Primera edición en frances en 1964.
Editado en castellano por Valdemar.
Traducción de Juan Luis González Caballero.
204 páginas.
Sinopsis.
Un
joven empleado busca nuevo piso en los suburbios de Paris. Encuentra
una vivienda cuya antigua inquilina se ha suicidado. Una vez instalado
comenzará su particular odisea hacia un mundo cada vez más extraño.
Comentario del libro.
La
novela de Roland Topor, El quimérico inquilino, es la desgraciada
historia de una usurpación, la progresiva negación y desaparición de un
triste y gris personajillo que podría ser cualquiera. Se trata de una
fábula nada edificante y con una macabra moraleja, elaborada con un
negrísimo humor que bordea continuamente lo malsano, el terror, el mal
gusto, la crueldad o lo directamente pueril. El placer que ha de
producir lo humorístico se trunca desde el inicio del relato en un
malestar creciente en el que no cabe la empatía emocional con la
víctima, sino que, al contrario de lo habitual, el lector acaba
convirtiéndose en un verdugo más. Así, a pesar de que la presentación de
los personajes de la comunidad está muy lejos de ser simpática, el
lector huye a refugiarse bajo las faldas del casero con tal de no caer
en la inmundicia de una víctima autoproclamada, un patético cordero que
se entrega al sacrificio. La moraleja es sencilla: vivimos en un mundo
de perturbados en el que nos vemos continuamente obligados a fingir que
estamos igualmente locos. Y cuando mejor creemos que estamos fingiendo y
que lo tenemos todo controlado, de repente, nos damos cuenta de que ya
formamos parte de ellos, somos exactamente igual de repulsivos y
peligrosos, lo único que nos queda es tomar conciencia del bando en el
que estamos: verdugos o víctimas.
La misantropía sobre la que se
apoya El quimérico inquilino se deriva de la imposibilidad de
reconocimiento del otro como un igual, debido a la ausencia de aquello
que se ha entendido como esencialmente humano: la inteligencia, el uso
de la palabra, la empatía o el amor. El ser humano que se muestra en la
novela está continuamente fingiendo su racionalidad, pero tras sus
ropajes se descubre la bestia que realmente es. No hay más que fijarse
en el modo en que los diferentes personajes de la novela se acercan a
nuestros más altos constructos culturales y, entonces, veremos a
animales jugando con la mierda, dando de sí los vestidos, rayando los
discos o devorando los libros. En la animadversión hacia la humanidad
Topor recoge el testigo de una larga tradición, sintiéndose
explícitamente deudor de la obra de Jonathan Swift, uno de los grandes
iniciadores del humor negro[i]. De ahí que Topor coloque al inicio de su
obra Cocina caníbal un extracto del panfleto de Swift Una modesta
proposición para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una
carga para sus padres o su país, y para hacerlos útiles al pueblo. Y
para entender la esencia de la novela que comentamos es imprescindible
hacer un repaso por el tema del canibalismo tan importante en la obra
gráfica y escrita de Topor.
Tanto
en el adorable canibalismo de Swift como en el perturbador sadismo de
Topor el ser humano es rebajado a su condición puramente animal para
después disponernos en delicioso estofado. Cosificar al ser humano[ii]
hasta poder llegar a comérselo es en Swift una forma visceral de mostrar
su odio hacia aquello en lo que nos hemos convertido. Escribe, por
tanto, con una indignación que podríamos calificar de política, en un
agresivo ejercicio de racionalidad que apela al lector que aun
conservara algo de inteligencia. El lacerante texto es una descerebrada y
grotesca llamada a la razón perdida de gobernantes y ciudadanos para
solucionar un problema realmente grave. En contraposición, Topor
descarta esa negra lucidez en su canibalismo y alarga tanto la broma en
La cocina caníbal que el lector acaba por sentirse francamente incómodo
segregando saliva por un filete de señor gordo. Y mientras Swift ha sido
llevado a esta propuesta culinaria por sugerencia de un joven americano
que asegura que la carne de niño es muy nutritiva y con el fin de
borrar de la faz de Irlanda las hordas de niños pedigüeños, Topor
degusta a ricos y pobres, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Eso sí,
Topor considera que no puede dejarse al azar la elección de la víctima,
hay una ética culinaria que preservar y que exige que exista un vínculo
con la carne que vamos a degustar “un amigo, un enemigo, un familiar o
lo que sea. Extraño, no[iii]”. Evidentemente, el caldo de un desconocido
no es tan gustoso.
Si, por ejemplo, la historia de los asesinatos y
abusos de Gilles de Rais nos puede resultar absolutamente monstruosa y
cruel, desayunar muslitos humanos cocidos con chalotes y perejil picado
es descabellado, atroz, desproporcionado, impensable. Pero, oh no, ya no
es impensable y a nuestra imaginación acude vívido el regusto de la
carne del vecino hecha en mantequilla[iv]. La cocina caníbal es, por
tanto, un intento de Topor por llevar la imaginación más allá de los
límites impuestos por el buen gusto de nuestra cultura. Y en este caso
rebasar el límite nos pone al borde de la arcada o, lo que es peor, de
relamernos. Tanto en La cocina caníbal como en El quimérico inquilino,
el humor del que se hace uso es del intencionadamente absurdo de la
Patafísica o el surrealismo, es una voluntad por retorcer lo posible y
enfrentarnos a nuestros propios terrores ocultos por las capas de la
represión desvelando lo grotesco de la realidad en la que vivimos. En
este sentido, no hay que olvidar que el propio Alfred Jarry, impulsor de
la Patafísica, dedica escritos al tema de la antropofagia de
exploradores[v] y André Breton abre su célebre Antología del humor negro
con el texto de Swift y recoge, además, varios textos del propio Jarry
como La canción de la trepanación.
Topor
desarrolla a lo largo de su obra un deliberado y aparentemente alocado
ejercicio de transgresión donde lo más gracioso que puede ocurrirte es
comerte e ti mismo[vi]. Aquí encontramos, como en otras ocasiones, una
conexión con la filosofía y literatura de Georges Bataille, ambos
utilizan la trasgresión como una forma de ruptura con la moral burguesa a
partir del cual poder introducir lo caótico, lo excitante, la
imaginación o el deseo. En este sentido, hay que recordar que Bataille y
Topor estuvieron vinculados al movimiento surrealista en diferentes
épocas lo que sin duda influyó en ese gusto por liberar de cualquier
atadura a la imaginación y llevarla hasta sus últimas consecuencias.
Esto se puede ver perfectamente en el ejercicio de agotamiento de lo
imaginario que realiza en las diferentes series de dibujos como Los
masoquistas o El arte de morir. En ambas se explicita hasta la
extenuación las imágenes de indiferencia placentera antes el dolor
autoinfligido, llevando a sus personajes a la autodestrucción en escenas
claramente absurdas e imposibles. Porque por mucho que lo intentemos no
podemos cortarnos, cocinarnos y comernos a nosotros mismos.
La
obra gráfica y escrita de Topor está unida a ese erotismo escatológico,
sangriento y culinario de Bataille, al igual que al humor negrísimo de
las orgías de Sade. Sin embargo, Topor no resulta tan oscuro y cuando se
recrea en la escatología está más cerca de la novela picaresca que de
las sangrientas escenas sádicas. Igualmente, cuando muestra diferentes
escenas eróticas se acerca más a Fellini y el gusto por la masturbación y
la creación de arquetipos femeninos que a la tristeza y violencia de
Bataille. De este modo, la trasgresión de El quimérico inquilino es la
de un relato repulsivo para desenmascarar el orden y limpieza con el que
se muestra la sociedad burguesa. Es, pues, un intento de exhibir todo
aquello que habitualmente tratamos de eludir, aquello que quedó olvidado
en la infancia o borrado constantemente por una sociedad falsamente
higiénica. Se trata de arrojarnos a la vejez, la fealdad, la muerte, la
decrepitud, los malos olores y nuestros excrementos. Todo aquello que
sistemáticamente intentamos disimular o disfrazar y que
irremediablemente acaba aflorando aún más feo tras las capas de afeites.
En este sentido podría llegar a valorarse la novela de Topor como una
vuelta de tuerca jocosa a uno de los temas clásicos de Freud, la idea de
que la cultura humana y sus normas nacen en el momento que la persona
trata de desentenderse de sus propias inmundicias[vii]. De ahí que el
núcleo de misterio de la obra sea el WC del edificio, centro de
comunicación y comunión del que Trelkovsky, el protagonista, se siente
completamente excluido y por el que, obviamente, está fatídicamente
atraído.
La obra de Topor pone de manifiesto que en nuestra
sociedad hay una voluntad continua por negar y ocultar determinados
aspectos básicos de la biología del ser humano con una intención nada
inocente. Así la eliminación de cualquier referencia a la muerte en
nuestras vidas no es simplemente por un intento de mantener limpias las
ciudades, libres de las enfermedades y los olores que traen nuestras
carnes putrefactas. En realidad, como aparece descrito en el relato En
su punto[viii], se nos ha convencido de la conveniencia de negar nuestra
animalidad con el fin de beneficiar a alguien que saca provecho de los
cadáveres (evidentemente, volvemos aquí al tema del canibalismo). Y
Topor consigue, sorprendentemente, que esta explicación nos resulte
mucho más plausible, porque todos conocemos el falso altruismo por el
que se mantienen nuestras sociedades. Apelando al imaginario latente en
nosotros y a argumentos claramente patafísicos, el universo de Topor
adquiere una lógica bastante más humana que la asepsia en la que vivimos
sumergidos.
Igual que el maquillaje y la ropa tratan de hacer
aparecer a una mujer tras la cual se mantiene el hombre real, la
comunidad en la que trata de ingresar Trelkovsky aparenta el orden y la
cotidianidad que no tiene. Igual que el hombre travestido es un grotesco
remedo del que se burlan los albañiles, el casero en pantuflas y la
portera cotilla no pueden ocultar por mucho tiempo su verdadera
naturaleza. Topor nos advierte que tras todo lo aparentemente corriente
siguen fluyendo voluntades y energías que nos negamos a ver. Tan sólo
con una mínima liberación de nuestro imaginario sabremos, por ejemplo,
que la honorable señora con la que nos cruzamos por la calle se dedica a
cocinar cachorros en vinagre o que el apuesto joven que espera en la
parada del autobús se flagela por las noches frente a imágenes de peces.
Ese es el verdadero rostro del mundo que tratamos continuamente de
camuflar, pero que sigue latiendo salvajemente tras nuestras tranquilas
máscaras y que de vez en cuando emerge con una violencia incontrolable.
Por eso en El quimérico inquilino no nos extraña que el camarero,
Stella, los amigos de la oficina, …, todas las personas que rodean a
Trelkovsky traten de obligarle, manipularle con diferentes intenciones
ocultas y negativas. Todas las relaciones son aparentemente inocentes,
de este modo, si una mujer se acerca a él en mitad de la oscuridad es
porque le interesa apropiarse de su piso y si los amigos le invitan a
comer en realidad lo único que quieren es poder reírse de él después.
Todos unidos a través de sus retorcidos fines con la intención de
convertir a Trelkovsky en otro, de expropiarle de él mismo. Así, la
amistad, la pareja, la familia, se basan en actitudes tan banales y
repetitivas porque son completamente falsas y cuanto más formalizada la
relación más porquería trata de ocultarse. Como esa familia que no se ve
en todo el año hasta las Navidades, momento en el cual comparten la
cena en perfecta armonía y solaz hasta el día en que alguien mete la
pata y levanta la alfombra para mostrar toda la basura que el perfecto
ritual navideño oculta[ix].
Del mismo modo, Topor lleva a cabo la
destrucción de muchos de los mitos de la cultura popular en sus relatos:
las islas desiertas, Papá Noel o Jesucristo ya no son lo que eran (si
es que algún día lo fueron). Se convierten en manos de Topor en trampas
crueles para incautos y, en muchos de estos casos, para niños. La
sociedad en general y los padres en concreto han realizado un esfuerzo
constante por mantener ocultos a los niños el verdadero orden de lo
real, hasta que llega un día en el que ellos mismos se dan de bruces con
lo existente y eligen un camino: mirar con odio a sus progenitores y
“deseducadores” y, en consecuencia, rebelarse, o chantajear a los padres
para sacar el mayor rédito y poder a enseñar lo mismo a sus propios
hijos (generando el eterno retorno miserabilista en el que estamos hoy
obligados a vivir). Así es como, por ejemplo, en el relato Coartada de
niño[x] los padres exigen a su hijo que no se orine en la cama, a pesar
de que es algo involuntario, y se niegan a creer que no es él quien lo
ha hecho. O, igualmente, un padre hace el mayor sacrificio posible por
el bien de un hijo y su vástago mira para otro lado hasta que la
evidencia lo abruma como en El sacrificio de un padre[xi].
El nuevo
inquilino se acerca como un absoluto incauto para ocupar la celda que
ha quedado libre en el decrépito edificio. Trelkovsky se siente desde el
primer momento ajeno al equilibrio del enjambre y trata patéticamente
de congraciarse con los vecinos con sus obsesivos esfuerzos por ser
silencioso. No es consciente, pero desde el principio está controlado,
manipulado y se ve inmerso en situaciones grotescas que cuando trata de
solucionarlas siempre empeoran. Ese fatalismo del clown tonto que
desmorona todo aquello que toca se convierte en el protagonista en la
apertura a la podredumbre y su caída en la excitante y tenebrosa trampa
de la planta carnívora que es el edificio.
La novela acaba siendo
una parodia extrema del martirio y muerte de Cristo exacerbando su
aspecto más masoquista. Debemos, pues darle las gracias por expiar
nuestros pecados. El mediocre Trelkovsky se somete a los rituales de la
pasión que en este caso incluyen la mutilación, las tentaciones y el
travestismo. La comunidad se congrega en torno a él en un aparente caos
del que emerge un vago orden impuesto por estrictos rituales de
purificación, comunión y preparación de la víctima. Así, el WC hace las
veces de confesionario donde los inquilinos y otras personas afines al
credo acuden. El edificio no es más que la sede de una congregación
cuyos ritos mantienen ajena a la virginal víctima llevando a cabo una
religiosidad arcana, llena de escenificaciones teatrales y música
estridente. En este sentido es imposible no recordar de nuevo a Bataille
en el grupo Acéphale, con el intento de crear una sociedad secreta
religiosa que instaurara sus propios ritos incluyendo la búsqueda de un
sacrificio que diera verdadera entidad al grupo (al parecer encontraron
la víctima voluntaria, pero nadie fue capaz de llevar a término el rito)
[xii].
En un primer momento, Trelkovsky cree que existe una simple
confabulación del vecindario que quiere doblegar su voluntad para que
encaje en el apartamento sin alterar el orden reinante, de modo que se
le exige jugar un rol predeterminado dejando para ello toda una serie de
pertenencias de la anterior inquilina de las que él se acaba
apropiando. Sin embargo, poco a poco queda claro que a los miembros de
la comunidad les une una voluntad clara por la que desarrollan una serie
de pasos aparentemente absurdos, pero que sólo pueden desembocar de un
mismo modo. Invocan con danzas y salmos a la víctima que como cordero se
arroja a sus brazos. Un inocente que hay que mantener en la medida de
lo posible ajeno(repetición) y pese a todo conocedor del verdadero
destino que le aguarda. Cuando al fin el protagonista se da cuenta de lo
que sucede le falta voluntad y todo lo que le rodea ha sido colonizado
hasta dirigirle a cumplir ese orden de lo eternamente retornado.
Como ya hemos indicado con anterioridad, el sistema que mantiene el
orden higiénico en nuestras comunidades trata de presentarse como
impersonal, dirigido por el bien de los ciudadanos que se benefician del
equilibrio que produce. Y, sin embargo, a poco que rasquemos sobre la
superficie, nos encontramos con que en realidad nos hemos convertido en
un mero engranaje de una maquinaria que deglute todo nuestro cuerpo. Lo
bueno es que esta máquina está tan perfeccionada que es capaz de
aprovechar todas nuestras partes, hasta los andares, como si fuéramos
cerdos. Esa industria está lejos de ser impersonal, El quimérico
inquilino muestra cómo la mueve una pulsión en la que todos sus miembros
funcionan como un organismo: los policías son los ojos vigilantes, los
médicos y enfermeros las manos operadoras, la comunidad es la boca que
devora.
A punto de convertirse en un exquisito bocado, Trelkovsky
se da cuenta de que “Hasta sus pensamientos más íntimos le eran
impuestos[xiii]”. Se encuentra ya completamente alienado, convertido en
otro que le repugna, plegado a los deseos de la comunidad y teniendo que
cumplir un rol que le horroriza. Esa despersonalización se ha realizado
de forma sistemática colonizando su vida desde lo más cotidiano. Pero,
en realidad, era un ejercicio bastante sencillo y al que cualquiera se
podría someter. Para entender la despersonalización que rodea al
protagonista y que está en la raíz de cualquier alienación no hay más
que remitirse al modo en el que él mismo reflexiona sobre su propio
cuerpo convirtiéndolo en un mero trozo de carne sin personalidad ni
centro (llamémosle identidad o, para los más religiosos, alma): “Me
arrancan un brazo, muy bien. Entonces digo: yo y mi brazo”. Lo más
chocante de la lógica que despliega Trelkovsky en esta afirmación es lo
absolutamente pueril, idiota y, no obstante, común en muchas de las
estúpidas personas que nos rodean. El peligro de los imbéciles que
gobiernan o gestionan nuestro mundo es que “sin darse cuenta” son
capaces de las mayores abominaciones.
Al tratar el tema de la
alienación es inevitable buscar similitudes entre Topor y Kafka. Sin
embargo, Kafka retrata la penosa deshumanización que producen las
instituciones y los modos de relacionarse del mundo moderno tratando de
preservar, de cuidar al protagonista, generando una empatía en la que la
maquinaria resulta repelente y dolorosa. Topor es más caustico, porque
nadie tiene salvación, todo ser humano es un mero trozo de carne
indefenso esperando la hora del matadero. De este modo, en un primer
momento, El quimérico inquilino trata la pérdida de la propia identidad:
¿qué es aquello que reconozco como yo mismo? “Ya no era totalmente
Trelkovsky. ¿Quién era Trelkovsky? Le era imprescindible descubrirlo
para evitar alejarse más, pero ¿cómo?[xiv]”. En un ejercicio muy cercano
al escepticismo de Hume, el protagonista trata de identificar aquello
que creía ser él, sus pensamientos, sus amigos, sus gustos, …, para
darse cuenta de que ya no le interesan las mismas cosas. Ha cambiado
hasta ser otro. Aquello que creía más íntimo y que le diferenciaba de
los demás ha desaparecido y ahora es alguien que le era no sólo
desconocido, sino que le resultaba completamente anodino, incluso un
poco repelente. Esa repipi señorita Choule, (aclaración de que era la
antigua inquilina??) que lee novelas históricas, que tiene amigas
vulgares, que carece de vínculos familiares, pero que resulta gravemente
perturbadora por el estado en el que él la encuentra, por la
transformación a la que fue sometida hasta llegar a agonizar en la
impersonal cama de un hospital. El sufrimiento del suicida actúa como
atrayente mórbido de la conducta del protagonista que rastrea los restos
de la anterior inquilina en el apartamento.
Pero el proceso de
alienación de la comunidad de vecinos no queda ahí, en el siguiente paso
se trata de desposeer a Trelkovsky de aquello que simplemente lo
convierte en humano y lo reduce en un mero pelele en un nido de
termitas. Reducido a un cuerpo sangrante, obligado a repetir un eterno
retorno demencial que recuerda al dolor despiadado del castigo
prometeico. Pero, al menos, Prometeo sufría como consecuencia de una
falta, es decir, habitaba un mundo en el que había orden, justicia
(aunque fuera vengativa). En cambio, hoy sólo hay caos y Trelkovsky es
castigado aunque sea inocente o, incluso, por ser inocente. Y la caótica
y demencial comunidad está protegida precisamente por el paradigma de
las instituciones burguesas: la policía y la medicina. Las dos
instituciones que marcan lo normal: lo permitido y lo sano. Todos ellos
misteriosamente confabulados, mistéricamente ungidos, para destruir a
una ingenua y banal personilla que podría ser cualquiera de nosotros.
No persiguen a Trelkovsky por ser él, porque somos completamente
intercambiables. Tan sólo el azar nos convierte en víctimas o verdugos,
pues en todos nosotros reside tanto la vulgaridad como el sadismo. De
este modo, nos encontramos a un personaje sin voluntad, incapaz de
rebelarse contra lo que le está sucediendo convirtiéndose en todo un
reclamo, como un ciervo enfermo. Las únicas ocasiones en las que Topor
nos muestra a un héroe, como el de su relato Acostarse con la reina[xv],
resultan ser personajes lerdos y bestiales, incapaces de sentir miedo o
de medir las consecuencias de lo que hacen. En caso contrario, los
personajes se doblegan a esa voluntad ajena y desconocida, a ese genio
cruel que exige absurdos sacrificios.
La crueldad es el disfrute
con el dolor ajeno, es una actitud inhumana, bestial y Topor se afanó a
lo largo de su obra por hacernos partícipe de las situaciones en las que
se disimulan actitudes crueles, explicitando el imaginario sádico que
habita en cada persona. En este sentido, no hay que olvidar la
participación de Topor en el grupo Pánico, quienes mediante el teatro
trataban de enfrentar al ser humano con experiencias de sus propios
temores a través del absurdo patafísico, la crueldad de Artaud y en un
clima surrealista y de humor negro.
La belleza de la crueldad de
Topor es que no se trata del dolor causado por la estupidez insulsa del
sistema y de la avaricia que guía a los poderosos del capital. Tampoco
es la brutalidad inhumana de un tren que por un fallo descuartiza a 8
personas con un solo golpe mientras iban de fiesta. Sino que Topor
retrata la crueldad metódica del sádico que se relame no simplemente con
el quejido de la víctima, sino sobre todo con la ingenua negación del
inocente cordero que trata de ocultarse a él mismo su próxima muerte. De
ahí lo regocijantemente patético que resulta Trelkovsky cuando decide
seguirles el juego para poder escapar después de la trampa. Él mismo,
incapaz de hacer frente al acorralamiento que sufre, se ceba de manera
cruel con un niño lisiado al que abofetea por poseer un amor que le
resulta ajeno.
La crueldad de Topor es la del mago que va
introduciendo las placas de metal en la caja y fragmentando el cuerpo de
la azafata sonriente mientras que el público aterrorizado y encantado a
la vez sabe que el truco está saliendo mal, es decir, bien. De este
modo se mezcla humor, espectáculo, exhibicionismo, erotismo y
descuartizamiento. Obviamente el público está invitado a la degustación
final.
Notas
[i] Para más información me remito a la obra de André Breton Antología del humor negro, Ed. Anagrama, Barcelona, 1996.
[ii] Como cosificamos, todo sea dicho, a los animales que nos comemos,
meros filetes andantes desde su utilitario y hacinado nacimiento.
[iii] Roland Topor, Cocina caníbal, Editorial Tropo, Zaragoza, 2008.
[iv] Qué pena que las recetas no estén elaboradas con aceite de oliva. Estos franceses …
[v] Se puede consultar el texto en la siguiente dirección:
http://www.elpais.com.uy/Suple/Cultural/05/02/18/cultural_138914.asp
[vi] Roland Topor, En Suiza, dentro del libro Acostarse con la reina y otras delicias, Editorial Anagrama, Barcelona, 1996.
[vii] Así, en El malestar en la cultura señala Freud a la higiene como
una de las bases fundamentales de la cultura y, por tanto, de la
represión que ejercen las normas sobre el individuo.
[viii] Roland Topor, Acostarse con la reina y otras delicias, Editorial Anagrama, Barcelona, 1996
[ix] Para ver un perfecto ejemplo de para qué sirven estas relaciones
familiares remito al lector a la película Celebración. En ella, con
mucho sentido del humor, se desvela un secreto con el que se desmontan
las mentiras que en muchas ocasiones sostienen a las familias.
[x] Roland Topor, Acostarse con la reina y otras delicias, op.cit.
[xi] Ibid.
[xii] Ver versión faccimil de la revista Acéphale en la edición de Caja Negra Editora. Argentina. 2005
[xiii] Roland Topor, El quimérico inquilino, Editorial Valdemar, Madrid, 2009, pag. 129.
[xiv] Ibid., pag. 144.
[xv] Roland Topor, Acostarse con la reina y otras delicias, op. Cit.
Reseña de María Santana