jueves, 14 de febrero de 2013

LAS AVENTURAS DEL CAPITAN TORREZNO - Santiago Valenzuela

Aunque la tendencia genérica de una buena parte de los lectores está asociada a la idea de entretenimiento, de buscar enminentemente en la lectura un pasarratos que nos mantenga en una especie de paréntesis que nos haga momentaneamente olvidar las cargas y penurias de la vida cotidiana, el placer que se obtiene de gastar córneas y meninges puede ir bastante más lejos que lo meramente sedativo. El arte entendido como ocio en estos términos es una merma considerable tanto de sus posibles funciones como limitación del alcance a que éste puede llegar. La fantasía en su trayecto comercial ha acabado practicamente por ser un género domesticado que se asocia o a la niñez o a la adolescencia. Una suerte de reducto en donde conformarse en la evasión a la manera de parche que evite mirar directamente lo real, estableciendo con ello una frontera algo soez y simplista entre lo real y lo imaginario. La aventura pasa a ser un camino que no deja huella, en donde cada paso se diluye en el siguiente y de resultados vacuos, un artificio a la manera de pirotecnia de fin de fiesta acentuándose en un juego de fuegos artificiales potenciando esto último en detrimento de lo primero. Lo fantástico es también un modo de quemar lo real en otra cosa, convertir en cenizas parte de los presupuestos previos, un ejercicio de crítica que permite ver lo vacuo como denso y lo denso como vacuo. Especular es tanto reflejar como diseccionar, descubrir en la totalidad bruta elementos que nos pasan desapercibidos por lo común, y con ello ser capaz de ver mecanismos aparentemente sólidos como lo que son: puro humo.

El tan cacareado "sentido de la maravilla" puede ser meramente un espectáculo entendido como puro ocio evanescente o bien un instrumento de no conformidad con lo que se consensúa como real. Esta función inquisitiva, o si se quiere hilar más fino, este órgano auditor no debe ser ignorado si lo que se busca es un enriquecimiento real.

Las aventuras del Capitán Torrezno derrocha "sentido de la maravilla" por sus cuatro costados. A pesar de que podemos hacer inventario de sus débitos, parentescos e influencias, con todo es una obra de una solidez casi inaudita. Capaz de aunar los más diversos elementos, muchos de ellos en apariencia contradictorios, en una obra firmemente cohesionada, en donde por separado todo funciona perfectamente engranado pero que en su gestalt engrandece el conjunto de manera magistral. Capaz de maravillarte desde esa parte de la niñez que el aficionado carga y al mismo tiempo encandilar al adulto calloso que ha crecido con los años. Una fantasía que lejos de solazarse en la negación de lo real convierte la sátira, la crítica, en un aspecto lúdico pero inquisitivo.

Como un torbellino brillante en su devenir, lo grotesco se da la mano de lo sublime, el sarcasmo de bar pasa a ser filosofía de calado, lo chusco aparece como elegante, y nada, repito, nada es discordante. Amalgama la tradición al más puro estilo Berlanga con la elegante mala leche de un Gulliver, Cerebus con Superlópez, lo épico con lo más cutre de lo mundano. No importa cuantos parecidos encuentres, que son muchísimos, desde la surrealista aparición de Dark Vather o Daredevil, la elegancia de Moebius con el llavero más casposo de la Virgen de Regla, la revista El Jueves y el Tardi más inspirado. Así un funcionario del ministerio más gris puede hacer de Yahvé, la Síndone un viejo DNI perdido o un billete de cien pesetas la más seria reliquia del Imperio.

Torrezno es un antihéroe de esos que uno ve de continuo en cualquier bar de barrio, un borrachín metido con calzador en una vorágine épica que por azar y desde el mayor de los desconocimientos sostiene una aventura grandilocuente y ambiciosa sin abandonar nunca lo cañí más prosaico y es capaz, a la vez, de alcanzar alturas y profundidad, epicidad y filosofía. Todo un universo complejo y vivo que cabe en el sótano aledaño al Bar Denver, en el que una bombilla, un viejo sofá o el más triste de los bonsáis pasa a ser escenario de una Guerra Santa sin que el conjunto peque de la menor falta de coherencia. En el que el Génesis te calza una sonrisa en la cara al mismo tiempo que te emociona.


La serie va progresivamente a más en todos los aspectos, el dibujo y la composición narrativa se hacen paulatinamente más complejos, la feroz crítica teológica con el chiste chusco y facilón conviven sin que el lector note la más mínima discordancia. Y todo ello con una engañosa facilidad que asombra. No son pocas las veces que alzas la mirada de las viñetas para preguntarte cómo es posible tal batiburrillo sin que la extrañeza se haga decepción, que de estos elementos tan distantes, tan contradictorios, surga un sentido de la maravilla tan profundamente satisfactorio.

Textos largos, diálogos brillantes, personajes maravillosamente perfilados con poquísimos elementos y que no quedan pobres, líneas argumentales solapadas con maestría, una ambientación espectacular, con edificios y ciudades detalladas hasta la obsesión, viñetas con perspectivas sublimes, en fin, todo un universo fantástico recreado con un mimo que apabulla, que por momentos recuerda a la mejor tradición del fantástico y al mismo tiempo no ha dejado de moverse un milímetro de lo más prosaico, de lo pequeño, lo mundano.

Creo que sin rubor puedo decir que es lo mejor que he leído en años, de esas lecturas que te apetece comentar extensamente a posteriori.

Reseña de Jose Luis Martinez

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