lunes, 10 de febrero de 2025

RASCACIELOS - J.G. Ballard



En El ángel exterminador, la película de Buñuel, un grupo de burgueses quedaba atrapado en el salón de una casa durante la celebración de una fiesta. El encierro es inexplicable, como si fuera una maldición que  les obligara a cuestionar sus hábitos, relaciones, tabús y formas de vida. Sin embargo, progresivamente, se convierte en la oportunidad para explorar parcelas existenciales relegadas o despreciadas como el sueño, el deseo o la pereza. Al quedar aislados del mundo, olvidados para los demás y ensimismados en ese microcosmos, se abre una grieta por la que se cuelan elementos subversivos y emancipadores. Buñuel no es ingenuo en su planteamiento y no usa la trama para ofrecer una simple imagen de hedonismo. El ángel exterminador se centra en el conflicto entre los dispositivos sociales burgueses y el principio de placer. De hecho, cuando los invitados consiguen, finalmente, salir a la luz del día, nos queda la certeza de que las convenciones volverán a tomar el terreno perdido y que la aventura será enterrada en una de las capas más profundas de la memoria, para aflorar ocasionalmente en sueños.

            La trampa construida por Buñuel permitía quitar la máscara a esos personajes para dejar al descubierto sus pequeñas mezquindades, miedos y heridas, ofreciéndoles a cambio los placeres de la transgresión. En contraste, la fiesta que sirve de punto de partida a Rascacielos, la novela de J. G. Ballard, es mucho más turbia, agresiva e, incluso, darwinista. A pesar de compartir un mismo planteamiento,  las pulsiones que se liberarán durante el enclaustramiento de los habitantes del edificio no estarán recorridas por el deseo freudiano, con sus frustraciones y anhelos, sino por una deliberada perversión, que les conduce a lo abyecto.

            El rascacielos se presenta como el edificio más innovador del momento. Conseguir un pequeño apartamento se convierte en un signo de estatus, al permitir el acceso a una serie de servicios automatizados y exclusivos. Como si se tratara de un crucero o, yendo un poco más lejos, como una de las urbanizaciones que se construyen hoy en el extrarradio de las grandes ciudades y que ofrecen espacios compartidos de convivencia y ocio. El edificio al que acceden los personajes de la novela tiene un par de piscinas, escuelas, supermercados, restaurantes, tienda de licores, salas de cine, recogida automática de basura, etc.

Sus moradores están absolutamente seducidos por esa vida futura a la que han llegado. Ballard es hábil a la hora de evitar las descripciones o detalles tediosos. Así que nos toca imaginar los primeros días de fascinación y goce: las miradas de complicidad, las nuevas relaciones que se establecen, las conversaciones de auto-recreación,… Solo asistimos a un par de sus fiestas privadas, que se suceden todas y cada una de las noches. Queda clara la sensación de autarquía que invade a sus pobladores, y que termina aislándoles del resto del mundo. El afuera se va desdibujando hasta perder cualquier interés. Sin embargo, la degradación del orden y la ley empieza a sentirse desde el mismo instante en el que se entrega la llave del último apartamento. Rápidamente, se inicia la exploración de nuevos órdenes, jerarquías, morales, economías, formas de subsistencia, de crianza y de diversión. Las innovaciones imponen una jerarquía social que va unida a formas de brutalidad desapasionada como son la vigilancia, la violencia psicológica, los castigos físicos, el ostracismo social, la segregación, la sumisión, la violación, etc.

La lubricidad violenta de los personajes no es ardorosa, explosiva o irrefrenable, tal y como imaginamos que deben estallar los deseos que se han ocultado durante toda una vida. Como indica en la novela el psiquiatra homosexual, Talbot, que está sufriendo una persecución feroz, lo que va quedando al descubierto es “nuestra naturaleza nada inocente posfreudiana. Todos nuestros vecinos tuvieron infancias felices y aun así están rabiosos”. Han sido criados con apego, han recibido la mejor de las educaciones y han podido ascender económicamente hasta conseguir una parcelita en el edificio del futuro. Paradójicamente, tantos mimos les han privado de la oportunidad de la depravación. Así, lo que van a ir descubriendo es un lado oscuro abyecto, crudo, frío y calculador.

            Como es habitual en las historias de Ballard, el lector no va a encontrar ni una pizca de alegría en este despliegue de perversiones burguesas. Ni siquiera, hay un regodeo lascivo en el que nos podamos llegar a sentir comprometidos libidinalmente. Todo está narrado con desapego. Para aumentar esta distancia entomológica, en muchas ocasiones, los personajes narran las acciones desde el recuerdo de lo que fueron capaces de hacer la noche anterior o se dedican a planificar lo que harán en la próxima incursión.

            De esta forma, Rascacielos se convierte en una lección de pesimismo misántropo, introducida a través de una distopía deshumanizada, que resulta desagradablemente creíble. Todos los valores de la Modernidad quedan arrasados. No se mantiene en pie ninguno de los rasgos que se supone nos definen como animales culturales y políticos: el lenguaje, la solidaridad, el cuidado de los hijos o de los más débiles. Es más, acunados por el confort del edificio, su degeneración personal consistirá en eliminar, uno a uno, los elementos mínimos que permiten la propia supervivencia: el autocuidado, la alimentación, la higiene o la protección de propias las heridas. Por tanto, estamos ante una concienzuda destrucción de los tabús más arraigados en las rutinas sociales e individuales de cualquier civilización. En la destrucción de los vínculos humanos, los protagonistas se retrotraen a una fase de un extraño narcisismo, en la que los humores, olores y excreciones revelan el cuerpo como aquello que seguía latiendo bajo los perfumes, las ropas caras y las sonrisas de las fiestas. La propia carne es el territorio más salvaje, que se descubre cuando todos los artificios desaparecen.

            Para Ballard, despojarse de las capas de la cultura y la civilización, no consiste solo en dejar aparecer el rostro del lobo, el competidor, que se defiende cuando se siente en peligro, o el líder, que desea quedarse con todas las hembras de la manada. Es algo más mórbido, difícil de explicar y vertiginosamente seductor. Mientras en la novela se suceden los ataques, las cacerías y las deserciones, quien está leyendo espera que emerja algo parecido a un culto, rito, ley o exploración de los placeres. Cualquier cosa que permita devolver a los personajes a la pulsión de vida. Sin embargo, como bien dice uno de ellos, “la oscuridad era la única manera en la que uno podía llegar a ese nivel de obsesión” por la propia degradación. No hay explicación alguna de lo que sucede, ni disculpa para la violencia. Tampoco hay deseo, como un anhelo de disponer de los bienes ajenos, los alimentos más exquisitos, los servicios exclusivos de las plantas superiores o las mujeres más jóvenes. Ya no importa subir o bajar pisos del rascacielos, el limbo de lo pre-civilizado les espera en cualquiera de ellos.

            En este juego despiadado, el verdadero triunfador será Laing, quien inicia el relato. Él se adapta a la perfección, con esa frialdad que expresa hacia el final de la historia, cuando nos dice “no sabía el tiempo que llevaba despierto ni lo que había hecho media hora antes”. Todas las cosas que le terminan rodeando en su sucio apartamento han ido adquiriendo nuevas funciones, mostrando las posibilidades de la obsolescencia tecnológica. Un microcosmos “en el que todo estaba abandonado o se había vuelto a combinar de una manera inesperada pero mucho más significativa”.

            Renunciando a cualquier esperanza o voluntad, Laing dispone de todo el tiempo del mundo para desarrollar formas de adaptación a ese ecosistema singular, como un nómada que tiene que descubrir recursos, mutar y adaptarse. Todas aquellas cosas que le habían movido en su vida anterior, el trabajo, la riqueza o la pareja, carecen ahora de importancia. Laing es un pionero, encarnando una masculinidad despótica y sádica. El modo en el que trata a su propia hermana y al resto de las mujeres que van apareciendo en la historia es la culminación de las dinámicas heterosexistas más despóticas. De esta forma, la novela ridiculiza los avances en derechos y libertades conseguidos por las luchas feministas, evidenciando su carácter efímero. Todos caen al primer envite masculino.

            De hecho, Ballard se ensaña con los personajes femeninos a los que presenta de manera estereotipada y fragmentaria. Su esquematismo es intencionado y las convierte en objetos de lujo o mera mercancía desechable. Siempre son el elemento secundario, intercambiable y sin discurso, que no llega ni a dar la réplica a los tres protagonistas masculinos. Es más, en el momento en el que son capaces de superar su pasividad connatural, para hacer frente a las violencias del edificio, se muestran como amazonas, arpías, lesbianas o neopuritanas. Solo pueden defenderse actuando en grupo. Son ellas quienes mantienen lo colectivo, como pequeñas manadas, congregadas alrededor de sus hijos. Ballard les permite sobrevivir en las sombras, tramando contra Cronos, esperando a que ellos bajen la guardia. En definitiva, las mujeres son una especie aparte, frágil, estúpida y fácil de domesticar, mientras se las mantenga aisladas.

            La lectura de la novela se sostiene sobre la fascinación mórbida de las cuarenta plantas del edificio. El vértigo nos persigue en cada página, mientras se contempla la caída de botellas, basura, rutinas, valores morales y algún que otro vecino. No hay grandes sorpresas, ni se las espera. Al fin y al cabo, la trama comienza por la escena final. El rascacielos no es una casa encantada, ni un salón freudiano, sino una megamáquina destructiva en la que se instaura el nuevo orden post tecnológico. El mundo futuro imaginado por Ballard carece de refugio o consuelo, reduciendo cualquier placer a la grasa churruscada de un muslo de perro.

Reseña de María Santana 

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