Editado en castellano por Gigamesh (1999)
Traducción de Albert Solé
256 páginas
Edición original en inglés en 1992
A finales de los 90, Greg Egan irrumpió en el panorama español de la ciencia ficción gracias a las traducciones de Ciudad Permutación y Cuarentena, provocando un debate muy intenso entre los aficionados al género. El fandom se dividió entre los que consideraban a Egan un vendedor de humo y los que lo adoraban como el nuevo mesías de la ciencia ficción más dura y ambiciosa a niveles especulativos. Desde entonces, al margen de ganarse un sólido estatus de autor de culto, se le sigue viendo, por lo general, como un escritor bastante intrincado a causa de las nociones científicas que maneja. Aun más importantes son las reticencias que provoca su actitud fría y metódica a la hora de plasmar sus historias, con personajes elaborados tan solo lo suficiente como para poner en escena sus propuestas teóricas.
Traducción de Albert Solé
256 páginas
Edición original en inglés en 1992
A finales de los 90, Greg Egan irrumpió en el panorama español de la ciencia ficción gracias a las traducciones de Ciudad Permutación y Cuarentena, provocando un debate muy intenso entre los aficionados al género. El fandom se dividió entre los que consideraban a Egan un vendedor de humo y los que lo adoraban como el nuevo mesías de la ciencia ficción más dura y ambiciosa a niveles especulativos. Desde entonces, al margen de ganarse un sólido estatus de autor de culto, se le sigue viendo, por lo general, como un escritor bastante intrincado a causa de las nociones científicas que maneja. Aun más importantes son las reticencias que provoca su actitud fría y metódica a la hora de plasmar sus historias, con personajes elaborados tan solo lo suficiente como para poner en escena sus propuestas teóricas.
Cuarentena,
 el objeto de esta reseña, es una muestra paradigmática de esto que 
hablamos. Sus personajes sirven de vehículos para introducirnos en la 
hipótesis
    de una sociedad futura totalmente tecnificada que plausiblemente 
podría derivarse de nuestro presente. No esperes grandes desarrollos 
psicológicos o descripciones poéticas, pero que duda cabe que
    no hacen falta para lo que el autor parece pretender. Sus personajes
 reflejan sus circunstancias sin resultar necesariamente críticos o 
partidarios, sencillamente viven, para bien o para mal,
    bajo el influjo de una tecnología cada vez más avanzada y siempre 
absolutamente omnipresente. No creo que las intenciones de Egan sean 
hacer una oda a las bondades de la tecnología per
    se, aunque es evidente que tampoco la rechaza. En todo caso, 
sus ficciones suelen ofrecer una exposición de como el ser humano 
complica todo lo que emprende, como si fuera algo inherente en
    su naturaleza, y eso incluye la aplicación de la tecnología. Pero, 
sin duda, se pliega a una concepción rigurosamente materialista para 
desarrollar su imaginario, y en ese sentido sí existe una
    toma de postura filosófica que condiciona sus ficciones. A 
diferencia de otros escritores del género que no tienen problemas en 
tirar por la tangente recurriendo a cuantos Deus
    Ex Machina hagan falta, sus pretensiones son las de no salirse 
de lo plausible y hasta cierto punto de lo posible. No obstante, como 
veremos más adelante, creo que en el caso de
    Cuarentena no lo logra del todo.
La historia de este libro arranca 
como el típico caso descrito en mil y una novelas de serie negra: un 
detective duro y solitario que trabaja por libre, un encargo
    para investigar una desaparición, un móvil incierto, unos pocos 
sospechosos,… pero pronto queda claro que es solo el comienzo de una 
trama con ramificaciones impredecibles. Por supuesto, se trata
    de un libro de ciencia-ficción, la historia transcurre en el futuro,
 concretamente a finales del siglo XXI. Desde 2034 la tierra se haya 
envuelta en una misteriosa esfera, quizás producto de una
    civilización extraterrestre, que no permite ver el resto del 
universo, algo que ha provocado la creación de infinidad de sectas 
religiosas y un cierto sentimiento de asfixia existencial en la
    humanidad. En general, la somera descripción que Egan hace de la 
sociedad futura puede situarse en la tradición iniciada con la película Blade Runner y desarrollada después por el género
    cyberpunk, aunque pronto queda claro que Egan va más allá de ese género.
Algunas de las peores críticas a este
 libro siempre suelen centrarse en la serie de contradicciones y cabos 
sueltos que el autor deja a lo largo del libro. Es
    cierto que Egan se pasa por el arco del triunfo muchas convenciones 
literarias y su preocupación está lejos de cerrar los pormenores de la 
trama, así que hay que aceptar o despreciar la novela
    por ello, pero creo que eso sería no haber comprendido la finalidad 
que Egan buscaba con Cuarentena. Ya de entrada, si tomamos al 
propio personaje principal de la novela, Nick
    Stavrianos, comprenderemos que sería absurdo juzgarlo según las 
típicas convenciones literarias. Stavrianos se pasa casi la totalidad de
 la novela bajo el influjo de sucesivos módulos neuronales,
    unos dispositivos electrónicos que alteran su mente hasta extremos 
absolutos. El hecho de que la novela sea narrada en primera persona 
sirve a Egan para mostrarnos las continuas metamorfosis de
    su protagonista desde un punto de vista estrictamente subjetivo. 
Debemos aceptar, por tanto, que no hay un Nick Stavrianos como tal, sino
 un cerebro compartido por todas las reordenaciones
    neuronales que van provocando los diferentes módulos. Todas esas 
reencarnaciones representan individuos virtualmente distintos, pero no 
por ello dejan de conformar una identidad que aunque
    múltiple supone el único hilo narrativo que sostiene la novela.
De esta manera, este personaje 
permite al autor Llevar hasta el final la noción mecanicista de que el 
cerebro es prácticamente una máquina y que nuestra consciencia
    es una compleja consecuencia funcional de esa máquina. Egan especula
 sobre la posibilidad de manipular a discreción nuestra mente o nuestro 
sistema nervioso, y eso significaría también alterar
    nuestros sentidos, emociones y más íntimas concepciones de la vida. 
Por ejemplo, si un módulo instalado en nuestro cerebro puede anular la 
pena que podemos sentir por la pérdida de un ser querido
    ¿Porqué no usarlo? ¿Y por qué no ir más allá? Ya que es posible 
alterar nuestras limitaciones emocionales, físicas, sensoriales o 
intelectuales ¿Por qué conformarnos con la persona que nos tocó
    ser al nacer? Nada que un módulo neuronal no pueda cambiar. Pero la 
cuestión, desde luego, no es sencilla. Egan lo sabe y no da respuestas 
absolutas en un sentido moral, dejando abierta las
    puertas para que el lector sea el que reflexione sobre el asunto por
 su cuenta. Nunca describe como una panacea la sociedad resultante de 
este desarrollo tecnológico, ni mucho menos, pues sigue
    mostrándonos un mundo gobernado por la codicia, la estupidez y la 
violencia, pero a cambio introduce la idea de que el individuo puede 
evadirse de sus circunstancias con métodos cada vez más
    refinados. Propicia así en el lector un abanico de reflexiones en 
torno a las posibles consecuencias de este tipo de prácticas. Es decir, 
si podemos elegir alterar la percepción del mundo que nos
    rodea o moldear nuestra interioridad y nuestro carácter a 
discreción, aunque ello tenga que ver más con el solipsismo y el 
simulacro que con una transformación objetiva de nuestras circunstancias
    exteriores, ¿A dónde nos llevaría eso? Que cada cual decida.
Por mi parte, considero que Egan no 
hace más que impulsar hasta sus últimas consecuencias aspectos que ya 
observamos en nuestra época, puesto que la acción de los
    módulos neuronales que describe en el libro también nos remiten, por
 ejemplo, a los remedios farmacológicos que ya están instalados en 
nuestra realidad cotidiana: estimulantes, calmantes,
    ansiolíticos, antidepresivos, neurolépticos,… lo que sea para atajar
 (que no solucionar, por desgracia) la multitud de males existenciales y
 psicológicos que provienen tanto de contingencias
    personales de índole puramente psicológico u orgánico como de una 
organización social caótica, irracional y sobretodo injusta. También 
podríamos ver ciertas analogías en la construcción de
    personalidades y relaciones virtuales que se dan mediante las redes 
sociales, especialmente si pensamos en las generaciones más jóvenes, 
abocadas a experimentar de lleno y sin alternativas el uso
    omnipresente de internet. En todo caso, Egan no pretende hacer un 
ensayo filosófico en profundidad sobre estos aspectos de la trama, pero 
representando de forma tan sugerente y plausible cómo
    podría ser ese futuro ultra-tecnificado es inevitable que provoque cierta inquietud respecto al presente.
Cuarentena fue su primera 
novela de ciencia-ficción (tras una primeriza obra de terror inédita en 
castellano que él mismo se encarga de definir como
    mediocre cada vez que tiene oportunidad). Le seguirían dos novelas más que formarían lo que a la larga se conocería como la Trilogía de la Cosmología Subjetiva, descrita así por el autor en algunas entrevistas y que rápidamente fue adoptado por la crítica. Aunque el autor ha dejado constancia de que no se trataba de algo planificado, por mucho que las tres novelas tengan en común una exploración de temas como la consciencia, la 
física cuántica, la realidad virtual, la teoría del Todo, la 
inteligencia artificial, aportando, además, especulaciones más
    sociológicas e incluso políticas, pero no se trata de una trilogía en el sentido estricto (1). En este caso, aparte de lo que
 ya hemos comentado sobre el uso de la tecnología, Cuarentena 
abre el camino ahondando en los abismos
    de la física cuántica. Para ello toma como eje principal eso que la 
ciencia ha definido como el “colapso de la función de onda”, o lo que es
 lo mismo, el posible papel influyente del observador
    en los cambios que se producen durante la medición de la mecánica 
cuántica, proceso ampliamente estudiado por la física moderna y que ha 
dado pie a todo tipo de interpretaciones de diferentes
    orientaciones teóricas.  No es, por supuesto, un tema nuevo en la 
ciencia-ficción, numerosos autores lo han tratado antes que Greg Egan. 
El gato de Scrödinger, vivo y muerto a la vez
    mientras no sea observado, es un viejo conocido del género y ha 
llegado a convertirse prácticamente en un tópico para introducir temas 
como las realidades paralelas o las paradojas
    espacio-temporales (ver aquí
 una sencilla explicación del asunto). Por otra parte, desde los años 70
    también fue un ingrediente crucial en el desarrollo de la corriente 
espiritualista denominada como Nueva Era. Autores como Frijof Capra 
(cuyo libro más famoso es El Tao de la ciencia)
    sacaron provecho de la física cuántica para justificar algunas 
nociones religiosas o espiritualistas mediante explicaciones 
pseudocientíficas. 
Ya había, por tanto, toda una 
mezcolanza de teorías, refutaciones, descripciones de experimentos, 
pseudociencias y ficciones que habían tratado el tema. Autores
    como Philip K. Dick o Ian Watson, por ejemplo, se han aprovechado de
 este tipo de especulaciones de una forma muy personal y libre. En el 
caso del primero prescindiendo de cualquier base lógica y
    centrándose en las connotaciones más filosóficas que pudieran 
derivarse de ideas tales como los universos paralelos o la relación de 
la consciencia con la formación de lo real. Así pues, la gran
    novedad que trajo Egan fue su intención de rigurosidad científica y 
no conformarse con las elucubraciones meramente metafísicas al estilo de
 Philip K. Dick. Por mucho que el propio Egan considere
    a Dick un autor básico en su formación como escritor, su deseo era 
superar su falta de base científica. No obstante, como intentaré 
explicar después, pese a los deseos de Egan , no creo que haya
    tanta diferencia entre ambos escritores, al menos en lo que respecta
 a las tres novelas que forman la Trilogía de la Cosmología
    Subjetiva.
Como
 dijimos en un comienzo, Greg Egan suele provocar opiniones dispares. La
 naturaleza de sus historias, tan
    inspiradas en la ciencia especulativa, suelen producir en muchos 
lectores decepcionados la sensación de que Egan promete más de lo que 
termina por ofrecer y que en el fondo de su verborrea
    cientificista no hay más que humo literario. Bajo mi punto de vista 
quien así opina parece olvidar que Egan es un escritor de 
ciencia-ficción. Su meta es aparentar toda la coherencia posible y
    resultar lo más plausible desde el punto de vista científico, aunque
 en definitiva todo eso sirva para colarnos una historia que en realidad
 no deja de ser fantástica. Sus ideas parten de la
    lectura de libros y revistas más o menos técnicos o divulgativos, 
adaptando después para el lector, normalmente profano, muchos conceptos 
arduos y complejos. Pero todo el que quiera encontrar en
    sus libros una revelación objetiva y racionalista de los grandes 
misterios del universo caerá en una ingenuidad enorme, pues estará 
obviando todos los trucos y ardides con los que un escritor de
    ciencia ficción cuenta para hacer que su historia funcione. Así 
pues, por mucho que sintamos un auténtico vértigo intelectual ante las 
ideas que Egan maneja no debemos olvidar que gran parte de
    ello se debe, precisamente, a sus habilidades literarias. Se inspira
 en la ciencia, evidentemente, pero para entrar después en un terreno 
difuso y libre de restricciones científicas: la
    imaginación.
Todo esto nos lleva a una paradoja. A través de artículos y entrevistas, Egan siempre se ha mostrado muy crítico con la
    new age, alejándose como de la peste de cualquier clase de 
misticismo bastardo de la ciencia. Por eso resulta muy irónico que si 
examinamos con detalle la premisa que sustenta Cuarentena
 podremos llegar a la conclusión de que Egan les saca mucha ventaja a 
los gurús de la new age en cuanto a irracionalidad aplicada a los 
principios
    científicos. Me explico: Greg Egan deja claro durante su novela que 
cualquier influencia que el observador pueda tener sobre la mecánica 
cuántica es de índole estrictamente materialista, por
    supuesto nada que tenga que ver con lo sobrenatural o la magia, pero
 una vez establecido este fundamento procede a saltarse a la torera toda
 la rigurosidad que prometía. Egan opta por condensar
    lo que le interesa de la física cuántica y desechar lo que no y en 
un abrir y cerrar de ojos da la vuelta a la tortilla de la realidad con 
una muy inteligente triquiñuela, aunque asumiendo de
    paso muchas ideas audaces equiparables a la new age o incluso del 
pensamiento mágico más arcaico. Por ejemplo, sitúa en alguna parte 
(nunca especificada) del cerebro el mecanismo neuronal que
    posibilita el colapso de la función de onda. Esto le sirve, además, 
para inventarse un tipo de malformación congénita que aumentaría 
milagrosamente esta capacidad y para colmo concibe que esa
    malformación pueda ser reproducida artificialmente mediante un 
módulo neuronal que podría usar cualquier otra persona. Así, el 
individuo que tenga un cerebro con esta malformación (o que lleve
    instalado el módulo y haya aprendido a usarlo) podría colapsar según
 sus deseos el mundo que le rodea y así observar entre la infinidad de 
posibilidades que se abren, para después descolapsarse,
    por así decirlo, en la que el deseé. Con este truco asimila
 a la esfera de la realidad ordinaria las paradojas
    que encontramos en las teorías cuánticas, dando por hecho que 
fenómenos ínfimos que solo  son deducibles en muy limitadas condiciones 
experimentales o incluso recurriendo a la pura
    abstracción matemática tengan algún tipo de efecto directo en el 
mundo tangible y cotidiano.
Egan
 logra así fraguar un sistema ingenioso (aunque algo pedestre en el 
fondo, en posteriores novelas refina muchísimo
    más este tipo de trucos conceptuales) para producir una máquina de 
realidades paralelas infinitas. Al usar el módulo neuronal alguien 
podría seleccionar a voluntad entre las innumerables
    ramificaciones temporales que se abren en el intervalo del colapso 
(y eso significaría también la desaparición de las infinitas variantes 
desechadas, incluyendo a todos sus innumerable “yoes”
    alternativos). Alguien con esa capacidad, que con toda justicia 
podríamos definir como mágica, podría hacer realidad cualquier deseo que
 se le ocurriera e incluso provocar fenómenos que desde el
    punto de vista ordinario parecerían puros y llanos milagros. En 
otras palabras, estaría realizando el viejo sueño de moldear la realidad
 mediante la sola voluntad, una idea irracional  desde
    la perspectiva moderna, pero que en el fondo resulta muy atractiva 
para cualquier lector (sea lo racionalista que sea). Es decir, Egan 
logra satisfacer simbólicamente mediante la ficción un
    profundo deseo atávico de índole mágico, pero disfrazándolo de todo 
lo contrario: ciencia. Pero
 quien quiera ver en esto una crítica que no me entienda mal, yo no veo 
en ello nada negativo. Rehaciendo las teorías
    científicas, Greg Egan deja vía libre a su inventiva y lo que queda 
es un ejercicio mental más cercano a la metafísica que a lo 
estrictamente científico. Es decir, no muy lejos de lo que hacía su
    viejo maestro Dick sin tener que tirar de conceptos tan sofisticados
 y admitidos por la ciencia moderna. Al fin y al cabo, sus tramas 
siempre terminan siendo una puesta al día de los viejos
    dilemas metafísicos: la naturaleza de lo real, el Ser, la identidad,
 el tiempo, la experiencia directa del mundo, la dualidad 
objeto/sujeto... pero pasados por el filtro del lenguaje de la
    ciencia más especulativa, para después, y creo que esto es crucial, 
pasarlo por el definitivo filtro de la pura imaginación literaria. 
¿Dónde queda entonces el límite entre la ciencia
    especulativa, la metafísica y lo imaginario? Sencillamente, para un 
autor como Greg Egan no hay límites, de lo cual creo que debemos 
alegrarnos. La idea de que la realidad está interconectada, de
    que nuestra consciencia tiene algún tipo de función activa en lo que
 nos rodea, de que nuestra identidad esconde alguna otra cosa o nada en 
absoluto, de que nosotros y el universo estamos
    formados de información viva… Greg Egan encarna en sus libros estas 
intuiciones que son inmemoriales, expresadas de mil maneras a lo largo 
del tiempo mediantes mitos, creencias y teorías de todo
    tipo, aunque de tal manera que dan como resultado el simulacro de 
una certeza racionalista.  El propio Egan afirmaba en una entrevista que
 “hay algunas partes de la mecánica cuántica que
    en las que lo único que se tiene es un formalismo matemático, una 
receta para hacer predicciones, y es una cuestión metafísica preguntar 
qué es lo que pasa “realmente” (2). Por tanto, lejos
    de inhabilitar los viejos dilemas filosóficos en nombre del 
pensamiento científico, más bien crea un híbrido que se sustenta en la 
ficción para poder germinar en la mente del lector, plasmando
    unas propuestas teóricas que se intuyen preñadas de posibilidad, 
demostrando que la realidad puede ser examinada mediante las 
herramientas de la literatura… y todo ello cumpliendo a rajatabla esa
    búsqueda de lo maravilloso que caracteriza al género de 
ciencia-ficción.
Reseña de Antonio Ramírez
Notas:
(1) Las otras dos novelas son Ciudad Permutación y El Instante Aleph, el autor o alguien encargado de su web oficial se ha puesto en contacto con este blog (ver comentarios a esta reseña) para especificar el hecho de que no se trata de una trilogía en el sentido estricto, y así hemos dejado constancia.
(2) Entrevista publicada en Revista Gigamesh nº 15 (1998)
Reseña también publicada en la web mentesdeacido.es
