OCCULTURE. ALAN MOORE: AL OTRO LADO DEL VELO - Roberto Bartual
ESPACIO NEVATIVO - B. R. Yeager
PSICOGEOGRAFÍA - Julio Monteverde (Editor)
MARVEL COMICS: LA HISTORIA JAMÁS CONTADA - Sean Howe
Como han mostrado numerosos estudios y exposiciones, las diversas corrientes artísticas que fueron surgiendo en el periodo moderno se nutrieron en gran medida del acervo del ocultismo y el misticismo. La identificación entre el mago y el poeta fue recurrente a lo largo de los siglos XIX y XX, cuando movimientos como el romanticismo, el simbolismo o el surrealismo, manejaron ideas que en ocasiones eran tan antiguas como el propio ser humano, pese a sus intenciones renovadoras o incluso revolucionarias. La cultura popular también ha reflejado, aunque con más desparpajo, esta herencia de lo mágico y lo paranormal. En los quioscos, al menos hasta hace poco, nunca faltaron revistas y colecciones en fascículos que han tratado estas temáticas con mayor o menor rigor científico. Y por supuesto, los tebeos y la literatura pulp fueron un terreno especialmente fértil para numerosas ideas provenientes del ocultismo, adaptadas para caber en las historias de terror y ciencia ficción. Mientras estén bien contadas, los lectores de estos géneros están predispuestos a aceptar las historias más disparatadas, con tal de que sirvan para estimular eso que algunos llaman el sentido de la maravilla. Quizás por eso, cuando a mediados de los 90 corrió la noticia de que el guionista de comics más famoso del mundo se había convertido oficialmente en mago, a casi nadie que estuviera metido en el mundillo le pareció una locura, de hecho, era algo que se veía venir. Alan Moore había dado el paso y se había convertido en un personaje de sus propias historias.
No es la primera vez que hablamos en este blog de Moore y su relación con la magia. Hace unos años reseñamos (ver aquí) Promethea, una de sus obras maestras y, sin duda, de las más relacionadas con el contenido del libro que reseñamos ahora: Occulture. Alan Moore: al otro lado del velo, obra de Roberto Bartual y publicado por Ediciones Marmotilla en 2024.
Se trata de un tomo bellamente editado, con ilustraciones de Manu Gutierrez abriendo cada capítulo y numerosas imágenes de apoyo repartidas por todo el libro. Respecto al texto en sí mismo, decir que lo he disfrutado de cabo a rabo. En mi opinión, es lectura obligatoria para todo fan de Alan Moore y muy recomendable para cualquier interesado en los temas que trata: magia, enteógenos, psicogeografía, Lovecraft y unas cuantas cosas más. Por otro lado, avisar que no siempre se trata de una lectura fácil. Bartual se esfuerza en dejarlo todo muy claro, aunque el libro reclama toda nuestra concentración, dada la complejidad de los conceptos que aparecen y acaban relacionándose entre sí. Además, el autor exige y estira al máximo nuestra suspensión de la credulidad. A medida que avanzamos en el libro, nos vamos metiendo más y más en aguas conceptuales profundas y oscuras. De nosotros depende cuánto queremos sumergir la cabeza sin protestar. Pero, claro, si hemos acabado con este libro en las manos, ya sabíamos dónde nos estábamos metiendo.
Roberto Bartual |
Otro de los aspectos positivos del libro es que el autor no elude el sentido del humor, especialmente necesario cuando se habla sobre estos temas. El humor siempre es una forma de matizar lo que de otra manera podría parecer (y seguramente sea) una auténtica locura. Sin duda, el ocultismo y la magia están relacionados, a partes iguales, con muchas maravillas, pero también con innumerables gilipolleces de todo tipo. Se agradece, por tanto, que Bartual lo tenga en cuenta y lo señale cuando lo considera necesario. Son impagables las referencias a Iker Jiménez, por poner un ejemplo.
El libro hace un recorrido bastante ambicioso por las diferentes temáticas ocultistas, paranormales, psicodélicas y oníricas que Alan Moore ha explorado en su obra desde que se autoproclamó como mago. Y más importante aún, las relaciona entre sí. Comenzando por la psicogeografía, noción un tanto difícil de concretar, pero que de una manera u otra ha estado presente en muchas corrientes de pensamiento y artísticas a lo largo del siglo XX. Por cierto, hace poco hemos publicado en este blog una reseña (ver aquí) de un excelente libro que también trata sobre este tema. Respecto a Bartual, su enfoque es muy interesante, sobretodo porque cuestiona al propio Moore y su utilización (o más bien tergiversación) de los escritos de Aian Sinclair, uno de los autores que más han explorado la psicogeografía. En este capítulo, From Hell es la obra más referida, subrayando la liberalidad con que Moore recurre a la psicogeografía tomando como base los textos de Sinclair. Bartual no se corta en señalar cómo el barbudo de Northampton cae en las mismas exageraciones que otros autores respecto a la arquitectura de Nicholas Hawksmoor, o cuando analiza la interpretación tan arbitraria que hace del mapa de Londres. Pero, en todo caso, lo que Bartual quiere dejar claro es que Moore es genial incluso cuando hace trampas. From Hell, al fin y al cabo, no deja de ser una potente obra de ficción, a la vez que una fuente de innumerables ideas sobre la relación que existe entre nuestra conciencia y las calles que recorremos y habitamos. Según Moore, “la psicogeografia es el único tipo de geografía que podemos habitar", porque la ciudad está cargada de información, de historia, de símbolos que percibimos y a la vez creamos, que nos condicionan, o que pueden liberarnos dentro del juego de velos, apariencias y autoengaño que nos envuelve sin cesar.
Y a partir de ahí el libro es una montaña rusa de conceptos fascinantes que van enlazándose entre sí siguiendo una lógica bien construida. Bartual tiene la virtud de saber esquivar los tópicos, manejando mucha bibliografía y, más importante aún, aportando experiencias de primera mano que no duda en compartir con el lector, ya sea en referencia a las drogas, la meditación o el misticismo. También sabe, pese al terreno resbaladizo que pisa en todo momento, tirar del sentido común, rebajando la grandilocuencia que muchas veces acarrea hablar de cosas relacionadas con la magia y lo paranormal. Por ejemplo, cuando compara dos mitos no tiene reparos en decir lo siguiente: “Todos sabemos que Prometeo robó el fuego a Zeus para dárselo a los seres humanos. Pero resulta que en Hawaii existe un mito similar. Maui, el tramposo, le quita el fuego a Mahuika, su guardiana, y se lo entrega a sus vecinos para que puedan utilizarlo. La pregunta que plantean hechos como este es la siguiente: ¿cómo pueden parecerse tanto estas dos historias si los griegos y los polinesios nunca tuvieron el menor contacto? Pues por la sencilla razón de que el fuego no se hace: siempre se roba. Es algo que producen los elementos, los dioses, en este caso los volcanes (representados por Mahuika) o los rayos (Zeus). Uno simplemente va con un palo, lo coge y ya está”.
Por supuesto, el libro termina y Bartual no agota las posibilidades del tema, ni ofrece respuestas definitivas a los planteamientos de Alan Moore, pero al menos aporta lucidez y una lectura ordenada en unas cuestiones que en ocasiones pueden resultar un tanto obtusas. Establece un hilo conductor que nunca pierde y que tiene que ver con la conciencia, como verdadero campo de juegos donde todos estos experimentos mágicos tienen lugar. Porque, en definitiva, si la magia tiene algo de realidad, ésta se mide en la manera que altera nuestra percepción y vivencia del mundo, tanto interior como exterior. No obstante, Bartual no deja de avisar de los peligros de la magia, llevándonos a sacar a la luz aspectos de nuestra propia conciencia que quizás no podremos soportar. Pero, en todo caso, no cabe duda que Moore ha sabido relacionar la magia con la creatividad y el arte, y quizás esa sea la clave de este libro, reafirmar esa interpretación: la magia como una fuente de belleza y maravilla que puede transformar nuestra conciencia y nuestra vivencia de lo real. En un mundo cada vez más virtual (que no mágico) y dominado por algoritmos e inteligencias artificiales, individuos como Moore no dejan de operar como anticuerpos contra un sistema que intenta extirpar la imaginación y la poesía.
Más información en Ediciones Marmotilla
Reseña de Antonio Ramírez
Imagine que se introduce en el cuarto de un adolescente a media tarde. La ropa está tirada por el suelo, la mesa desordenada y la persiana no deja entrar la luz del todo. El chaval está tirado en la cama con una sonrisa alelada, completamente abstraído. Lleva los auriculares puestos y mira el móvil, que está enchufado al cable de carga. A pesar de tenerle justo enfrente, el adulto siente una distancia enorme con él y algo de pudor. Somos un intruso que invade la habitación para molestar. Algo así es lo que me pasó cuando comencé a leer Espacio negativo. De hecho, mi primer impulso fue abandonar la lectura, como si no fuera apropiado adentrarme en la intimidad de ese grupo de jóvenes. Quizás me pasara por ser madre de un adolescente y trabajar diariamente con ellos, pero la cercanía de la historia relatada por B. R. Yeager me resultaba apabullante.
Una vez superado este escrúpulo inicial, la novela me sedujo de manera instantánea y me quedé pegada a sus páginas. Yeager arranca rápidamente con una narración polifónica y una trama muy clara. Parece un documental grabado en torno a alguien desaparecido. La historia se fundamenta en la creación de un culto oscuro sin iglesia, ni dogma. Vemos la extensión entre los jóvenes de ese chamanismo tétrico, que está enlazado con el territorio. La nueva religión se transmite a través de los árboles, los arroyos, los puentes y las casas de la pequeña localidad de Kinsfield. De esta forma, el espacio cobra una importancia enorme en la historia, describiendo una geografía en la que vibran los humores de los suicidas. La devoción no se alimenta de la promesa del paraíso, sino de una experiencia desnuda, abismática y cruel. Igual de contagioso que un virus emanando de la misma tierra. Conforme los jóvenes se adentran en la práctica, se van perdiendo los límites de lo material y lo alucinatorio, el cielo y las tinieblas, lo bueno y lo malo, lo masculino y lo femenino, el placer y el dolor. Los mismos personajes se van enredando y confundiendo entre ellos, creando una amalgama que se parece a una gran mente purulenta, recorrida por un inconsciente telúrico, que maneja la trama.
Yaeger construye, por tanto, una novela de estructura circular y en la que tenemos la sensación de que no sucede nada. El ambiente de Kinsfield contamina cada pequeña decisión de los personajes. Esto provoca un desasosiego que no se atreven a confesarse entre ellos, pero que infecta cada gesto, palabra o caricia. Hasta yo misma tenía la impresión de estar expuesta al contagio a través de los mismos dedos con los que pasaba las páginas. Cada vez que cogía el libro, creía que me volvía más vulnerable a la maldición. Es lo más inquietante: sentir que se maneja un artefacto capaz de producir sensaciones malsanas. A pesar de las situaciones retorcidas y brutales que se van amontonando, llega un punto en el que deja de resultar extraña la vida de estas criaturas acorraladas. Como si hubiera una lógica en ese espacio turbio, que produjera unas rutinas destructivas y dirigidas hacia un destino escrito desde antes de nacer. Y, como los personajes del libro, se acaba comulgando con la idea de que la existencia está determinada por fuerzas ajenas y malévolas, que han diseñado un final cruel para cada uno de nosotros.
Por eso, no es necesario que haya sorpresas en la trama, ni siquiera se esperan. La cadencia de la historia está en los rituales, que van incorporando pequeñas variaciones. Tyler, el protagonista, descrito siempre a través de la mirada de los demás, será el catalizador del culto. Se auto investirá de manera salvaje como un chamán lisérgico o un faquir cibernético. Alrededor de Tyler, se mueven el resto de jóvenes, Lu, Jill y Ahmir. Todos ellos se mantienen hipnotizados en una danza macabra y creando un microcosmos muy pequeño. Aquí, el principio de realidad se ha roto por completo. El afuera se paraliza cuando ellos se aburren o late desbocadamente cuando se hieren. Así, el pueblo, los padres, los amigos y profesores responden a los deseos del chamán y sus correligionarios, dentro de esta delirante magia mórbida.
Se podría decir que el libro transcurre en una realidad postapocalíptica arrasada por la crisis económica y climática. Sin embargo, este mundo está compuesto por elementos que nos resulta completamente familiares. Hasta llegar a parecer el verdadero rostro de las cosas, que se encontraría tras las idílicas imágenes y vídeos que reproducimos en los móviles. De modo que la novela funciona como un dispositivo de sentido, capaz de tragarse la realidad completa. Yeager elabora una alucinación perfecta en la que se pierde el contorno de lo material objetivo de manera progresiva, introduciendo al lector en las aguas cenagosas del mismo río que se describe en sus páginas.
Esta alucinación colectiva está alimentada por la espira, una droga que circula libremente entre los chavales. La sustancia no proporciona placer, ni evasiones idílicas, sino justo al contrario. La inmersión siempre es desagradable, hace aparecer fantasmas e interconecta todo lo existente a través de hilos negros. La facilidad para conseguirla y el impacto inmediato en la descomposición psicológica de los chavales la convierten en un puro veneno. Así se expresa uno de ellos cuando se la ofrecen: “El paquete estaba lleno de hojas secas de un color púrpura grisáceo. Tenía olor a cadáveres calcinados” (p. 18). Su consumo acaba jugando un papel fundamental en el ritual de conductas autolíticas y humillantes al que se someten constantemente. Es como si, efectivamente, las plantas hubieran sido alimentadas con los cadáveres de los suicidas.
B.R. Yeager (Fuente: El Diario.es) |
En cualquier caso, el consumo de espira, hierba y barbitúricos termina de sumergir a los personajes en la desidia más absoluta. En muchas ocasiones, son incapaces de satisfacer sus necesidades más básicas o de resolver los problemas más graves. Han caído en una suerte de agujero negro y están seguros de no poder salir, así que ni lo intentan. Es más, esta lenta caída carece de poesía y su desesperanza se vuelve contagiosa. Afortunadamente, hay momentos en que alguno de ellos consigue desasirse de las trampas y se ofrece un pequeño resquicio luminoso. Aunque, el ansiado respiro deja al descubierto la fragilidad de sus acciones y las consecuencias tan efímeras que tienen en sus vidas. Es imposible no sentirse conmovido por este círculo de impotencia. “No pasa nada y nada de lo que pasa es bueno (p. 22)”, dice uno de los jóvenes, como si el tiempo se hubiera detenido.
Los días están marcados por una repetición asfixiante de suicidios y crímenes, que han dejado de ser acontecimientos extraordinarios. Es más, cuando el orden de la naturaleza comienza a invertirse y los animales muestran perturbaciones monstruosas, nadie se sorprende. Asumen que su comportamiento obedece a la nueva lógica del universo. El fatalismo de la novela conecta a la perfección con nuestro pesimismo, que amortigua el posible impacto de los desastres de este capitalismo en crisis. Es la caída en la impotencia más absoluta.
Como señalaba al inicio, en el contacto con esa intimidad adolescente, la transparencia de los chavales resulta perturbadora. La novela describe con maestría las relaciones de amistad juveniles y cómo estos vínculos pueden convertirse en dependencias emocionales. Igual que la intensidad de los primeros amores y del sexo, capaces de torcerse hacia lo insano y ciego. Los chavales están unidos por las heridas y, sabedores de su tristeza, tratan de escucharse, protegerse y cuidarse los unos a los otros. De ahí que abunden los pactos y las promesas, que no deben traicionarse. Su único capital es la palabra, con la que protegen su intimidad última y sus secretos. Se evidencia, por tanto, una separación radical con el mundo adulto, que les hace sentirse huérfanos. A pesar de la tristeza que les provoca, la distancia e incomunicación con sus padres o profesores parece inquebrantable. Algo se ha roto para siempre.
Así pues, en Espacio negativo, nos encontramos ante otra expresión de la nostalgia de un mundo perdido. Los chavales echan de menos las conversaciones con sus padres, las comidas en familia, los juegos en el jardín, las canciones que cantaban en el coche o las visitas a la iglesia. La melancolía brota de la ruina de todos los valores asociados a la familia, el trabajo, los estudios y el amor. Eso sí, los adultos han sido los primeros desertores del mundo. Hay un claro resentimiento hacia la generación precedente. De ahí que, por ejemplo, sea completamente inútil el esfuerzo de la madre de Jill por evitar la descomposición de su familia. Cualquier intento de recuperación ha caído en la repetición vacía, porque los dioses han abandonado el mundo.
En el fondo, lo que buscan desesperadamente estos jóvenes es una experiencia de trascendencia que dé sentido a la existencia. Sencillamente, recomponer los fragmentos de lo real a través de un relato intenso y pleno. Ahí anida la fascinación que ejerce Tyler como brujo. Es el más bello (y repugnante) de todos. Tan hermoso y frío como un crimen sangriento. A través de sus ritos y de la espira quiere mostrarles cómo son las cosas en la realidad. Y les conduce a ese nivel de la existencia más auténtico, en el que todo tiene su correspondencia. Pero el sacrificio debe ser completado. Y, una vez dentro, les abandona en una penumbra fría, sucia y dolorosa, aunque, ordenada y cargada de sentido. Atrapados en ese loop siniestro, ya no habrá nada más que hacer. Lo que está pasando, ya pasó y volverá a pasar.
Más información en Caja Negra
Reseña de María Santana
Nos movemos en ciudades construidas en base a las leyes del mercado. Estamos rodeados por el feo hormigón, acorralados por carreteras atestadas de coches y consumiendo un ocio prefabricado y banal. De ahí la actualidad de Psicogeografía. Trayectoria de un método, donde Julio Monteverde realiza una recopilación de los textos fundamentales de la deriva como práctica sistemática, para reconstruir la historia de esta particular geografía poética. Con este libro, el editor continúa su trabajo en torno a la práctica de la poesía como estrategia de desestabilización del principio de realidad y como resistencia frente a la alienación. Algo que también se puede ver en sus anteriores ensayos, De la materia del sueño y Materialismo poético.
Tal y como se explica en el libro, la psicogeografía es una práctica poética y política en la que nos reapropiamos del espacio en el que se desarrolla la vida, liberándolo de los usos del mercado. Es, por tanto, una mezcla singular de sentir subjetivo y análisis racional dirigido a la transformación. La psicogeografía no será un simple paseo, un andar filosófico, un senderismo dominguero o un salir a la caza del rincón más exótico de El Rastro, para subirlo a las redes sociales. Según la definición de Abdelhafid Khatib, que dio como miembro de la Internacional Situacionista (a partir de ahora IS) en el 58, la psicogeografía es el “estudio de las leyes y efectos precisos de un medio geográfico, dispuesto o no de manera consciente, que interviene de forma directa sobre el comportamiento afectivo” (p. 174). La IS consideraba que dicho estudio se sostenía a través de la práctica de la deriva, como paseo guiado. Además, debía desembocar en la propuesta de un “urbanismo unitario”, que se adaptara al devenir de la existencia y con el que se podría superar el condicionamiento y el distanciamiento, que son señaladas como herramientas básicas de alienación del capitalismo. Por tanto, el saber psicogeográfico adquiere valor y rigor en la medida en que logra materializarse en una modificación positiva del entorno.
Su editor ha organizado el libro alrededor de los textos más significativos de la Internacional letrista y la IS, a quienes dedica el bloque central. Antes de ellos, reserva la primera parte a sus antecedentes históricos y al surrealismo, con su desarrollo de la deriva en sí misma. La última parte se articula como una panorámica que abarca las últimas décadas hasta llegar al presente. Como hemos indicado antes, no se plantea como una visión de un fenómeno histórico, sino como la memoria de un hacer que sigue estando al alcance de cualquiera. Se trataría de una herramienta política válida para la recuperación del espacio cotidiano frente a la museificación y gentrificación de los centros históricos. Pero, más interesante aún, sería capaz de subvertir los usos utilitarios del tiempo y la fealdad deprimente del hormigón, que rodea a quienes vivimos en los barrios del extrarradio. Como nos indica Monteverde en las primeras páginas, se trata de “devolver la ciudad a su escala humana” (p. 21).
Así pues, la primera parte del libro está dedicada a románticos, decadentes, simbolistas, dadaístas, expresionistas y surrealistas. En sus textos se va a ir mostrando progresivamente el doble impulso de atracción y repulsión que producía una ciudad que se industrializaba aceleradamente. Los paseantes se sienten fascinados por el movimiento, la moda, los escaparates, el ruido, la iluminación nocturna o, incluso, el caos de los barrios obreros. París comienza a ser recorrida por los flanêurs y los movimientos de vanguardia, que se lanzarán a las calles en busca de aventura.
El surrealismo comienza a organizar un corpus poético nítido en torno al vagabundear en la ciudad sin rumbo fijo. La única regla será el azar, dejarse llevar por el espacio sin planificación alguna. El azar objetivo será entendido por Breton o Aragon como un afuera absoluto, que permitiría la irrupción del inconsciente. Eso sí, los surrealistas no se lanzaron al encuentro de lo maravilloso desde la complacencia con la ciudad burguesa. Como escribe Monteverde, el caminar era una más de las estrategias liberación, que conduciría a una ciudad mítica en la que “todas las percepciones sensibles se resuelvan en la creación de más vida” (p. 38).
Este primer apartado se cierra con un fragmento la novela La derrota de Pierre Minet (2018), quien había pertenecido al grupo El Gran Juego, cercano al surrealismo. Su descripción psicogeográfica es especialmente interesante y bella cuando el caminar por las calles le introduce, directamente, en otro estado de conciencia. Si de Quicey se había abdandonado a un deambular sin destino a partir de su consumo de opio (p. 41), Minet opera a la inversa y detalla claramente cómo sus pasos le sumergen en un auténtico trance en el que “la cuesta de la Rue des Martyrs equivalía a una huida, o para ser más exacto al paso de un mundo a otro” (p. 88).
El segundo de los bloques del libro está dedicado a la psicogeografía situacionista. Al inicio, el editor hace una reconstrucción del debate fundamental de la IS, que enfrentó a dos posturas radicalmente distintas. Por un lado, Gilles Ivain, con su proyecto poético de transformación de la ciudad a través del desvío. Por el otro, Constant Nieuwenhuys, que provenía del grupo CoBrA, con su Nueva Babilonia, que concebía unas “ciudades móviles que, suspendidas sobre altos pilares, permitían la circulación de vehículos por debajo de ellas, dejando libre la zona dedicada a la vida” (p. 99). A partir de ambos, la IS imaginará una ciudad en constante cambio, repleta de recodos, tomada por la vegetación, en la que poder extraviarse o jugar al escondite.
La psicogeografía se volvió urgente, con un impacto inmediato a la hora de insuflar vida a la ciudad, alejar el aburrimiento y subvertir la fealdad, que se extendía por los nuevos edificios de la Europa de postguerra. El enemigo será Le Corbusier, apodado Le Corbusier-Sing-Sing, empeñado en suprimir la calle. Su urbanismo era cómplice del capitalismo al controlar, vigilar y aislar a los trabajadores, para evitar cualquier posibilidad de insurrección.
Finalmente, en el debate entre Ivain y Nieuwenhuys, la IS termina por inclinarse hacia el primero. A esto se sumará la reivindicación de los medios de embellecimiento más poéticos, para hacer frente a la tristeza del hormigón. Debord y sus compañeros recordarán al cartero Cheval, exponente del arte bruto u outsider y que construyó su palacio ideal piedra a piedra, escamoteando tiempo a la vida pragmática o las locuras de Luis II de Baviera, que dilapidó su fortuna en grandiosos e inútiles castillos. Ambos ejemplifican la experiencia del desborde, un sentir que se ha vuelto inaccesible a esos espectadores pasivos, consumidores de banalidades, que se desplazan como zombis en los ambientes artificiales de los centros comerciales, en los que no se siente el paso de las estaciones, ni la oscuridad de las noches. Para curarnos de la enfermedad mental que supone esta banalización, Ivain nos enfrenta a una evidencia: “el hombre de las ciudades cree alejarse de la realidad cósmica, y por eso ya no sueña” (p. 166). Como nos advierte Monteverde, estas palabras marcarán profundamente a la IS.
La última parte de Psicogeografía recoge una diversidad textos que van desde los Diggers de San Francisco y los provos holandeses, influidos directamente por la IS, hasta las derivas actuales de diversos colectivos poéticos y políticos. Entremedias, aparecen fragmentos de Ian Sinclair, con su reacción al thatcherismo, y de la London Psychogeographical Association, en la que participó Stewart Home.
Pasada la efervescencia del mayo del 68’, que fue alimentado por un buen puñado de ideas de la IS, el propio surrealismo reclamó la psicogeografía como algo propio. Lo hizo a través de prácticas como las de l’Ekart en Lyon y de los grupos surrealistas de Estocolmo o Madrid. En este sentido, en el libro se nos ofrecen varios textos en los que se documenta la práctica de la deriva realizadas por estos colectivos. Entre ellos, los de José Manuel Rojo o Eugenio Castro, pertenecientes al Grupo surrealista de Madrid, y de amigos de este colectivo, como el traductor y editor de la Internacional letrista y la IS, Luis Navarro o Servando Rocha. A través de estos últimos textos se puede llegar a elaborar una nueva cartografía de Madrid en la que se descubren latencias, deseos y sentidos ocultos capaces de producir hermosas alucinaciones, como el mar de Atocha descubierto por Emilio Santiago (p. 328), o pequeños terremotos, como el documentado por José Manuel Rojo, entorno a una acción poética en el barrio de Malasaña (p. 285).
En general, la psicogeografía de las últimas décadas se ha desarrollado con fines de agitación política y guerrilla de la cultura, prestando especial atención a los espacios baldíos, como lugares aún no colonizados y abiertos a lo posible. Poco a poco, queda clara la dificultad para el encuentro de lo maravilloso en una ciudad que está moldeada para los usos del mercado y movida por las necesidades laborales. La clave sigue siendo retomar la vida en común, habiendo una reivindicación del juego como algo colectivo. Estar juntos en la calle se convierte en una reivindicación en sí misma.
Eugenio Castro en 2021 (Fuente El País) |
Dentro del Grupo surrealista de Madrid, cabe señalar el texto de Eugenio Castro, poeta recientemente fallecido. En él se propone la deriva como una recuperación erótica del tiempo, que giraría en torno al concepto clave de desacción (“no hay objetivo, ni finalidad” (p. 276)). Escribía Castro que el “derivar inicia la revelación del instante y uno queda a merced del flujo erótico del devenir” (p. 276). Y en ese singular desplazamiento, se abre la posibilidad de acceder a un estado onírico en el que se siente la presencia de lo maravilloso, capaz de subvertir el principio de realidad. Con él, volvemos a la posibilidad de una poesía hecha por otros medios, con un ánimo que nos empuja a la calle, en un juego guiado solamente por el deseo.
Por último, me gustaría señalar las páginas dedicadas a la especial psicogeografía de Iain Sinclair, cuyos recorridos por Londres rastrean los signos de la historia subterránea. Sinclair explica en sus textos cómo siente sus pasos empujados por las fuerzas secretas, que se han mantenido activas durante siglos. El caminante cae presa de las emociones que despiertan los vahos del pasado. Alan Moore se basará en esta cartografía descrita en Heat Lud para los paseos del protagonista de su cómic From Hell. Hoy, en sintonía con ambos, Servando Rocha reconstruye para Madrid esta mezcla de contra-historia y mito.
Como nos insta Monteverde desde las primeras páginas, la psicogeografía sigue siendo un saber práctico para hacer frente a nuestras ciudades, que cada día se parecen más a una necrópolis. El pasear en sí mismo nos ofrece la oportunidad de crear nuevos vínculos con el espacio, con los que se abren las posibilidades del mundo, mientras el cuerpo retoma una voluptuosidad olvidada. Al desplegar este caminar como un hacer poético, se descubre “una ciudad oculta, pero accesible a nuestros pasos y nuestras miradas, a nuestro cuerpo doblando esquinas y atravesando plazas” (p. 11).
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Reseña de María Santana