miércoles, 16 de abril de 2025

MATERIALES PARA UNA PESADILLA - Juan Mattio

A comienzos de este siglo, las películas de terror japonesas vivieron una época de esplendor. Entre fantasmas, gritos, maldiciones y palideces, emergía un relato melancólico sobre el aislamiento y la creciente artificialidad de la existencia. Kairo, de Kiyoshi Kurosawa, se estrenó en 2001 y es un buen ejemplo de estas historias sin casquería, ni grandes efectos especiales que se alimentaban más de la tristeza que del miedo. Kurosawa nos ofrecía un mundo paralizado y al límite de la catástrofe, invadido por una atmósfera sucia de contaminación y por el que deambulaban personajes solitarios, que debían enfrentarse a la pulsión de muerte que anidaba en los ordenadores. A pesar de lo evidente, el sentido metafórico de sus imágenes era efectivo al mostrar el proceso de fantasmagorización de la ciudad y de sus habitantes tragados por la pantalla.

Hay cierto aire a Kairo en Materiales para una pesadilla de Juan Mattio. Se respira en la orfandad de los personajes, los cielos plomizos, la frialdad de unos cuerpos que van perdiendo el peso de la materia, las chirriantes incoherencias del lenguaje de los bots y las aguas estancadas en las que se sumergen los suicidas. En este sentido, la preciosa novela de Mattio se plantea como una distopía tan cercana a nuestro tiempo, que su lectura va helando la sangre. Que terminemos habitando una enorme Ciudad de los muertos, como la del cuadro de Böcklin, está a un simple paso tecnológico. La imagen de este pintor simbolista le sirve a Mattio de hilo conductor de los fragmentos que construyen un relato sobre la pérdida. El libro, que se inicia con dos citas de Ricardo Piglia y Walter Benjamin, entronca con la escritura bejaminiana por esa fragmentariedad, por cambiar el foco hacia la narración de los perdedores y por un pesimismo recalcitrante. Eso sí, en contraste con el pensador alemán, aquí no hay posibilidad de salvación mesiánica, no hay chispa subversiva que surja de la comprensión del pasado, por lo que resulta imposible alumbrar un movimiento de emancipación desde esta melancolía. 


De este modo, Materiales para una pesadilla se convierte en una historia sobre el duelo. Sus protagonistas van aprendiendo a despedirse de las personas a las que quisieron, de las casas y ciudades que habitaron en la infancia, de las formas de jugar, de relacionarse, de amar, … En definitiva, tratan de resignarse a la muerte del mundo y su conversión en fantasmagoría a partir de la tergiversación del lenguaje, como herramienta expropiada por la tecnología. Mattio nos enfrenta a la posibilidad cercana de que los humanos dejemos de ser los animales con palabra. Esas criaturas que con el hablar construyen el mundo. Los bots y las IAs nos desposeerán definitivamente de la lengua, consumando el régimen de separación propiciado por el capitalismo cibernético. En el libro (y casi ahora) son las máquinas quienes hablan y las personas se beben sus palabras en una ilusión de comunicación. Frente a la verborrea informativa de los dispositivos, entre los terminales humanos reina el silencio. Mientras tanto, crece el desconsuelo como una corriente que recorre la intimidad del cuerpo hasta enfermarlo. El único refugio que nos ofrece Mattio es el amor, aunque florezca en relaciones condenadas. Un arraigo frágil al mundo, pero que será lo único capaz de habitar la memoria de los protagonistas.

La novela puede leerse como una respuesta a la sospecha contemporánea que late bajo el malestar general: ¿qué mentes perturbadas han creado el universo virtual en el que vivimos sumergidos? ¿Qué finalidad se persigue con la seducción y separación del mundo que provocan los dispositivos cibernéticos? La especulación de Mattio rompe con la estupidez habitual de los planteamientos conspiranoicos. Nos presenta un mal banal, visto de escorzo y desde la perspectiva de los oprimidos, que entremezcla la brutalidad de las herramientas de vigilancia de la dictadura argentina, con el desarrollo de las tecnologías capitalistas. La trama se despliega como una singular novela negra, que gira sobre un robo extraño, el del lenguaje, que ha herido de muerte a la humanidad. Para ello, Mattio utiliza diferentes niveles de narración que se corresponden con los años 80’ y las primeras décadas del siglo XXI. Todo ello jalonado por numerosas citas y referencias a filósofos (Wittegenstein o Benjamin), científicos (Luria) y escritores de ciencia-ficción (Lem, Dick o Ballard).

Dentro de estas referencias literarias, el homenaje más claro es a Solaris de Stanislav Lem. De hecho, hacia el final de la novela, uno de los protagonistas retoma la historia de las apariciones en el planeta de Solaris para explicar el funcionamiento de la Isla de los muertos, que se ha creado como un reverso malsano del mundo virtual cotidiano. En ese no-espacio se establece una relación perversa entre los avatares de los humanos vivos y los bots que “encarnan” a los muertos. Durante los encuentros en esta ultratumba simulada, el camino que va de la alegría a la repugnancia resulta muy corto. Como sucedía en Solaris “todo empieza bien, hay felicidad en el reencuentro. Volver a ver un gesto que creímos que se había perdido para siempre. Dura poco. El retorno de los ausentes se convierte en un sueño opresivo. Las criaturas no pueden quedarse un solo minuto a solas. Demandan una atención sin fisuras. Hay que apartarse de ellos con violencia para no ser desintegrados”.

En el limbo espeso de la Isla de los muertos, se perfecciona la promesa de eternidad de lo virtual, que se invierte rápidamente en la maldición de la no-desaparición. El bot, que fue alimentado en vida por la persona fallecida, queda atrapado en su celda esperando la visita de los vivos para mostrarse orgulloso de su autosuficiencia virtual. Por eso, quienes de sumergen en la isla en busca de consuelo sospechan que pagarán un alto precio. No solo el que exigen las sacerdotisas, que custodian y guían en la isla, sino el que se cobran los propios bots, que ahondan en la herida de la pérdida.

Con ello, Mattio no solo nos advierte del modo en que se renuncia al lenguaje como el abrigo de lo humano, sino también cómo se desecha la posibilidad de la memoria. Parece que en un futuro muy cercano, el contenido completo de nuestra mente se irá restringiendo a las pulsaciones en la pantalla. Prolongando esta especulación y yendo más allá de la novela, podemos prever que ya no habrá más intimidad del pensamiento, ni en el duelo, ni en ninguna otra actividad. La conciencia, que tantos quebraderos de cabeza ha dado desde la Modernidad, se convertirá en una prolongación artificial y siniestra de un fragmento de la existencia individual. Será el dispositivo quien la guarde, como una identidad gestionada por una IA, que nos la ofrecerá gentilmente como avatar en lo virtual. Nuestra mejor versión pagada en cómodas cuotas de pantalla. Queda claro cómo el libro consigue abrirnos a las posibilidades de un universo alucinatorio, que convertiría la propia existencia en algo siniestro. 


Si Materiales para una pesadilla nos perturba es por su verosimilitud. Como Meta y demás corporaciones han estado planeando ya para nosotros, la realidad virtual se configura no solo como un videojuego evasivo, sino como la reproducción del mundo como un gran supermercado. Tras la sociedad del espectáculo y de consumo, el imaginario humano se ha vuelto tan estéril, que tampoco podemos fantasear con mucho más que esto. El deseo está configurado a la medida de un centro comercial, una habitación de hotel y un amor de culebrón. Para Mattio, la lógica del capital es la que rige con brutalidad en ese universo duplicado, que no vale como refugio o bálsamo, sino que aísla a los terminales, mientras ejerce la fantasmagorización del mundo común y material.

Por eso, los encuentros con amantes apasionados, las derivas guiadas por el “azar”, las predicciones oraculares o las bebidas alcohólicas que son consumidas en la conexión no consiguen saciar a los personajes de Mattio. Tampoco puede extrañarnos esa voluntad arriesgada y suicida, que termina empujándoles a actuar en busca de algo auténtico o real. Una actitud que se aleja diametralmente del planteamiento de novelas como Neuromante, en las que se busca una fusión completa con la tecnología. La inmersión constante en la máquina, que nos presenta Mattio, no proporciona suficiente ebriedad, exaltación, fascinación o amor. La gran matriz no es capaz de cumplir los deseos. Lo que ofrece la conexión es más abandono, frialdad y muerte. Por mucho que se busque un vínculo con la alteridad, que sigue siendo irreductible, lo que se encuentra es un otro reducido a un bot que les ignora o, incluso, les maltrata.

El fracaso de este anhelo profundo queda claro en un brevísimo episodio del libro en el que un hombre que vive en la calle se comunica con un cajero automático. El cajero se convierte en la Alexa de los pobres. La diligencia del ordenador le permite al hombre cambiar de contraseña o consultar un saldo inexistente, manteniendo una breve comunicación. Un sucedáneo de alteridad que evidencia la soledad radical en la que se encuentra. Y, sin embargo, nos dice Mattio que “era una compañía débil y luminosa que lo mantenía dentro de los límites de cierta cordura”. Como pasar horas haciendo scroll y creyendo que las palabras de los tiktokers van dirigidas a nosotros. Una dosis ansiolítica que calma un poco el dolor del aislamiento social.

En definitiva, la tristeza del libro no radica solo en el devenir de los personajes, sino en la oscura despedida a la cultura, tal y como la conocimos quienes habitamos el siglo XX. Mattio se despide de la forma de comunicación, las relaciones, los amores y, también, de la propia literatura, el imaginario y la utopía política. Nuestras mismas vidas ya muestran los primeros signos de necrosis. La pesadilla y la añoranza vuelven cada noche al pasar el dedo por la pantalla del móvil. 

Más información sobre el libro en la web de Caja Negra

 Reseña de María Santana

 

 


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