destacable. No obstante, el autor opta por complicar la cosa, añadiendo su intervención y su punto de vista en primera persona, donde explica que todo lo que hemos leído hasta ese momento está escrito en función de la historia (como decimos supuéstamente real dentro de la lógica del relato) que le ha propuesto Adrián. Apareciendo como personaje de su propia novela, Merino introduce lo cotidiano, el mundo real sin prodigios ni misterios, describiendo aspectos de su vida (¡dándonos envidia con sus hábitos de escritor, sus viajes y su casa en el campo!) y de lo que se oculta tras las bambalinas de la literatura. Así, aprovecha su intervención para hacer comentarios, bastante irónicos y propios de un sutil sentido del humor, sobre aspectos que no le cuadran de la historia de Adrián, considerándolos como claramente peliculeros o demasiado delirantes para ser novelizados de forma adecuada, aunque el joven se afane en que aparezcan en el libro porque considera que son cruciales para la relación de sus extraordinarias vivencias. Por ejemplo, en un momento dado leemos:
<<Adrián, eso del Cazador me parece un poco disparatado>>, le dije y me miró con aspecto de no comprender. <<La aparición de ese elemento llevará el libro al género de aventuras>>, añadí. <<!Un cazador de seres humanos, aunque sean invisibles, vestido de Robin Hood! No puede darse tal quiebro en la trama. No se pueden dar esos bandazos, pasar de hablar de los problemas del hambre en África a esa cacería de película de Mad Max, o de un Predator al revés. Es como si metiésemos un rock en mitad de un adagio. El libro tiene que responder a una línea homogénea. >>
De esta manera Merino acomete un análisis tan divertido como sesudo de su propio relato aprovechándose de la oportunidad que le otorga su aparición como personaje, razonando sus puntos débiles y poniendo en duda los elementos en juego más conflictivos, mostrando así las interioridades de su labor creativa e incluso justificándose de cara al lector por los posibles excesos o fallos que podría haber cometido. Teoriza también, en ocasiones muy bellamente, sobre las cualidades de la literatura en comparación con la vida tangible, reflexionando sobre temas diversos como el paso del tiempo o la incapacidad contemporánea para percibir el misterio implícito del mundo, apoyándose para ello con referencias a Fernando Pessoa y otros autores. <<La realidad es más extraña que la ficción porque no necesita ser verosímil>>, escribe en un momento dado, dándose la paradoja de que en ningún momento hemos abandonado una novela. Pero lo cierto es que esta situación paradójica es la base central para el buen funcionamiento de Los invisibles, pues, al fin y al cabo, esa realidad a la que el Merino ficticio se refiere como tan extraña es a la vez la imaginaria, la realidad de los personajes, y también es la propia realidad que lo engloba todo, la historia ideada por el Merino real y a nosotros mismos, los lectores.
Así que tenemos el relato plenamente fantástico, después su respuesta dialéctica en clave realista y, por último, una especie de síntesis que solo es posible en el no lugar de la literatura, donde lo real y lo imaginario no tiene por qué quedar totalmente delimitados y es posible enredar el criterio del lector. Merino escenifica así su tesis de que la verosimilitud es la cualidad necesaria de toda ficción, de toda “verdadera ficción”, como dice él, aunque esta verosimilitud dependa a veces (y ahí entra el talento del escritor) de la suspensión momentánea de la lógica racional y la incredulidad, como suele ser en el caso del género fantástico.
Ahí está el juego en marcha: haciendo literariamente creíble una situación absolutamente improbable (que alguien se vuelva invisible tras tocar una flor mágica) y a la vez juzgándolo como una locura, y aun así introduciendo algunos detalles enigmáticos que le hacen dudar de su propio escepticismo y por tanto quebrando hasta cierto punto, solo lo justo, la actitud racionalista que define la intervención del Merino ficticio. El autor logra así que nos balanceemos en una exquisita ambigüedad literaria, dudando entre el deseo de dejarnos llevar del todo por el sentido de maravilla de lo fantástico o prestar atención a las pujantes exigencias de la razón que no dejan de recordarnos que solo estamos ante una ficción, un mero juego de ilusiones. Evidentemente, siempre logra vencer la razón, pero solo cuando hemos cerrado el libro y desactivamos ese mecanismo tan misterioso como genuinamente humano que es nuestra capacidad para ensimismarnos con una narración bien ideada y escrita, como precisamente es el caso de Los invisibles.
Reseña de Antonio Ramírez
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